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La función profética de Julio Anguita

Julio Anguita. / JUANMI BAQUERO

Antonio Maíllo

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Después de la conmoción ante su fallecimiento, me atrevo a escribir algunas reflexiones sobre Julio Anguita tras comprobar el impacto extraordinario que ha tenido la noticia. ¿Por qué una ola de emociones tan desbordada sacude hoy a tanta gente, llena de afecto hacia Julio? ¿Cuál fue su valor para sectores tan amplios de la población? La respuesta está en el valor profético de su acción política, pero no en el sentido con el que intentaban caricaturizarlo quienes se sentían incapaces de combatirlo dialécticamente. Los hubo que se lanzaron a una operación por mar, tierra y aire contra él; y creían que venciendo a su persona combatían sus ideas.

Julio gustaba de abordar el sentido profético en política con un valor prometeico: de adelantarse a lo que sucedería, de ver de antemano las consecuencias de las decisiones políticas y afrontar, sin importar el coste, la acción política correspondiente, pesara a quien pesara. Si uno acude a los debates sobre el Tratado de Maastricht o se para a escuchar los mítines que dio en los últimos años observa que sus diagnósticos no eran los cómodos del momento, pero sí los acertados con el tiempo. Nunca le agradeceré lo suficiente que rompiera su silencio tras 15 años para contribuir a la campaña electoral de las elecciones andaluzas de 2015.

Si en 1992 la ofensiva llegó a quebrar a IU en un momento de crecimiento y amenaza al consenso del bipartidismo, en 2015 advertía en su discurso de vuelta en un mitin en Málaga sobre la necesidad de organizar el poder popular para defender un gobierno del pueblo frente al ataque de los poderosos. En 1992 hablaba para 2008 y sobre los estragos de la Gran Crisis. En 2015 hablaba para mayo de 2020.

Hombre de una excepcional visión estratégica, hay toda una generación para quien Julio ha sido referente desde los inicios de nuestro compromiso político. Primero lo fue en su labor municipal y luego con la construcción de Convocatoria por Andalucía. El germen de Izquierda Unida tuvo en el Partido Comunista de Andalucía el impulso organizado para su empuje; en Felipe Alcaraz, la generosidad del momento, y en Julio Anguita, la adhesión subjetiva de un dirigente político ya entonces de enorme credibilidad.

Era diferente. Distante y displicente con las cuitas internas de partido, hijo de una cultura comunista impregnada del sustrato anarquista andaluz, Julio Anguita fue una llegada de aire fresco a la sacudida del espacio a la izquierda del PSOE tras la debacle del PCE de 1982.

En los años 80 del siglo pasado, Julio Anguita era sobre todo el alcalde comunista de la ciudad de Córdoba. Un referente que despuntaba por su discurso sosegado, nada condescendiente con el auditorio y que invitaba a reflexionar. Fue con Santiago Carrillo y Ernesto Caballero en Lucena, en mayo de 1982, la primera vez que lo escuché: un orador que mostraba datos y citaba textos continuamente para ratificar las tesis que defendía. A un joven estudiante de enseñanza media como yo le causó un hondo impacto.

Su salto a la política española fue producto de una curiosa carambola. Sus más leales compañeros no querían que se fuera de Andalucía, donde era una parte fundamental en la construcción de un espacio político exitoso. Fueron quienes menos coincidían con sus tesis quienes más lo empujaron a aceptar la Secretaría General del PCE.

Solía contar Julio que en el PCE convivían dos culturas que gustaba de llamar el PCE del interior, un partido conectado a la realidad y tejido social; y el PCE del exterior, agarrado a las tesis inamovibles de una alianza estratégica con el PSOE. De esa doble vía surgían cada cierto tiempo las contradicciones políticas internas.

Llamó la atención a todo aquel que con él trataba la diferencia de su personalidad -poliédrica, llena de matices y con momentos de ternura que él seleccionaba - con la que se proyectaba públicamente desde determinados medios y que construían un personaje envarado, dogmático o irracional. La realidad era que siempre te encontrabas a un Julio racional, didáctico, apasionado y contenido, de una forma de ser andaluz muy cordobesa, muy senequista.

Le sacaban de quicio la impostura intelectual o política, el oportunismo o el regate corto porque él era de una profunda coherencia intelectual y política y un convencido de que la razón era el mejor instrumento para construir una sociedad infinitamente mejor que la que se desmoronaba a nuestros ojos.

¿Por qué, pues, una ola de solidaridad tan amplia emerge en un ejercicio de fraternidad tan emocionante como el que lo acompaña con su marcha? Porque su honestidad vital es un valor en quien todo el mundo quiere reconocerse. Porque una sociedad tan huérfana de dirigentes que no defrauden abraza con entusiasmo a aquel que, firme en sus convicciones y las comparta o no, las defiende con una fortaleza que admira porque quiere ser como él. Por eso Julio es respetado, es escuchado y es profundamente querido. Desde las familias de los barrios populares que lo veían juntos en televisión, porque lo sentían su referente, a escépticos que veían brillar cierta pátina de ilusión propia en la fundamentación del discurso de aquél.

Para quienes como yo se politizaron con Julio como figura, hay un profundo sentimiento de orfandad ante quien ha ocupado hasta ahora el papel de vigía en medio de la desorientación, el de leño al que agarrarse tras sucesivos naufragios. En un momento en que la Historia de nuestro país, con tantos antecedentes desasosegantes, se encuentra con una oportunidad formidable para quebrar el fatum, el destino que siempre la ha llevado a salidas reaccionarias en tiempos de crisis, posiblemente a Julio le agrade sentir esa fraternidad. Una fraternidad, siempre entendida como la extensión de la libertad y la igualdad a toda la población –el valor eclipsado de la tríada revolucionaria francesa-, que emerja como la principal característica en esta crisis y a cuya contribución él ha sido imprescindible.

Su postrera apelación a las militancias de Unidas Podemos a organizarse, porque sin organización no hay gobierno, debería ser recogida por quienes se sienten discípulos de sus enseñanzas y hoy muestran sincero reconocimiento a su maestro. Un traspaso a la altura de su legado.

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