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A vueltas con el poder
El ya ex presidente de los EEUU, Joe Biden, advertía hace pocos días “de la peligrosa concentración de poder en manos de muy pocas personas ultra ricas, y de las peligrosas consecuencias si su abuso de poder queda sin control”. Esa “oligarquía con riqueza extrema, poder e influencia que literalmente amenaza toda nuestra democracia, nuestros derechos y libertades básicas y una oportunidad justa para todos de salir adelante” - en palabras del mismo Biden - hace referencia a un fenómeno que debería preocupar a quienes de verdad defendemos el sistema democrático, basado en la vigencia efectiva de la soberanía popular, en el respeto a los derechos fundamentales y las libertades públicas de cualquier persona, y en el principio de igualdad entre toda la ciudadanía.
La gran pregunta que debemos hacernos es si la aparición de una enorme concentración de poder en pocas manos, que además son poseedoras de una gran parte de la riqueza mundial, junto a la utilización de los medios para condicionar y manipular la información y la creación de opinión por esas mismas manos, no ponen en cuestión las bases mismas de la democracia tal como la conocemos hasta ahora. No es ninguna novedad esa concentración de poder, ni lo es la intención de algunos de manipular la opinión pública en su provecho. ¿Dónde radica, pues, la diferencia con otros momentos de nuestra Historia? ¿Qué hace que ahora debamos estar atentos al peligro real que esta situación representa para la supervivencia de la democracia misma?
De forma muy evidente parece, una diferencia está en el hecho de que por primera vez los rostros de esos poderes sean conocidos por el gran público, y de que por primera vez, además, pasen a ocupar puestos directos en el poder institucional: Elon Musk es el ejemplo más socorrido, sin duda, pero no es ni será el único. Esta diferencia, sin embargo, no lo es de forma sustancial, sino que esconde una más jugosa: estos altos directivos de empresas tecnológicas son, además, referentes y modelos de un modo de vida y de valores que muchos jóvenes de todo el mundo intentarán imitar, basado en el éxito rápido en los negocios de la economía virtual, en el individualismo feroz y en la exaltación de la identidad como catalizador de la comprensión del mundo. Sólo importo yo, caiga quien caiga.
Una segunda diferencia señala de forma más acusada el peligro real que este fenómeno entraña para el sistema democrático: quienes encarnan esos poderes financieros propugnan, patrocinan y difunden una ideología ultra liberal en lo económico y plenamente liberal en lo político. Negacionismo, antifeminismo, racismo, xenofobia y sectarismo constituyen un cóctel aderezado con buena dosis de exaltación del mercado como única fórmula de contemplar el futuro de nuestras sociedades, lo que conducirá inexorablemente a la imposición de esos valores contrarios a los derechos humanos, así como a un incremento imparable de la desigualdad social y territorial.
Todavía estamos a tiempo: las amenazas a nuestras democracias requieren acciones decididas que preserven su propia existencia. Hemos de evitar deslizarnos hacia su deterioro progresivo por la desinformación, cuando no la manipulación, que mantendría las formas de una democracia – elecciones periódicas, división formal de poderes, entre otras – pero que en el fondo la privaría de su naturaleza
Pero es otra diferencia la que encierra la amenaza más grave para nuestro modelo democrático: la utilización por esos poderes de sus potentes medios – especialmente las redes sociales – para generar un clima generalizado de desconfianza ciudadana a través del uso masivo de la desinformación, los bulos y la mentira. Esa desconfianza es clave para que amplias capas de la población dejen de usar el más poderoso instrumento de que disponen para mejorar sus condiciones de vida, su derecho al voto, descartando el poder de cambio social transformador, y asumiendo la indiferencia cuando no la indignación ante un orden económico, social y político que sienten que no les representa.
La cuestión, pues, radica en qué podemos hacer ante esta situación y la amenaza para nuestras libertades y derechos, y para el sistema democrático como tal, que comporta. Sin duda, lo primero debe ser una estrategia a medio y largo plazo centrada en la educación en los valores democráticos y constitucionales, mediante su inclusión en el currículo escolar tanto de forma específica como transversal, además de su fomento en los medios de comunicación de titularidad pública y la incentivación en los de titularidad privada. Junto a ello, en el corto plazo, habrá que regular las medidas para que las redes sociales cumplan los mismos requisitos que los medios convencionales, por lo que los poderes públicos establecerán la obligatoriedad de la identificación fehaciente de todos los usuarios de las mismas, así como una legislación que garantice el contraste de la veracidad de sus contenidos, penalizando su incumplimiento hasta la prohibición si fuera preciso, especialmente cuando se trate de contenidos que representen una injerencia en la actividad política de un estado. Se trata, en suma, de que los usuarios de las redes tengan las mismas obligaciones y responsabilidades que los escritores, periodistas, cineastas o publicistas en cuanto al uso de su libertad de expresión.
Todavía estamos a tiempo: las amenazas a nuestras democracias requieren acciones decididas que preserven su propia existencia. Hemos de evitar deslizarnos hacia su deterioro progresivo por la desinformación, cuando no la manipulación, que mantendría las formas de una democracia – elecciones periódicas, división formal de poderes, entre otras – pero que en el fondo la privaría de su naturaleza. Esa naturaleza se sustenta en el pleno ejercicio del derecho ciudadano a la información veraz que hace posible el ejercicio real del derecho al voto en condiciones de libertad e igualdad. Como siempre, las amenazas a la democracia se combaten con más democracia; el poder de esta especie de feudalismo falsamente libertario, con más poder de ordenación y regulación democrática de quien es el único titular de la soberanía: la gente, el pueblo, la ciudadanía.
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