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Madrid: la última batalla de Pablo Iglesias en la plaza que vio nacer a Podemos

Pablo Iglesias, en el Congreso, tras reunirse con los líderes sindicales en las negociaciones fallidas para un Gobierno de coalición en 2019.

Aitor Riveiro

20 de marzo de 2021 21:10 h

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El 15 de marzo de 2021 no fue la primera vez que Pablo Iglesias (Madrid, 1978) cedió el liderazgo de Unidas Podemos. Ya lo hizo en julio de 2019, durante la negociación posterior a las elecciones de abril que fracasó y dio paso a la repetición electoral. El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, señaló al jefe de filas de Podemos como el “principal escollo” para acordar un Gobierno de coalición. Iglesias decidió retirarse, para asombro de todos, dentro y fuera del partido. Pese al gesto, las conversaciones entonces no llegaron a buen puerto y volvió a la candidatura el 10N, pero temporalmente fue Irene Montero la virtual líder del espacio político. El paso dado por Iglesias para poner su capital político al “servicio de su partido” en las elecciones de Madrid, adelantadas por Isabel Díaz Ayuso, deja a Yolanda Díaz a los mandos de Unidas Podemos. Según su anuncio, esta vez de forma definitiva. Y abre el probable epílogo de una corta pero intensa carrera que puso patas arriba la política española desde el primer minuto, allá por 2014. Un final que será del estilo del fundador de Podemos, allí donde imaginó y lanzó la organización y donde más a gusto se siente: con una batalla electoral de tintes épicos para “parar al trumpismo” que, dice, representan Isabel Díaz Ayuso y Vox.

Ni en 2019 ni ahora se esperaba alguien un movimiento así. Ni siquiera los más cercanos a Iglesias podían aventurarlo antes de oírlo el pasado fin de semana de su propia boca. Las reacciones han pasado por la incredulidad, las lágrimas o vanos intentos de que reconsiderara su decisión. No casa con la personalidad del todavía vicepresidente segundo del primer Gobierno de coalición desde la II República, habituado a tomar caminos que muchos le recomiendan no seguir. Acostumbra a mantenerse en el empeño, incluso cuando es consciente de que se ha podido equivocar.

Si algo no ha rehuido Iglesias en este tiempo son los enfrentamientos. Con los suyos y los de enfrente. Periodistas y empresarios de medios. Grandes compañías o jueces. Se crece ante los duelos, independientemente de que los gane o los pierda. Cuando parecía que no le quedaban fuerzas, siempre aparecía un antagonista nuevo para recuperarlas. En este caso, además, no había mucha alternativa. O nadie la encontró. 72 horas intensas de reflexión y de búsqueda de otras opciones constataron que ante el abismo de Madrid había que ir con todo. Unidas Podemos se juega el próximo 4 de mayo no solo derribar el Ejecutivo de Ayuso y evitar la entrada de Vox, como ya ha ocurrido en Murcia como pago del PP para detener la moción de censura que puso en marcha una de las semanas más locas de la ya de por sí impredecible vida política española. Y no solo, como indicaban algunos sondeos previos al anuncio de Iglesias, su presencia en la Asamblea de Madrid. Lo que se dirimirá en las urnas es, además de todo lo anterior, la supervivencia del propio proyecto político.

Por eso Iglesias da el paso a combatir en un campo de batalla que se le presenta como poco propicio. Consciente de que, si el resultado no es espectacular, tocará la retirada. Todos en su entorno, sin excepción, lamentan el movimiento, sabedores de que puede suponer el principio de un adiós tantas veces vaticinado en vano. Pero también le reconocen la “audacia” y la “valentía”. Son palabras que se escuchan en los últimos días entre dirigentes y diputados de Unidas Podemos, resignados a que sea Pablo Iglesias quien tenga que saltar a defender una plaza que hace una semana parecía perdida y que, según las primeras encuestas publicadas tras el anuncio, se puede salvar para el campo progresista y para el propio partido. Difícil, muy difícil. Pero no imposible.

El escenario de la última batalla a la que parece llamado Pablo Iglesias será por ganar la sede del Gobierno de Madrid, en la Puerta del Sol. Apenas a un paseo de un kilómetro de las tablas del Teatro del Barrio sobre las que un por entonces desconocido politólogo, arropado por otros profesores universitarios y compañeros de viejas militancias, lanzara Podemos. Entonces, como ha hecho ahora con Más Madrid, también ofreció unas primarias abiertas a Izquierda Unida para una candidatura conjunta a las elecciones europeas de unos meses después. Similar estrategia para momentos muy diversos.

IU rechazó la oferta en aquel invierno de 2014, minusvalorando lo que pensaban que sería una de tantas plataformas alternativas que surgían para intentar ocupar su espacio. A la única reunión que se produjo para explorar el acuerdo acudió Enrique Santiago, por entonces responsable de Refundación y Movimientos Sociales de IU. Siete años después, Santiago es secretario general del PCE, portavoz adjunto de Unidas Podemos y uno de los principales colaboradores tanto de Iglesias como de su sucesora designada, Yolanda Díaz. Y lo seguirá siendo en la nueva etapa.

Es solo un ejemplo de cómo Iglesias ha evolucionado en ciertos aspectos. De calificar de “pitufo gruñón” a la IU de Cayo Lara a buscar, y encontrar, el entendimiento con la de Alberto Garzón. De declararse “ni de izquierdas ni de derechas” y reclamar el apoyo “de los de abajo” para terminar con los privilegios “de los de arriba” a reconocer que él no puede ya aspirar a atraer a antiguos votantes del PP o de Ciudadanos, algo que en Madrid deja en manos de Ángel Gabilondo, dentro del reparto de papeles que él mismo ofrece. Lejos quedan los cinco millones de votos de 2015, seis si se suman los que obtuvo entonces IU. La Alcaldía de Manuela Carmena. El estrecho grupo de colaboradores que alumbró la formación política, algunos severamente enfrentados a Iglesias hoy o directamente fuera de la política.

O aquel discurso, también en la Puerta del Sol, ante decenas de miles de personas y plagado de referencias históricas a la construcción de la identidad popular española desde la Guerra de la Independencia al 15M, o de loas al Gobierno de Alexis Tsipras en Grecia.

Para entonces “el clima se había empezado a nublar” para Podemos, en palabras del por entonces número dos, Íñigo Errejón, quien no veía clara aquella manifestación que llenó el centro de Madrid. Los ataques al partido eran muy duros. Poco antes se habían publicado las primeras informaciones que relacionaba supuestamente el nacimiento del partido con Venezuela. Luego llegaron otras. Decenas. Era solo el principio. La guerra del establishment contra quienes prometían derribarlo fue sin cuartel e incluyó al aparato del Estado a las órdenes del Ministerio del Interior del Gobierno de Mariano Rajoy, tal y como concluyó el Congreso en una comisión de investigación al respecto. Era el mismo grupo de policías y dirigentes políticos que organizó luego una conspiración para eliminar las pruebas que tenía contra el PP su extesorero Luis Bárcenas. Y que antes había fabricado investigaciones contra los partidos independentistas.

Esa guerra sigue ahora en los juzgados. Y ha marcado en buena parte la evolución de Podemos y, especialmente, de Pablo Iglesias. Sobre el líder de Podemos se cierne con ahínco el llamado caso Dina, que en puridad debería llamarse caso Villarejo o caso cloacas. Pese a que el Tribunal Supremo no ha apreciado ningún indicio de delito en Iglesias, y la Sala de la Audiencia Nacional le ha requerido que le devuelva la condición de perjudicado, el juez Manuel García Castellón sigue empeñado en convertir un caso de posible espionaje parapolicial a un partido político legal y revelación de secretos que implica al excomisario Villarejo y a diferentes periodistas y medios en un caso contra Pablo Iglesias que sirve de munición a la prensa más hostil a Unidas Podemos.

Antes que esta investigación judicial vino el apócrifo y falsario Informe PISA (Pablo Iglesias SA); la cuenta en el paraíso fiscal de Granadinas; los chismes sobre devaneos amorosos; el atosigamiento en el hospital a unos padres que veían cómo sus gemelos, prematuros, luchaban por sobrevivir; las fotos de la ecografía de su tercera hija publicadas en prensa; o las supuestas revelaciones sensacionalistas sobre amigos, familiares y allegados. La bunkerización, real, de Pablo Iglesias tuvo un componente político, de batalla por el control del proyecto en la que las lealtades y las traiciones se medían al gramo. Pero también ha venido acompañada de una sensación de ser el pimpampum de algunos medios. El escándalo que se levantó cuando Iglesias e Irene Montero se compraron su actual casa fue también un punto de inflexión en su relación con la prensa. Hoy, esa vivienda se ha convertido en un punto habitual donde miembros de la ultraderecha acuden sistemáticamente a insultar a sus moradores, e incluso a grabar en su interior, tal y como investiga un tribunal madrileño.

Paralelamente, los problemas internos, que se iniciaron ese 2015 durante la conformación de las listas de las autonómicas, engordaron en septiembre en medio de las catalanas y terminaron de estallar tras las generales de diciembre, han marcado sin duda la progresión de Podemos. Y el fuerte contenido personal de esas disputas, en las que se han roto amistades de infancia y de militancias añejas, la de Pablo Iglesias.

Menos de 400.000 votos separaron a Unidos Podemos (ya con IU en la ecuación) del PSOE en la repetición electoral del 26 de junio de 2016. Aquel verano Iglesias sopesó seriamente la dimisión, tal y como reconoció después. Pero lo descartó. Teorizó que nunca lograrían entrar en un Gobierno salvo en coalición con el PSOE, que no les dejarían y harían lo imposible por impedirlo. Llegó Vistalegre II, la asamblea que marcó el antes y el después de Podemos. Tres años después, con medio partido escindido, otra parte planeando hacer lo mismo y la mitad de votos y diputados, se logró el objetivo que se marcó Podemos al nacer: gobernar.

Las lágrimas de Pablo Iglesias junto a Pablo Echenique el día que el Pleno del Congreso convalidaba la investidura de Pedro Sánchez, y con ello el acuerdo para el Gobierno de coalición, reflejaron entonces la tensión acumulada durante los seis años de vida que entonces sumaba el partido. Cuando ya nadie pensaba que lo podía lograr, con Errejón lanzando Más País en busca de una desbandada de votantes que no llegó y después de la durísima negociación de 2019. En apenas 24 horas se cerró un acuerdo que parecía inverosímil. La imagen contrasta con otra tomada exactamente en el mismo sitio, en enero de 2016, en la que un exultante Iglesias besaba en los labios al portavoz de En Comú Podem, Xavier Domènech, delante del Gobierno en funciones del PP durante el primer debate de investidura de Pedro Sánchez.

Quien fuera uno de sus principales colaboradores en los tiempos buenos de Podemos dice de él que su fuerte es la táctica, que es capaz de dar un pasito en una baldosa, lo suficiente para mantenerse en pie mientras los demás caen. Ahí está el ejemplo de Albert Rivera, su némesis durante años, la apuesta del sistema para detener a Iglesias. Ese duelo también lo ganó.

A diferencia de Rivera, Iglesias puede ahora cerrar su biografía política de una forma digna. Sale del Gobierno cuando las relaciones son malas. Salvará a su partido del desastre y quién sabe si por el camino puede contribuir a una inesperada mayoría de izquierdas que no se produce en Madrid desde 2003. El todavía secretario general de Podemos cumplirá 43 años el próximo mes de octubre. Quizá el 4 de mayo se selle el epílogo a su carrera institucional, siempre y cuando el resultado electoral no depare otra sorpresa digna de guion de esas series de ficción política a las que es aficionado. Pero no tiene por qué ser el final del Pablo Iglesias público. No sería lo esperable en alguien que lleva a gala no rehuir ninguna pelea, pueda ganarla o no.

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