La tarea colosal de reconstruir la naturaleza (y tres historias de éxito en España)
Está más que demostrado que la destrucción de la naturaleza acaba impactando en los propios humanos y que no vale con evitar cargarse lo que queda, sino que el objetivo debe ser restaurar lo que había antes. Tras meses de deliberaciones, a mediados de junio la Unión Europea aprobó la Ley de Restauración de la Naturaleza, la primera norma de este tipo que aspira a restaurar los ecosistemas dañados.
La nueva ley europea obliga a España a recuperar de la degradación el 75% de sus hábitats más valiosos. Esto supone una tarea colosal, que tendría que llegar a todas partes –ríos y playas, bosques y mares– y que es esencial para detener la crisis de extinción de especies, pero también para frenar la crisis climática. Ríos y humedales que absorban más agua, bosques más resistentes al fuego o ciudades donde la naturaleza ofrezca cobijo ante el calor extremo.
Nos fijamos en tres estrategias que serán clave para recuperar ecosistemas:
¿Cortar un pinar después de un incendio? Sí
Cuando se apagan las llamas de un incendio, lo habitual es querer plantar árboles, no cortarlos. Pero eso es precisamente lo que decidieron hacer en la Sierra de Gata, en Extremadura, después de un gigantesco incendio que devoró 8.000 hectáreas en 2015. No era la primera vez que ardían aquellos montes del norte de Cáceres, muy cerca de la frontera con Portugal. Otros monstruos de fuego habían encontrado allí el mejor combustible posible: un océano verde de monocultivos de pinos, fruto de las repoblaciones de mediados del siglo pasado. “Son plantaciones poco naturales y muy degradadas, que se han quemado muchas veces y que alimentan el siguiente incendio”, cuenta Fernando Pulido, investigador de la Universidad de Extremadura.
Cansado de que la historia se repitiese, este biólogo se puso al frente de una iniciativa que, seis años después, le está cambiando la cara a estas comarcas. La idea era sencilla: cortar el pinar en zonas estratégicas para meter rebaños de ovejas y cabras, o plantar cultivos como castaños y cerezos. “Es una porción del territorio que mitiga o que limita la expansión de un posible incendio, como un cortafuegos cualquiera, pero que se mantiene gracias al trabajo de un agricultor, un ganadero o un resinero”, apunta el investigador, que los llama “cortafuegos productivos”.
El nombre del proyecto, Mosaico Extremadura, sintetiza esta idea: el paisaje pasa de ser un manto verde a convertirse en un mosaico, donde conviven distintos tipos de bosque, cultivos, huertos o pastos. Es una estrategia ante los grandes incendios forestales en la que insisten cada vez más voces del mundo científico. “Hay que introducir más complejidad en los bosques, no grandes extensiones de una sola especie, como se hacía antes. Generar más mosaicos, y combinar zonas más abiertas con otras arboladas”, explica el profesor de ecología de la Universidad de Barcelona e investigador del CREAF, Santiago Sabaté.
Ese paisaje más diverso no sólo es más resistente al paso del fuego, también crea vida en los pueblos. “Estamos en un escenario climático en el que los incendios ya no se pueden apagar con bomberos y helicópteros, necesitamos que el paisaje se adapte a esa nueva realidad. En lugar de combatir llamas, hay que combatir el abandono rural”, asegura Pulido.
En el caso de Extremadura, lo que marca la diferencia es que toda esa actividad nueva no se ha concebido desde fuera, sino que ha tenido como protagonista a la población local. En estos años, el proyecto ya ha recogido más de 200 iniciativas, ideadas por gente de los pueblos y también por nuevos pobladores. “Una respuesta masiva”, dice Pulido.
Refugios para la fauna en un olivar
El 70% de la superficie libre de hielo del planeta ya ha sido transformada por los seres humanos, sobre todo para abrir pastos para el ganado y plantar cultivos. Con un millón de especies en peligro de extinción, la ciencia ha señalado la producción de alimentos como la primera causa de pérdida de biodiversidad. Además de la destrucción de los ecosistemas naturales, cada vez queda menos espacio para la naturaleza en los campos donde encuentran cobijo los polinizadores o los depredadores que controlan las plagas del campo.
“La biodiversidad silvestre es necesaria también para la producción agrícola”, explica el catedrático de Ecología en la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid), José María Rey Benayas. Este ecólogo se define con orgullo como olivarero: tiene 10 hectáreas en Toledo que cuida con esmero, “como hobby”, pero que le han servido para demostrar que otra agricultura es posible. En 2008, la fundación que preside, FIRE (Fundación Internacional de Restauración de Ecosistemas), puso en marcha un proyecto para convencer a los agricultores de que instalaran en sus cultivos refugios para la fauna, como setos de plantas autóctonas bordeando los campos. Como nadie les hacía ni caso, Benayas empezó por sus olivares.
“Aquello se veía como una rareza”, recuerda, “la mentalidad del agricultor castellano tradicional es que el campo tiene que estar limpio. A eso lo llaman que no haya hierbas, nada fuera de control”. Década y media después, Benayas dice que cada vez son más los que acuden a FIRE intrigados por la idea, que incluso ha creado una herramienta online para que cualquier agricultor pueda diseñar su propio muro de plantas autóctonas. Y sus olivares, dice, han vuelto a la vida. “En cuanto te das un paseo con detenimiento, se ven plantas, hongos, insectos o aves que no ves en un olivar convencional”.
Hay datos que lo avalan: en solo tres años, la fauna y la flora de una finca de olivar aumenta hasta un 40% con medidas como mantener una cubierta vegetal –en vez de arar y matar hasta la última brizna de verde con herbicidas– o dejar espacio para la naturaleza.
El aumento se midió en fincas que se unieron en 2016 al proyecto Olivares Vivos de SEO/BirdLife, respecto a otras donde se mantuvieron las prácticas convencionales. En las fincas que partían de una situación más deteriorada, la abundancia de especies se disparó en un 70%. Fincas como la de Marifé Bruque, que tomó las riendas del olivar familiar después de volver a Linares (Jaén). “De pequeña iba al campo y veía los pájaros, veía los insectos, las mariposas, las margaritas, o me iba a coger espárragos con mi madre. Todo eso había desaparecido por el cambio en los cultivos, el suelo estaba desierto”, explica la olivarera. “Volverlo a ver ha sido emocionalmente muy bonito”.
Corredores ecológicos en Doñana
La periferia de Barcelona es el último sitio en el que uno esperaría toparse un lince ibérico. Por eso el cazador que primero vio cómo uno de estos animales subía a un árbol para escapar de sus perros se limitó a comentar que se había encontrado “un gato muy grande”. Pero era Litio, un felino criado en cautividad y liberado en el sur de Portugal, establecido a sus anchas en unos campos de cerezos, hartándose a conejos. Cuando los responsables del programa de conservación del lince se enteraron, se quedaron perplejos: el collar GPS que registraba sus movimientos dejó de emitir a mediados de 2016, Litio estaba en el Algarve, cerca de la zona donde había sido reintroducido. Casi lo dan por muerto, pero solo se fue a dar una vuelta. En dos años había cruzado la Península de punta a punta.
El periplo de Litio tuvo final feliz: fue capturado y liberado de nuevo en el valle del Guadiana, al sur de Portugal. Menos suerte tuvo el primero de los grandes linces viajeros, Kentaro, que tras recorrer 3.000 kilómetros desde los Montes de Toledo –pasando por La Rioja, Castilla y León y Galicia– acabó arrollado por un coche cerca de Oporto en 2016. Ambos tuvieron que atravesar incontables carreteras, autopistas e incluso vías de tren de alta velocidad en su viaje. Sus historias, que dejaron boquiabiertos a quienes trabajan para proteger el lince, ilustran la increíble capacidad de dispersión de la especie. Pero también la necesidad de contar con una red de corredores ecológicos por la que puedan moverse los animales salvajes.
Casi el 27% del territorio español está protegido como parte de la Red Natura 2000 pero, en muchos casos, esos espacios están aislados. En nuestro país hay 166.284 kilómetros de carreteras y 171.000 obstáculos artificiales bloquean el flujo natural de los ríos. Todas esas barreras, junto a otras infraestructuras, cultivos intensivos o zonas urbanas, fragmentan la naturaleza y ponen en jaque a la fauna y la flora, que tendrá que desplazarse para sobrevivir en los futuros escenarios climáticos.
Rodeada de infraestructuras y de un mar de invernaderos para el cultivo de frutos rojos, que ocupan los bosques e incluso los arroyos que la enlazan con el exterior, Doñana es un ejemplo de cómo un espacio protegido puede convertirse en una isla para muchas especies. “Llevamos muchos años intentando que se arregle la situación de la agricultura descontrolada en la periferia de Doñana”, explica el director de la Estación Biológica de Doñana, Eloy Revilla.
La Comisión Europea ha elegido este ecosistema emblemático como uno de los casos de estudio en un proyecto de investigación –Natura Connect, en el que participa la Estación Biológica de Doñana– que sentará las bases de una futura red para la vida en el continente: “La Red Natura 2.0”, en palabras de Revilla. “Los sitios mejores, los más emblemáticos, están ya protegidos. Pero para poder conectarlos y mejorar el valor de conservación que tienen hace falta restaurar, es fundamental”, asegura Revilla.
España no parte de cero: en 2021 el Gobierno aprobó la Estrategia Nacional de Infraestructura Verde y de la Conectividad y Restauración Ecológicas. En ella se comprometió a identificar una “red de corredores” y restaurar las “áreas clave para la conectividad”, eliminando las barreras que existen para la vida salvaje. Y no solo en carreteras: en los ríos, dando espacio a la naturaleza en las zonas agrícolas, o dejando que se adentre en las ciudades. Toda una red de seguridad para la vida salvaje.
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