– Solo me tienes que decir si lo detectas.
– Lo noto porque sé que estoy oliendo algo.
– ¿Necesitas ayuda para identificarlo?
– Es un olor conocido. Creo que de limón.
Esta es una de las conversaciones habituales que mantienen paciente y enfermera durante el desarrollo de una olfatometría. Con esta prueba se mide cuánta pérdida de olfato puede llegar a tener una persona. Hay pacientes que cuando llegan a la consulta no perciben absolutamente nada, es decir, tienen anosmia; otros que perciben los olores distorsionados, esto es parosmia; y finalmente los que, a fuerza de entrenamientos, son capaces de recuperar el olfato o de reaprender a qué huelen las cosas.
Que el limón huele a limón parece algo muy evidente, pero a veces deja de serlo tras superar un proceso viral o después de sufrir un fuerte golpe en la cabeza. Las cosas pueden dejar de oler a lo que olían o directamente perder su esencia. Ya antes de la pandemia de COVID-19, la unidad de Patología del Olfato del servicio de Otorrinolaringología del Hospital Clínico San Carlos en Madrid atendía a decenas de pacientes cada semana. Sin embargo, con la aparición del nuevo coronavirus, la situación se ha desbordado, reconoce el responsable de la unidad, el doctor Pablo Sarrió, y tienen una larga lista de espera por lo que resulta imposible atender a todo el que lo solicita.
“La pandemia ha supuesto un aumento considerable de las consultas de los pacientes por problemas de olfato”, comenta Sarrió, que explica que la unidad lleva en funcionamiento desde el año 2017, pero que desde 2020 ha multiplicado por dos su horario de atención. Antes, muchos acudían al servicio con un cuadro temporal después de pasar un catarro, pero ahora “han empezado a venir muchísimos pacientes con pérdidas de olfato mantenidas en el tiempo”.
Es el caso de Javier, paciente y trabajador del Hospital Clínico San Carlos, que se contagió de COVID-19 en noviembre de 2020 y perdió el olfato. Al principio no le dio mucha importancia porque ya le había sucedido con catarros, pero después se dio cuenta de que la ausencia de olores era mucho más prolongada. “Sabía que existía esta unidad, me informé y vine a las tres semanas del primer positivo. Había perdido el olfato por el coronavirus”.
La pérdida del olfato y el gusto fue uno de los síntomas más característicos y desconcertantes de las primeras olas de coronavirus. Gente que apenas tenía otros síntomas perdió la capacidad de oler de forma fulminante. Aunque no fue una de las consecuencias más graves durante la pandemia, en aquel momento morían miles de personas a diario en todo el mundo con la infección. Dos años y medio después, sus efectos siguen presentes.
Solo por la COVID-19 han acudido a la unidad especializada del San Carlos unos 600 pacientes. En estos momentos, el 90% de las personas a las que tratan vienen a causa del nuevo coronavirus y solo un 10%, por otras causas, como pueden ser traumatismos o enfermedades degenerativas.
Tres millones de discapacitados sensoriales
Según los cálculos del director de la Unidad de Rinología y Clínica del Olfato del Hospital Clínic de Barcelona, Joaquim Mullol, la COVID-19 podría dejar hasta tres millones de discapacitados sensoriales por olfato, recoge la agencia EFE. La pérdida de olfato se ha detectado con mayor claridad en las primeras olas del virus. Con la variante ómicron, el olfato se recupera antes.
¿Cuándo hay que acudir a un especialista? Si un mes después de superar un catarro, el olfato no ha vuelto, habría que consultar a un especialista, explica Sarrió. Al llegar a la consulta, lo primero que se hace es una fibroscopia. “Metemos una cámara por dentro de la nariz para ver todos los recovecos, para ver si hay una desviación del tabique, una tumoración o algún tipo de hipertrofia”, enumera. Después se realiza una olfatometría. “Es una prueba con la que estudiamos cualitativa y cuantitativamente, y también medimos, cuánta pérdida de olfato tiene ese paciente”.
Cuando ya se tiene identificado el trastorno olfativo, comienza un entrenamiento con un kit de olores. La idea es activar una estimulación “que haga que las células del epitelio olfativo se regeneren a mayor velocidad”. “El entrenamiento olfativo es el único recurso que tenemos para tratar las alteraciones olfativas postvirales. Son ejercicios con unas sustancias que huelen y hay que hacerlos dos veces al día”.
Pero el entrenamiento es a largo plazo. Y llega hasta donde llega.
Nando, por ejemplo, que se contagió de COVID-19 en marzo de 2020, no ha llegado a recuperar todos los olores de antes. A los seis meses dejó de hacer los ejercicios y asumió que su olfato ahora se había modificado. Una de las peores consecuencias, señala, es que no capta el olor a sudor.
Sabores distorsionados
A Amaya los tomates ya no le saben a tomate. Y a Nando ya no le gusta mucho el chocolate. A los dos les pasó exactamente lo mismo en el año 2020. En los primeros meses de la pandemia se infectaron de coronavirus y se pasaron meses sin oler casi nada. De pronto el sentido del olfato desapareció. Y muy al principio, cuando apenas si se conocía el nombre del nuevo virus, Nando ni siquiera llegó a asociar que lo que le pasaba era que había tenido coronavirus, puesto que no tuvo ningún síntoma más.
“Me quedé sin olfato, pero no sabía que era COVID-19 porque solo tuve ese síntoma y en esos momentos no se sabía nada. En verano me hice un test serológico que dio positivo. Cuando fui al otorrino me mandó unas vitaminas que no sirvieron para nada y más adelante, en uno privado, ya realicé el tratamiento de olfatoterapia”.
Lo que más echa de menos Nando es saber a qué huele su casa. “Yo tenía una obsesión, me había mudado y no sabía cómo olía mi casa nueva”, recuerda. Todavía hoy no percibe con claridad el olor de su vivienda nueva. “Se me ha ido pasando, pero aquello me afectaba mucho. También, volver a casa de mis padres en Navidad y que no oliera igual, no porque hubieran cambiado los productos de limpieza”.
La pérdida de un sentido, en este caso del olfato, puede acarrear consecuencias psicológicas, además del propio malestar. “Mucha gente me decía, ‘chica, así no hueles los malos olores’. Pero es horrible porque es una falta de conexión con el mundo, con la memoria, con tus recuerdos”, explica Amaya. “No te huele tu familia, tu pareja o tus hijos. Todo el mundo tiene un olor que reconocemos cuando te acercas. Y es duro dar eso por perdido”.