Este reportaje está basado en hechos reales. Algunos eventos, personajes y circunstancias han sido cambiados con fines dramáticos.
E1. Horror y fascinación: el auge del true crime
Las niñas de Alcasser. El caso Asunta. El crimen de la Guardia Urbana. Marta del Castillo. Diana Quer. El asesino de la baraja. El caso Wanninkhof. José Bretón. El crimen de la catana. El asesinato de Isabel Carrasco. El rey del cachopo. Mario Biondo. El crimen de los Galindo. El asesinato sin resolver de Lucía Garrido. El caso Sancho.
No hace falta añadir más. Con solo leer los nombres del párrafo anterior todos tenemos presentes los casos que en su día nos impactaron. Aperturas de telediario, páginas de periódico, viralidad en redes sociales. Horas y más horas de programas televisivos de sucesos. Con rigor en ocasiones, con amarillismo demasiadas veces. No podíamos apartar los ojos de ellos, como en un accidente en la carretera. La mezcla de espanto, intriga, dolor familiar, maldad, incertidumbre, estupor, hallazgos policiales, atención informativa, procesos judiciales y hasta teorías de la conspiración que rodearon esos casos los han fijado en nuestra memoria. En nuestra memoria sentimental y colectiva. En la cultura popular. En la historia del periodismo, a veces con sus peores páginas. Horror y fascinación por igual. Repulsión y atracción. No queremos saber, no podemos no saber. Estas imágenes pueden herir mi sensibilidad, por eso no puedo dejar de mirarlas.
Que esa mezcla de horror y fascinación se reelaborase en producto televisivo no sorprende a nadie. El interés, no necesariamente morboso, por la crónica de sucesos viene de antiguo; y su conversión en literatura, cine o televisión también. No hace falta que hablemos otra vez de A sangre fría. O de Rodolfo Walsh, que ya estuvo antes. Tampoco de los miles de películas y series que desde la invención de la imagen en movimiento se presentan con la irresistible promesa de “Basado en hechos reales”. Entre nosotros, los que ya tenemos una edad, recordamos La huella del crimen. Jarabo. La envenenadora de Valencia. El expreso de Andalucía. Los marqueses de Urquijo.
Hoy, cuando plataformas, canales generalistas y temáticos compiten por una audiencia tan fragmentada como compulsiva, y necesitan contenido abundante con que llenar su oferta y mantener la novedad permanente, es lógico que el llamado true crime se convierta en el género triunfante. Y tras probar su éxito con producciones extranjeras, era previsible que la industria nacional se interesase por los casos locales, reconocibles por el espectador español, anclados en la memoria sentimental y la cultura popular. Casos de hace años, muy pocos años algunos, todavía calientes. Tanto, que alguno incluso seguía abierto en el momento de su estreno.
“No deja de ser la crónica roja, los sucesos de toda la vida”, me dice Víctor Sampedro, catedrático de Opinión Pública en la Universidad Rey Juan Carlos, muy crítico con el auge del formato: “El true crime aporta un relato de (docu)ficción, conectado a los géneros híbridos del reality, producido con mucho dinero y serializado por las plataformas. Desde el punto de vista de los espectadores, aporta el plus de veracidad de la que carece la ficción (ahora también las noticias) y permite un margen crítico superior al del periodismo de investigación (casi extinto), pero que se desactiva por su parte ficticia o guionización. Atrae más atención (audiencia, escándalo o debate público), genera más ingresos que un documental, y no te crea tantos problemas como este. Sale a cuenta. Satisface la necesidad de guiones (rebajando, me temo, la participación y el pago de los guionistas), y ancla la programación en las audiencias nacionales, fidelizándolas a las plataformas globales”.
Desde el lado de los creadores, defensa del género, con matices: “No todo lo que se está haciendo es true crime, ni por supuesto buen true crime”, dice Ramón Campos, productor de Bambú y responsable de algunas de las producciones más reconocidas. “Hay que pelear con las cadenas para convencerles de que no todo vale. No vale hacer daño. Esto es entretenimiento, somos como los payasos, y una payasada que haga daño no merece la pena por muy goloso que sea el caso”.
Y hay casos muy golosos. Todos los mencionados en el primer párrafo han protagonizado al menos una producción televisiva en los últimos años, dos en algún caso. Documentales la mayoría, más o menos periodísticos, más o menos dramatizados, más o menos efectistas. Varios de ellos también ficciones. Basadas en hechos reales. Encabezadas por los habituales disclaimers: “Algunos eventos, personajes y circunstancias han sido cambiados con fines dramáticos”. “Inspirada en una historia real”. “No pretende ser una representación fiel de todos los hechos”. “Dramatizado por razones narrativas”.
¿Y qué pasa cuando esos cambios, esa dramatización, ese no ser una representación fiel, no es bien recibido por sus personajes? Personajes que son personas reales, y que aparecen en pantalla con su propio nombre. Tanto víctimas como condenados. Protagonizando casos reales pero también mostrando aspectos de su vida que no han salido de un sumario judicial sino de un equipo de guionistas. Con fines dramáticos. Por razones narrativas.
E2. Dos personajes (personas) en busca de indemnización: Oubiña y Peral
Convertir en ficción hechos reales siempre causa problemas. Bien lo supo Pilar Miró, que se enfrentó a todo tipo de presiones, censura y persecución judicial (la justicia militar, nada menos) por su memorable El crimen de Cuenca. No solo en el ámbito delictivo, también en el más íntimo: el novelista francés Emmanuel Carrère, que en sus libros ha hecho de la promiscuidad entre realidad y ficción una marca propia, con fuerte componente autobiográfico. Su exesposa le hizo firmar un acuerdo por el que se comprometía a no escribir sobre ella en sus novelas sin su consentimiento. Y lo denunció por incumplimiento de contrato. En el caso de las series televisivas, no necesariamente basadas en crímenes, el gobierno de Boris Johnson pidió a Netflix que incluyese, al inicio de cada capítulo de The Crown, una advertencia aclarando que se trata de una obra de ficción. La plataforma se negó.
Si nos centramos en el true crimen local, en España tenemos dos casos recientes en los que el personaje de una serie de ficción se revuelve contra sus creadores. Los denuncia, los lleva a los tribunales, exige que no cuenten su historia, que le indemnicen por hacerlo. Hablamos de Fariña y de El cuerpo en llamas, dos de las producciones de más éxito de los últimos años.
Por un lado Laureano Oubiña, conocido narcotraficante gallego. La Audiencia de Pontevedra ordenó hace unos meses a la productora de Fariña (Bambú) que retirase una escena de apenas cinco segundos en la que Oubiña (el personaje) aparece teniendo relaciones sexuales con su mujer (el personaje de su mujer). Aunque inicialmente pedía un millón y medio de indemnización por atentar contra su honor, imagen e intimidad, la sentencia solo lo estimó parcialmente y fijó una compensación de 15.000 euros (además de la retirada de la escena) por no estar justificada “por la libertad creativa innegable de los creadores y productores de la serie”, y exceder los límites de la dramatización. Está pendiente de recurso por los productores.
“Llegaremos a Europa si hace falta”, dice Ramón Campos, de Bambú, la productora denunciada. “Mientras no nos obliguen en firme, no tocaremos nada, no creo que hayamos hecho nada mal”. Y pone como ejemplo de que no le importa rectificar cuando se equivoca, el caso de la serie 800 metros, sobre los atentados de las Ramblas en Barcelona en 2017: “Compramos imágenes de TV3, y una chica que salía en una de ellas nos pidió que la eliminásemos, que la habían reconocido y le generaba problemas en su pueblo. Legalmente yo no tenía que hacerlo, pero soy consciente cuando metemos la pata, y lo modifiqué. No es el caso de Fariña”.
El segundo caso es más reciente: este mismo viernes el juzgado de Instrucción número 1 de Vilanova i la Geltrú (Barcelona) ha admitido a trámite la demanda de Rosa Peral contra Netflix y la productora Arcadia Motion Pictures. Peral fue condenada por el conocido como “crimen de la Guardia Urbana”. El asesinato de un agente policial en Barcelona por parte de su pareja y su amante, también agentes del mismo cuerpo, ha recibido atención televisiva por duplicado: el documental Las cintas de Rosa Peral, en el que participa la propia condenada con una entrevista desde la cárcel, y la serie de ficción El cuerpo en llamas, donde el personaje de Peral es interpretado por la actriz Úrsula Corberó. Ambas en Netflix.
La exagente ha demandado a la plataforma y la productora por vulnerar sus derechos y los de su hija, menor de edad, que aparece representada en la serie aunque con cambios (una sola hija, en lugar de las dos que tiene en la realidad), y que, según la denuncia, protagoniza escenas que pueden causarle daño moral. Tras intentar sin éxito paralizar el estreno, ahora reclama 30 millones de indemnización: un euro para su hija por cada hora acumulada de reproducción de la serie, y 10 céntimos para ella por la imagen que se ofrece como madre.
E3. Verdad judicial vs. libertad creativa: la abogada
¿No estamos hablando de una serie de ficción? ¿No pone bien claro en la apertura de cada capítulo que “algunos eventos, personajes y circunstancias han sido cambiados con fines dramáticos”? ¿No está por tanto amparado en la libertad de creación? ¿No pueden los autores tomarse algunas licencias en favor de la narración? Se lo pregunto a Nuria González, abogada de Rosa Peral en la denuncia contra Netflix.
“Cuando se trata, como es nuestro caso, de un asunto ya judicializado, hay una verdad judicial, la que recoge la sentencia. Por mucho que digas que está ‘basado’, ‘inspirado’, hay una verdad judicial. Puedes adornarla pero no retorcerla, cuando además quieres respaldar tu producto con esa verdad judicial para asegurarte la audiencia, que se interesa precisamente por estar basado en un suceso real, de gran impacto, el de la Guardia Urbana. En caso contrario, di mejor que te inventas una historia y que no tiene nada que ver, aclara que es una ficción, todo ficción. No vale que solo lo sea en la parte que te interesa, y aquí tienen hasta los nombres reales”.
“Si la serie se ciñe a la verdad judicial, no hay que pedir permiso ni consentimiento, es como un documental. Pero si representas personajes que sí existen en la vida real, y les atribuyes comportamientos que no tuvieron… Éticamente debería haber una consulta previa, sobre todo en caso de menores”.
¿Y la libertad de creación? “Siempre estaré a favor de la libertad de creación, pero aquí solo hay ánimo de lucro. Un producto comercial que se manipula para que sea más atractivo y por tanto más lucrativo, llegando a atribuir comportamientos negativos a una persona, una actitud violenta o una sexualidad negativa, o manipulando lo que hizo o no hizo su hija. Viendo la serie, los espectadores pensarán que su hija jugó un papel que en realidad no tuvo; pensarán que fue la hija la que metió a la madre en la cárcel”.
“Parece que tenemos consideración con las víctimas, y que por ser una persona condenada no hay que tener cuidado, pero también tiene derechos. Los productores dicen que trabajan con despachos de abogados para que todo esté dentro de la ley; yo lo dudo, el único criterio es la facturación, el máximo beneficio”.
E4. Historias que deben ser contadas: el productor
¿Es así, trabajan los productores con abogados para evitarse este tipo de conflictos? Le pregunto a Ramón Campos, de Bambú, que ya apareció como secundario en anteriores episodios de este reportaje, y ahora protagoniza este cuarto capítulo: “Tenemos en cada serie un equipo de documentación y otro de guion. Una vez completadas ambas labores, trabajamos con dos despachos de abogados que analizan ambas partes para ver qué está amparado por la libertad de creación. Hay veces que tienes que modificar una línea de un diálogo, y que lo que un personaje asegura con rotundidad, pase a expresarlo como una opinión, para no atribuir comportamientos que no estén probados. Aunque es cierto que una cosa es el guion y otra el rodaje, que es un animal vivo, y a veces no controlas cada gesto o una improvisación de un actor”.
Campos cree que hay que tener en cuenta a las personas que protagonizaron cada caso real, especialmente a las víctimas, y mejor si es con su consentimiento, “pero no pueden vetar una producción. Hay historias que deben ser contadas, con todo el cuidado por supuesto, pero son importantes”. Campos tiene en mente, en su defensa del género, clásicos televisivos o cinematográficos como Cuerda de presos o Queridísimos verdugos: “es importante que ciertas historias queden registradas para el futuro, es una forma de memoria”.
A Campos no le interesa “el crimen por el crimen, que es solo morbo, sino en tanto que sirva para abrir una reflexión. Por ejemplo, en el caso Asunta, los vasos comunicantes entre justicia y medios. En el de Alcàsser, el amarillismo de la prensa. En Fariña, la época en que se permitió que Galicia fuese la mayor puerta de entrada de la cocaína en Europa”. Y en ese debate sobre los límites entre ficción y realidad, tiene claro que el límite no es la justicia, sino anterior a esta: la ética. “Es muy evidente en algunas situaciones: no pagar a los condenados, por ejemplo, eso ya es un límite ético. Y en el caso de las víctimas, que son en sí mismas el primer límite. Hay que ser muy cuidadoso con ellas”.
E5. Licencia para inventar: la profesora de ética
Mientras los límites jurídicos son más o menos discutibles, pero pueden señalarse con el Código Penal en la mano, los límites éticos son más difusos. Pregunto sobre ello a Mónica Codina, profesora de Ética de la Comunicación en la Universidad de Navarra. ¿Cómo se ve el género –el true crime, y en general la ficción basada en hechos reales– desde el punto de vista deontológico?
“Las producciones audiovisuales basadas en hechos reales tienen un gran interés. Son un modo de acercarse a acontecimientos históricos, problemas sociales o personajes relevantes. Los públicos conocen muchos aspectos de la historia o de la realidad social a través de la recreación fílmica. Esto comporta una gran responsabilidad para los creadores que han de tratar de documentarse y ser fieles a los hechos. Pero para ser atractiva, la ficción necesita contar con licencias narrativas, que permiten imaginar contextos, conversaciones, acciones que hacen posible contar una historia. Desde la perspectiva ética son muchos los problemas que se plantean. La primera valoración nace del motivo por el que se quiere contar esa historia: denunciar un hecho, explicar un contexto social, no es igual que explotar la recreación de una situación morbosa”.
El meollo está por tanto en esas “licencias narrativas”, la decisión de los creadores de ir más allá de la constancia documental o los hechos probados judicialmente. A veces inventando nuevos personajes, o atribuyendo comportamientos a personas reales. “Conviene trabajar con un criterio de sobriedad, adhiriéndose a los hechos”, dice Codina. “Narrar como probados hechos de los que no hay constancia o atribuir acciones que no han cometido a personas vivas o muertas puede ser una forma de calumnia. La invención de personajes permite contar historias paralelas que no se atribuyen a personas reales evitando la calumnia, pero que pueden ayudar al creador tanto a aligerar la trama como a mostrar la gravedad de una situación sin atribuir esas acciones a quien no las ha cometido”.
E6. Si es ficción, es ficción: el jurista
Como suele pasar en las series policiales y criminales, aquí también la última palabra la tiene el juez. Ese papel se lo dejamos a Joaquín Urías, profesor de la Universidad de Sevilla, jurista experto en Derecho Constitucional. Conoce bien los conflictos entre la libertad de creación y los derechos al honor o la intimidad de las personas, sobre los que ha investigado y escrito en numerosas ocasiones.
Las ficciones “basadas en hechos reales” como las mencionadas, ¿están amparadas por la libertad de creación artística? “Según la doctrina de nuestro Constitucional, en la medida en que se entienda que son realmente una ficción y se presenten como algo inventado, están protegidas por la libertad de creación artística, sí. Pero cuando se presenten como hechos reales, entran dentro del ámbito de la libertad de información”.
Recuerda Urías dos ejemplos muy ilustrativos: el libro de Manuel Vicent, Jardín de Villa Valeria, cuya disputa judicial llegó hasta el Tribunal Constitucional, y El Lute: camina o revienta, la popular película de Vicente Aranda que fue denunciada por la ex mujer de Eleuterio Sánchez El Lute. “En el primer caso, Vicent escribe sobre episodios de su infancia, y cita a un hombre al que atribuye un comportamiento rijoso, de acosador. El señalado lo demanda, y él se defiende con que todo es ficción, y así lo entiende el tribunal. En el caso de El Lute, la denunciante dice que la presentan como una mujer ligera de cascos y que eso no es cierto, y el tribunal admite esa posibilidad basándose en que la película pretende ser una acción real”.
“En principio no debe haber colisión entre el derecho a la creación artística y el derecho al honor y a la intimidad. Si es ficción, es ficción, nunca puede vulnerar esos derechos. El problema es cuando no se presenta como una invención, y entonces ya no es creación artística, se parece más a la libertad de información, al documental, y entran en juego dos requisitos: que sea verdad, y que tenga relevancia pública. Si yo hago una serie sobre un personaje real e intento darle apariencia de verosimilitud, aunque diga que me he inventado los diálogos, pero las situaciones las presento como reales, entonces sí puedo estar atribuyéndole un delito, y tengo que demostrar que es verdadero, por el requisito de veracidad. Y si muestro una parte de su vida privada, cuando no tenga relevancia social vulnerará su intimidad”.
En cuanto a esas licencias creativas de las que hablábamos, sostiene Urías que “el creador se puede tomar todas las licencias que quiera, siempre y cuando no pretenda hacerlas pasar por ciertas. La línea que lo define todo es si es o no creación, invención, ficción. Si yo invento un personaje basado en alguien existente, y lo llamo por ejemplo Pedro Sánchez, o Angela Merkel, o la Reina de Inglaterra, y lo presento como investigador privado, y dejo claro que es todo una invención, entonces no hay vulneración de derechos. Otra cosa es que yo presente como real un hecho y diga ‘este señor o señora es así en la realidad’. Si es algo injurioso, puedo vulnerar su derecho al honor”.
Sobre los casos antes mencionados, cree Urías que “el de Rosa Peral es muy significativo. La serie se presenta ante la sociedad como un relato de hechos veraces, como una investigación sobre un crimen real. Si le atribuye delitos que no están demostrados judicialmente, vulnerará su derecho al honor. Y si se refiere a aspectos de su vida íntima, habría que ver si tienen relevancia pública. Por ejemplo, contar que ella mantenía relaciones con las personas implicadas, en la medida en que es importante y aporta algo necesario para entender un crimen, no vulneraría su intimidad. Pero si se habla de gustos sexuales o detalles escabrosos innecesarios, y se presentan como veraces, se podría vulnerar su derecho a la intimidad”.
“En el caso de Fariña, la serie intenta ser un trabajo documental que presenta como ciertos los hechos, una historia que ocurrió de verdad. La condena que ha conseguido Oubiña es por vulneración de la intimidad, por una escena íntima. Si la serie cuenta cómo es la vida sexual de Oubiña, independientemente de que sea verdad o no, estás relevando a la sociedad un aspecto de su vida que no se debe conocer, y en ese caso no tendría relevancia pública y te pueden condenar. Veracidad y relevancia pública, una vez más”.
“El problema no es inventar, sino inventar presentando como cierto algo que tal vez sea socialmente deshonroso para una persona, por los comportamientos que se le atribuyen. La solución no es fácil. Pasaría por presentarlo como una obra de ficción, no un hecho real; pero si lo haces así puedes perder público, ya que este se interesa porque estás narrando, dramatizando, unos hechos que presentas como ciertos. No existe tal conflicto entre derechos: si es documental tiene que ser veraz y relevante cada cosa que se cuente”.
Continuará…
La historia no acaba aquí, y previsiblemente habrá próximas temporadas. Además de conocer el desenlace de la sentencia sobre Fariña y la denuncia contra El cuerpo en llamas, previsiblemente no serán las últimas. El auge del género, el poco cuidado de algunos productores o plataformas en busca de series actuales e impactantes, los límites difusos entre ficción y realidad, seguramente traerán nuevas denuncias por parte de personas que no quieren ser personajes, o que no están de acuerdo con la forma en que son representadas.
Según la abogada Nuria González, “si los casos actuales se judicializan y no se resuelven con acuerdos extrajudiciales, generarán jurisprudencia para los venideros”. Para el productor Ramón Campos, las personas que aparecen en estas series “tienen todo el derecho a denunciar, pero la justicia tiene que poner ahí un límite: no puede ser que los creadores vivamos temerosos de una demanda”.