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La destrucción de la naturaleza que provoca la actividad humana multiplica nuevas enfermedades como la COVID-19

Destrucción de la Amazonía por incendios forestales en agosto de 2019.

Raúl Rejón

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La destrucción de hábitats por las actividades humanas, que está causando una extinción masiva de especies, está detrás del origen y la expansión de enfermedades infecciosas que afectan a personas. Algunas en forma de pandemia como la actual COVID-19.

El 75% de las nuevas enfermedades humanas surgidas en los últimos 40 años tienen su origen en animales, calcula la Organización Mundial de la Salud (OMS). El virus SARS-CoV-2 es uno de ellos. De hecho, dos tercios de todos los tipos de patógenos que infectan personas son zoonóticos, es decir, saltan de un animal a un ser humano. “Esta crisis sanitaria está muy relacionada con la destrucción de la naturaleza. La pérdida de naturaleza facilita la proliferación de los patógenos”, resume el director de Conservación de WWF, Luis Suárez.

La desaparición de ecosistemas a gran escala, la eliminación de cientos de miles de especies, la deforestación acelerada y el comercio globalizado de animales silvestres (muchos para consumo humano) han sido señalados como motores de la multiplicación de estas infecciones entre la población.

Pérdida sin precedentes

El investigador del Instituto Cary de Estudios Ecosistémicos, Richard Ostfelt, lo ha explicado así: “La pérdida sin precedentes de biodiversidad debido a causas antropogénicas tiene impactos profundos en la salud humana”. Una de las principales amenazas es “la exacerbación del riesgo e incidencia de enfermedades infecciosas”.

El término utilizado por Ostfelt de “sin precedentes” parece adecuado si se atiende al último informe del Panel Intergubernamental sobre Diversidad Biológica de la ONU (IPBES) que, en mayo del año pasado, advertía de que hasta un millón de especies afrontan el peligro de desaparecer. Una era de extinción masiva “consecuencia directa de la actividad humana” y que avanza a una velocidad no vista desde hace 10 millones de años, afirmaba el documento.

Este análisis, una labor conjunta de 500 científicos, calculaba que un 75% de la superficie terrestre se ha visto ya alterada por las actividades humanas. También el 66% de los océanos. Hasta un 85% de los humedales han desaparecido. Además, el ritmo de deforestación planetaria, aunque se ha ralentizado algo, fue de 26 millones de hectáreas en 2018, según el informe de la Declaración de Nueva York (cuyo objetivo es limitar a 10 millones de hectáreas la pérdida de bosques en el mundo para 2020). Toda esa alteración ha derivado en la devastación de la biodiversidad en forma de evaporación de variedades de plantas y animales.

La eliminación de hábitats favorece la zoonosis, es decir, el salto de agentes infecciosos de una especie animal a otra (incluida la especie humana). Algunas de las epidemias más graves de los últimos años han llegado así. La gripe A de 2009, el MERS de 2012 o el SARS de 2002.

Los investigadores en ecología de la enfermedad explican que, cuando se destruye un ecosistema se rompe una serie de equilibrios que actúan para contener los agentes infecciosos responsables de enfermedades. Se evapora lo que denominan “efecto dilución”.

Este efecto hace que, en un ecosistema donde existen muchas especies susceptibles de alojar un virus concreto, la prevalencia de que la infección se dé en una especie concreta baje al haber más variedades a las que el virus puede infectar. El patógeno también puede acabar en un animal no vulnerable que detiene su ciclo. Además, si existe una mayor diversidad de animales, las que no albergan un tipo de enfermedad compiten con las que sí pueden transmitirla. No prolifera libremente.

Y esta no es la única manera de disipar una enfermedad. Los depredadores de un hábitat sano controlan las poblaciones que albergan y transmiten el patógeno. Hay menos posibilidades de que circule. Todo esto diluye la enfermedad entre muchas especies, especies que no la transmiten e incluso están acotadas por depredadores que impiden la expansión de las variedades víricas. Estos fenómenos se han comprobado con el hantavirus transmitido por topillos rojos o la fiebre del Nilo.

Un aspecto clave en este sentido es que, las investigaciones han observado que las especies que actúan como depósitos de virus son “generalistas. Sobreviven cuando hay una pérdida de biodiversidad, tienen un ciclo vital acelerado (se multiplican rápido) y aguantan las perturbaciones”. Los animales más especializados, los que tienen un ciclo de vida más lento y los depredadores “desaparecen de áreas alteradas”. La destrucción de hábitat les ayuda a medrar y, con ellos, los patógenos que albergan.

Contrabando de animales

Aunque no se ha identificado con total seguridad el camino que el virus SARS-COV2 siguió desde su origen animal a su primer huésped humano, sí se ha localizado su epicentro más probable en un mercado de vida silvestre en Wuhan (China). El tráfico ilegal de especies salvajes está identificado como una de las principales causas de pérdida de biodiversidad. “Está arrasando la vida animal”, comentaba a eldiario.es el especialista español en traffiking, José María Galán. Animales dedicados en muchas ocasiones al consumo humano: para comer, para usar como amuletos o tomarlos como medicina. Un negocio que mueve al año entre 8.000 y 20.000 millones de euros de dinero negro en todo el mundo.

“El tráfico ilegal es un factor de alto riesgo porque al transportar los animales grandes distancias para llegar a los mercados se está facilitando la proliferación de estos patógenos”, analiza Luis Suárez. En estos mercados “se mezclan animales vivos y muertos, lo que facilita la expansión de un virus entre ellos y hacia el ser humano”. China ha prohibido, al menos temporalmente, este comercio de vida silvestre tras lidiar con su brote de coronavirus. La norma podría convertirse en ley definitiva, según cuentan los ecologistas.

El comercio de animales silvestres no es exclusivo de Asia o África. EEUU es el principal importador de vida animal silvestre el mundo. Solo con los mamíferos que importa (entre 2000 y 2004 fueron mil millones de ejemplares) corre el riesgo de trasladar decenas de patógenos zoonóticos. “Una infinidad de oportunidades para introducir patógenos clave”, explicaba un estudio de la OMS y el Wildlife Trust de Nueva York.

Entre las alteraciones ecológicas más severas se halla la deforestación de grandes áreas para cambiar el uso del suelo y convertirlos en zonas urbanizables o conseguir grandes extensiones de suelo libre para monocultivos y ganadería industrial a gran escala (como el fenómeno de incendios provocados que vivió la Amazonía de Brasil el pasado verano). La desaparición de bosques “son responsables de, al menos, la mitad de las enfermedades zoonóticas”, calculan en WWF.

La deforestación, que llegó a los 26 millones de hectáreas en 2018, facilita la captura de animales destinados al tráfico ilegal de consumo humano. Ya no tienen refugio. Pero, a la vez, facilita la entrada en contacto de comunidades humanas con especies que actúan como reservorio de un patógeno –como distintos tipos de murciélago o primates– como se ha constatado en algunos brotes de la llamada malaria de los macacos que saltó a los humanos en áreas deforestadas de Indonesia. Este país es uno de los que más ha padecido la extinción de bosques tropicales para dedicar espacio al cultivo de palma.

En medio de la pandemia de COVID-19, la asociación Ecologistas en Acción lanza esta reflexión: “Un ecosistema sano supone una barrera natural de control de patógenos y la destrucción nos expone a peligros inciertos”. La directora del programa de Medio Ambiente de la ONU, Inger Anderser, ha puesto estos días el acento en esta cuestión al asegurar que con la crisis del coronavirus “la naturaleza nos está enviando un mensaje”.

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