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En el mismo momento en que me dispongo a escribir estas líneas, se está leyendo en Aviñón la sentencia por el caso Gisèle Pelicot, que condena a su exmarido Dominique Pelicot a 20 años de prisión por “violación agravada a su exmujer”, mientras que al resto de agresores que abusaron sexualmente de ella les han impuesto penas mucho más bajas que las solicitadas por la Fiscalía.
En un mundo cada vez más beligerante con el feminismo y las condiciones de vida que éste persigue para las mujeres, Gisèle Pelicot emerge como un símbolo de la fragilidad de las democracias contemporáneas para proteger a sus ciudadanas. Su historia, marcada por la violencia machista y sexual, pone de manifiesto cómo las costuras del sistema democrático, esos puntos de unión que sostienen el tejido político y social, están profundamente desgastadas cuando se trata de garantizar la seguridad y la dignidad de las mujeres.
Gisèle Pelicot es víctima de una de las formas más atroces de violencia de género: las agresiones sexuales sistémicas. Abusada por decenas de hombres con el consentimiento de su entonces marido, su historia es un recordatorio devastador de que las democracias, a pesar de sus ideales de igualdad y justicia, siguen siendo incapaces de proteger a las mujeres de la violencia que mantiene vivo al patriarcado que las sostiene.
La democracia la concebimos como un tejido construido con hilos de igualdad y justicia, pero la violencia machista actúa como un agente corrosivo que desgarra estas costuras. Cuando una democracia no puede garantizar la seguridad de más de la mitad de su población, ¿podemos realmente llamarla democracia?
La violencia contra las mujeres no sólo afecta a las víctimas directas, sino que también envía un mensaje devastador a la sociedad: que el sistema permite, o incluso tolera, estas agresiones. Esto genera desconfianza en las instituciones y perpetúa un ciclo de miedo y desigualdad. Las democracias que no enfrentan este problema de manera decidida están condenadas a ver sus principios erosionados desde dentro.
Fortalecer los sistemas judiciales, impulsar una educación integral en igualdad desde las edades más tempranas, asegurar recursos especializados para todas las víctimas e involucrar a los hombres en la solución siguen siendo retos pendientes, al menos en su globalidad, en países como España que, este 2024, conmemora el vigésimo aniversario de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género.
El caso de Gisèle Pelicot también destaca la naturaleza global del problema. En todas las democracias, desde las más consolidadas hasta las más jóvenes, las mujeres enfrentan altos niveles de violencia, lo que evidencia la imposibilidad del mejor sistema político jamás conocido en la historia de erradicar la mayor desigualdad histórica de todas, la violencia estructural que sufren las mujeres. Así mismo, pone de manifiesto la permeabilidad del patricardo, que ha sabido asentarse a lo largo de los tiempos en diferentes modelos económicos, sociales, culturales o políticos. Esto subraya la necesidad de que los derechos de las mujeres sean tratados como una prioridad universal y no como un asunto secundario.
Además, las instituciones supranacionales, como la ONU o la Unión Europea, deben desempeñar un papel más activo en presionar a los estados para que implementen políticas efectivas contra la violencia machista.
La historia de Gisèle Pelicot es un llamamiento urgente a la acción. En un momento histórico donde las costuras de las democracias están sometidas a máxima tensión, su experiencia nos recuerda que no hay justicia, igualdad ni verdadera democracia mientras las mujeres sigan viviendo con miedo.
Reparar estas costuras requiere valentía política, pero también un cambio cultural profundo. Es tiempo de escuchar, actuar y garantizar que el tejido de nuestras sociedades incluya a todas las personas, sin excepciones.
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