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La industria azucarera pagó a científicos para culpar a la grasa de los infartos

La OMS aconsejó en 2015 a los adultos que disminuyeran al 5% el consumo de azúcares añadidos

Teguayco Pinto

La industria azucarera trabajó directamente con científicos en la década de los 50 y 60 para tratar de minimizar el papel del azúcar en las enfermedades cardiacas y trasladar el foco hacia la grasa y el colesterol. Así lo ha concluido una investigación, publicada este lunes en la revista de la Asociación Americana de Medicina.

En particular, el estudio ha centrado su atención en dos artículos científicos publicados en 1967 por varios investigadores de Harvard y que pueden haber influido en las recomendaciones nutricionales que se siguieron durante las décadas posteriores en EEUU. Éstas estaban centradas fundamentalmente en la limitación de las grasas saturadas y el colesterol, obviando el posible perjuicio causado por un elevado consumo de hidratos de carbono.

Grasas y azúcares añadidos: no recomendables

Ya en los años 60 se establecieron dos líneas básicas de investigación, que señalaban tanto a los azúcares añadidos como a las grasas saturadas de las elevadas tasas de infartos y otras enfermedades cardiovasculares. Sin embargo, la mayor parte de las guías dietéticas se han centrado solo en la limitación de las grasas y el colesterol, restando importancia al elevado consumo de hidratos de carbono y azúcares añadidos, que puede haber contribuido a la epidemia de obesidad y diabetes que se vive en varios países occidentales.

El nuevo estudio parece apuntar a una maniobra maestra de la industria azucarera. Los hallazgos provienen de varios documentos encontrados recientemente por una investigadora de la Universidad de San Francisco, la doctora Cristin Kearns, que muestran que la Fundación para la Investigación sobre el Azúcar (SRF, por sus siglas en inglés) financió un estudio con el claro interés de que se pasara por alto el papel del azúcar en las enfermedades cardíacas y que se señalara a las grasas.

Kearns examinó los archivos, entre los que figuraban varias cartas entre la SRF, el profesor del Departamento de Nutrición de la Escuela de Salud Pública de Harvard, Marcos Hegsted, y el que fuera presidente de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, Roger Adams. Todos ya fallecidos.

Curiosamente, el propio Hegsted había sido el autor de varios estudios que señalaban que el nivel de glucosa en sangre era mejor indicador de aterosclerosis que el de colesterol y que, por tanto, relacionaban de manera directa el azúcar con con enfermedades cardíacas.

La maniobra de la SRF consistiría en contratar a Hegsted y al jefe de su departamento en Harvard, el profesor Fredrick Stare, para que formara parte del comité asesor científico de la Fundación y realizaran una revisión de todos los estudios realizados hasta la fecha sobre las posibles causas de las afecciones cardiacas.

La correspondencia no deja lugar a dudas sobre el “especial interés” de la SRF en “ahogar” la relación de los hidratos y la salud cardiovascular, ni sobre el conocimiento que Hegsted tenía de este interés: “Somos muy conscientes de su interés particular en los hidratos de carbono y abordaremos el asunto tan bien como podamos”, afirmaba el investigador en una de sus misivas.

Finalmente, el estudio fue publicado a través dos artículos en la revista The New England Journal of Medicine, no sin antes haber recibido el visto bueno de la SRF. Sus conclusiones eran claras: solo había que tener cuidado con las grasas y el colesterol.

La influencia de las empresas en los estudios

“Estos documentos dejan claro que la intención del estudio financiado por la industria era llegar a una conclusión inevitable. Los investigadores sabían lo que el patrocinador esperaba y eso fue lo que hicieron”, explica la profesora de Nutrición, Estudios de Alimentación y Salud Pública de la Universidad de Nueva York, Marion Nestle, en un artículo de la revista de la Asociación Americana de Medicina.

Para esta investigadora, los responsables de esta nueva investigación han hecho “un gran servicio público”, aunque recuerda que no se pude saber si Hegsted y Stare falsearon los datos o “si realmente creían que la grasa saturada era una mayor amenaza”.

En la actualidad, al igual que casi todas las revistas médicas, la que publicó el estudio de Hegsted y Stare requiere que los autores informen claramente de todos los posibles conflictos de intereses. Pero esto no ha puesto fin a la influencia de la industria alimentaria sobre los estudios científicos. “Hoy en día, es casi imposible contar la cantidad empresas de alimentos que patrocinan investigaciones que suelen dar resultados favorables a sus intereses”, afirma Nestle.

Existen dos ejemplos recientes que evidencian la vigencia de este tipo de prácticas. El pasado año, una investigación periodística realizada por el New York Times mostró cómo Coca Cola había invertido millones de dólares para que se pasara por alto la relación entre el consumo de bebidas azucaradas y la obesidad. En otra investigación, llevada a cabo por la agencia Associated Press, se desveló cómo los fabricantes de golosinas también trataban de influenciar los estudios científicos.

Para la profesora Nestle, la influencia de las empresas “socava la confianza del público en los científicos, contribuye a la confusión sobre qué se debe comer y puede orientar las Guías Alimentarias en una dirección que no vaya en el interés de la salud pública”. Esta investigadora concluye que este hallazgo debe servir “como advertencia no sólo a los políticos, sino también a los investigadores, revisores, editores de revistas y periodistas de la necesidad de considerar el daño que pueden hacer a la credibilidad científica y a la salud pública los estudios financiados por las compañías de alimentos”.

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