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El diablo sobre ruedas

Protestas de taxis en Albacete

Ángela Cañal

Semana de incendios. Uno provocado, intencionado, con muy mala idea: el de Pablo Casado intentando encender artificialmente en la sociedad española la mecha de una xenofobia que las encuestas de opinión (crucemos los dedos) todavía no recogen. Debe haber pensado el nuevo líder del PP que todo es cuestión de empeño: una pieza de leña aquí, un derrame de gasolina allá, un poco de pasto seco y cuando menos lo esperemos bastará una pequeña cerilla para que todo salga ardiendo.

El otro incendio, el del taxi, cocinado al calor blando del asfalto. Una guerra que para unos es la del hombre contra la máquina de internet; para otros, del pasado frente a futuro; ¡monopolio frente a la libre competencia!, gritan desde una trinchera; ¡regulación frente la ley de la selva!, braman desde la otra. Pasearse por las redes sociales es asistir a un duelo encendido entre defensores a ultranza de una y otra opción, obligando de alguna manera al resto a escoger. O estás con el taxi 100% o estás con Uber y Cabify al 100%. Como si no hubiera una tercera vía, la del equilibrio y la regulación sensata. O como si no hubiera luces y sombras, muchas sombras, a los dos lados del frente.

Porque es verdad que (si no queremos llamarlo monopolio) la falta de una sana competencia en el modelo tradicional del taxi ha generado durante décadas una burbuja de comodidad que explica en gran parte de los reproches que muchos usuarios hacemos al sector. Y también el entusiasmo con el que muchos han recibido la irrupción de las nuevas plataformas. Es cierto, muchos taxistas se han incorporado a los nuevos usos digitales, han implantado el pago con tarjeta y ofrecen un buen servicio. Pero todavía demasiados se siguen resistiendo a la idea de que quien viaja en el asiento de atrás no es un bulto al que transportan de un lado al otro de la ciudad. Es un cliente cada vez más exigente, no sólo en el precio, sino en el trato y el servicio.

Un poquito de autocrítica

Por eso las reivindicaciones que estos días hace el sector, por legítimas que puedan ser, ganarían fuerza con una pizca, o no tan pizca, de autocrítica. Y rebajando las dosis de matonismo e intimidación a los que hemos asistido estos días, y también en capítulos anteriores. En Sevilla saben a qué me refiero, por eso me inquieta la iniciativa de traspasar la gestión de las VTC a los ayuntamientos, mucho más vulnerables al pressing del sector. Un apunte al margen: si el taxi es un servicio público tan esencial, como nos están recordando estos días los huelguistas, ¿no debería haber servicios mínimos regulados, y no viajes gratuitos que dependen de la voluntad de cada taxista? Esa rara mezcla entre lo público y lo privatizado (vía concesión y mercado negro) también sería una cuestión a revisar, ya que estamos.

Ahora bien, ¿la solución a todas estas carencias evidentes es romper el grifo de la regulación y que arramblen los coches de Uber y Cabify por nuestras avenidas? Pues tampoco. Claro que nos encanta que nos abran la puerta, nos dejen elegir la emisora (de verdad, taxistas, que no cuesta tanto) y nos ofrezcan una botellita de agua (yo me la llevo aunque no me la beba). Pero tampoco es descabellado, como argumenta el sector del taxi, que estemos ante un ejemplo más de dumping en el que, una vez eliminado el rival a base de tirar los precios, pasemos a otra forma de monopolio del más fuerte. Sin ignorar tampoco las crecientes bolsas de precariedad, inseguridad y explotación que están generando estos nuevos modelos de negocio. Pensadlo la próxima vez que mandéis a un ciclista a traeros una hamburguesa.

La verdad es que esto de la mal llamada “economía colaborativa” se ha colado por las rendijas de unas administraciones y una legislación todavía demasiado analógicas. No lo hemos visto venir. Y hoy tenemos la insólita realidad de que dos de los gigantes del alojamiento turístico, como Booking y Airbnb, no son propietarias de una sola habitación de hotel o de un sólo apartamento. Igual que Uber y Cabify están dominando el sector del transporte sin necesidad de comprar un sólo coche. Y Amazon no fabrica ni uno de los productos que vende a todo el mundo. ¿Economía líquida? Vale, siempre que no nos vayamos con ella por el desagüe. Un último apunte al cierre: el Gobierno tiene un serio problema con esto, y a Pedro Sánchez ya le están creciendo los enanos.

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