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Escrito en los olivos: arqueología de un poblado fortificado

Instituto de Arqueología de Mérida (IAM) —
18 de enero de 2024 21:24 h

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Desde el suelo, el mosaico de parcelas agrícolas que rodea la localidad cacereña de Talaván no ofrece una imagen especialmente llamativa. Campos plantados de olivares, algunos ya centenarios, se extienden por encima del pueblo, coronando un gran cerro amesetado que forma parte de la Sierra de las Quebradas. Sin embargo, cuando miramos este paisaje a vista de pájaro, es posible distinguir en este parcelario una geometría peculiar: los linderos dibujan una gran forma ovalada de unos 300 metros de longitud por 130 metros de anchura, abarcando unas tres hectáreas de superficie.

La forma de este contorno responde a que en este lugar, hace más de 2000 años, existió un asentamiento humano hoy oculto bajo la tierra. Apenas se hace visible la traza de las fortificaciones “fosilizada” por las cercas de piedra modernas, que discurren sobre la muralla que protegía el poblado de posibles ataques. Frente a ella discurre un imponente dispositivo de dos fosos dispuestos en paralelo, que completaba el sistema defensivo. Casi todas estas obras permanecen ahora ocultas entre una espesa vegetación, y a pié de terreno es muy complicado hacerse una idea de su forma y dimensiones. A veces sólo indicios muy sutiles revelan esa presencia, como por ejemplo el crecimiento diferente de los olivos: los que están en el interior de los fosos, con un suelo más húmedo y rico en nutrientes, se desarrollan más, mientras que los que se plantaron sobre muros y terraplenes han crecido mucho menos.

Aunque los vecinos de Talaván que han labrado estas tierras durante siglos no tenían drones, la existencia de este gran asentamiento no les era en absoluto ajena. Una y otra vez la reja del arado o la azada sacaron a la luz trozos de las vasijas, algunas monedas y otros objetos abandonados allí por los antiguos moradores del lugar. Eruditos y estudiosos llamaron la atención en ocasiones sobre estos hallazgos, que apuntaban hacia la existencia de un poblado que habría estado habitado en la etapa final de la Segunda Edad del Hierro (siglos IV-I a.C). Este legado era muy incompleto y fragmentario, y requería un análisis más sistemático.

En el verano de 2020 pudimos visitar por primera vez el lugar para planificar nuevos trabajos arqueológicos. El interés por realizar estas investigaciones responde a un proyecto conjunto que desarrollamos desde el Instituto de Arqueología-Mérida, en colaboración con el CiCYTEX y la Universidad de Extremadura. Financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, su objetivo es estudiar los grandes poblados fortificados de la Edad del Hierro en la zona del valle del Tajo. Somos un grupo diverso (pero bien avenido) de especialistas en múltiples disciplinas (arqueología, física, teledetección, geología…) que unimos nuestras fuerzas para desvelar el pasado.

Arqueología no invasiva

Nuestros expertizajes respectivos confluyen en una forma de trabajar que denominamos la “arqueología no invasiva”. Consiste en descubrir lo que hay oculto bajo el suelo sin depender exclusivamente de las excavaciones. Al igual que un médico para diagnosticar sin recurrir al bisturí hace una radiografía, un TAC o una resonancia, nosotros tratamos al yacimiento como si fuera nuestro “paciente”, analizando las imágenes creadas por sensores que permiten penetrar a través del suelo. Así por ejemplo, el barrido con láser montado en vehículos aéreos (LiDAR), nos permitió obtener un modelo tridimensional de gran detalle del terreno. Estos equipos producen una nube de millones de puntos correspondientes al rebote de los pulsos emitidos sobre todo lo que hay en la superficie, y podemos eliminar por ejemplo los que corresponden a toda la vegetación. Al dejar así al descubierto el terreno desnudo, obtuvimos una imagen asombrosamente clara de los fosos, terraplenes y murallas que antes mencionamos, pudiendo así crear por primera vez un mapa riguroso y detallado de estas estructuras.

Pero, ¿y bajo el suelo?: equipados con varios aparatos geofísicos, “auscultamos” grandes zonas dentro del recinto. Utilizamos un georradar, que como el que se emplea para detectar barcos o aviones, emite una señal, esta vez contra el suelo, y registra cómo esta energía es reflejada por los objetos que hay enterrados. Se emplea también un magnetómetro, que registra los pequeños cambios en la intensidad del campo magnético provocados por la composición de los materiales arqueológicos. Finalmente con la tomografía eléctrica registramos cambios en la manera en que una corriente eléctrica atraviesa el suelo, que también responden a la presencia de diversos vestigios. Rastreando la forma, tamaño y posición de esas variaciones, intentamos reconocer trazas artificiales, propias de actividades humanas. Y hemos tenido éxito, ya que aquí se detectan un gran número de trazos lineales que se cortan en ángulo recto, formando una trama que se extiende por buena parte del interior del recinto. Además la señal magnética registra unas grandes manchas de forma rectangular con valores extremadamente altos, que suelen darse en zonas en las que se han alcanzado temperaturas muy altas (hornos, hogares, fuegos…). El hallazgo de algunos fragmentos de escorias de hierro sugiere que esas zonas se podrían corresponder con talleres metalúrgicos.

¿Qué significan todos estos datos? Estamos bastante seguros de que todas estas variaciones corresponden a un gran conjunto de edificaciones que no están a más de 20 o 30 cm de profundidad. Parecen alinearse de manera muy regular, y están separadas por una serie de franjas más anchas que definen una trama de calles, todas con la misma orientación. Esto nos indica que bajo los olivares del cerro de la Breña, se esconden los restos de un asentamiento que estuvo densamente habitado, con un urbanismo regular, y protegidos por un sistema defensivo también extenso y complejo. Los escasos objetos que han aflorado en la superficie sugieren que esa ocupación puede fecharse en torno a final del siglo II o el inicio del siglo I a.C. Pero, ¿quién vivía en este poblado? Sabemos que en ese período existían en la zona numerosos asentamientos. También estaban protegidos por murallas, pero en general eran más pequeños, y ninguno tenía un sistema de fosos tan extenso y complejo como el de Talaván. Por contra, sabemos que estructuras de este tipo son más características de los asentamientos que fueron creados o adaptados por los romanos. La localización de nuestro caso sobre la ruta histórica de la “Vía de la Plata”, en un punto clave para cruzar el río Tajo, sugiere que posiblemente el sitio fue fundado o potenciado como parte de una estrategia para controlar estos territorios.

Pero el poblado del Cerro de la Breña no fue sólo importante en aquel tiempo pasado de la conquista romana. Puede serlo ahora de nuevo como reclamo para fomentar el turismo, en un medio rural fuertemente afectado por la despoblación y la falta de oportunidades. Será un reto compaginar su puesta en valor con la protección y las expectativas de los vecinos y vecinas de Talaván, pero si se persevera y se apuesta por ello, se habrá ganado un valioso recurso, no sólo para el disfrute de forasteros, sino también para reforzar la identidad y la autoestima de esta comunidad. Las autoridades locales así parecen haberlo entendido desde el primer momento. Estamos enormemente agradecidos por toda la colaboración brindada por ellos y por la asociación para la investigación,defensa y promoción del patrimonio de Talaván. ¡Continuará!

Victorino Mayoral Herrera, en nombre del equipo del proyecto UrbMinarq.

Desde el suelo, el mosaico de parcelas agrícolas que rodea la localidad cacereña de Talaván no ofrece una imagen especialmente llamativa. Campos plantados de olivares, algunos ya centenarios, se extienden por encima del pueblo, coronando un gran cerro amesetado que forma parte de la Sierra de las Quebradas. Sin embargo, cuando miramos este paisaje a vista de pájaro, es posible distinguir en este parcelario una geometría peculiar: los linderos dibujan una gran forma ovalada de unos 300 metros de longitud por 130 metros de anchura, abarcando unas tres hectáreas de superficie.

La forma de este contorno responde a que en este lugar, hace más de 2000 años, existió un asentamiento humano hoy oculto bajo la tierra. Apenas se hace visible la traza de las fortificaciones “fosilizada” por las cercas de piedra modernas, que discurren sobre la muralla que protegía el poblado de posibles ataques. Frente a ella discurre un imponente dispositivo de dos fosos dispuestos en paralelo, que completaba el sistema defensivo. Casi todas estas obras permanecen ahora ocultas entre una espesa vegetación, y a pié de terreno es muy complicado hacerse una idea de su forma y dimensiones. A veces sólo indicios muy sutiles revelan esa presencia, como por ejemplo el crecimiento diferente de los olivos: los que están en el interior de los fosos, con un suelo más húmedo y rico en nutrientes, se desarrollan más, mientras que los que se plantaron sobre muros y terraplenes han crecido mucho menos.