Hace mucho tiempo que sabemos que el lenguaje que empleamos no solo refleja nuestros pensamientos, sino que también los influye. Es un efecto bidireccional que se produce, además, a dos niveles distintos. Nos influye en cómo pensamos, individualmente, pero también nos influye a nivel social, en cómo construimos las teorías, ideologías y visiones que nos guían como sociedad. Cuando usamos expresiones como “humanos y animales”, estamos dejando a los seres humanos fuera del reino animal, y no precisamente en un estrato inferior a este. Cuando decimos “animales de granja” o “animales de laboratorio” estamos definiendo a seres vivos no por lo que son, sino por aquello en lo que les hemos convertido, como si su destino como especie fuera convertirse en comida o en objeto experimental. Cuando afirmamos que alguien es “un gallina”, “un zorro” o “un lobo con piel de cordero”, estamos atribuyendo toda una serie de estereotipos negativos, que son puramente atributos humanos, a especies enteras de animales no humanos.
Que el lenguaje es tanto consecuencia de nuestros pensamientos como factor causal y moldeador de estos es algo que deberíamos tener siempre bien presente. Cuando despreciamos a alguien verbalmente, esto no solo refleja nuestras ideas, también refuerza nuestra percepción de que ese alguien es despreciable. Esta lógica funciona exactamente igual en lo que respecta a nuestra relación con los otros animales. Y tiene un nombre: lenguaje especista. El lenguaje especista es aquel que refleja pensamientos discriminatorios con respecto a los animales no humanos y, como todo lenguaje, a su vez, los refuerza. Y, de igual modo, también como todos los lenguajes discriminatorios, su existencia no es fortuita, sino que cumple con una función social.
De todo esto trata el nuevo libro que he coordinado con Catia Faria, Especismo y Lenguaje, y que acaba de salir publicado en Plaza y Valdés, en el marco del proyecto COMPASS. El libro tiene además como coautoras a Olatz Aranceta-Reboredo, Paula Casal, Júlia Castellano, Montserrat Escartín, Laura Fernández, Carrie Hamilton, Kiko Izquierdo, pattrice jones, Fabiola Leyton, Macarena Montes, Eze Paez, Daniela Romero Walhorn, María Ruiz Carreras, Dayrón Terán y Teresa Torres Bustamante.
El lenguaje que nos define
Cuando, por ejemplo, decimos de alguien que es un “burro” para indicar que es tonto, estamos revelando una forma de pensar inconsciente, basada en la creencia de que los animales de la especie de los burros son estúpidos o, al menos, más tontos que los humanos de inteligencia estándar. Hace tiempo que sabemos que este tipo de comparación entre la inteligencia de humanos y no humanos es falaz, porque consideramos a las demás especies menos inteligentes por no tener nuestro tipo de inteligencia (es decir, aquello que hemos definido como inteligencia en la especie humana). Todo esto de comparar inteligencias ha sido un juego amañado desde el principio, para dejar a la especie humana siempre en buena posición. En realidad, es probable que ni siquiera seamos suficientemente inteligentes para poder captar los rasgos de inteligencia de los que carecemos, como sugería el etólogo Frans de Waal en el libro titulado ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales? (Tusquets, 2016).
En suma, si definimos la inteligencia de una forma que solo la especie humana puede cumplir, no estamos realmente reflejando una definición objetiva, sino solo una creencia: que la inteligencia humana es la única que cuenta, la única con la que se puede comparar todo y, por tanto, la superior. Discriminar a las demás especies porque no son como la humana es exactamente la definición de especismo. Por lo tanto, si no somos especistas, vale la pena reflejarlo en nuestro lenguaje. Y, permitidme añadir, si creemos que es correcto discriminar a los animales, es decir, si consideramos que los individuos de otras especies merecen menor consideración moral por cualquier razón, también vale la pena reflexionar sobre la veracidad del lenguaje que usamos. Porque la mayoría de expresiones especistas no se corresponden con la realidad, sino con una mirada distorsionada de esta. Vale la pena darnos cuenta de cómo todos, especistas o no, nos hacemos trampas al solitario constantemente con el lenguaje.
El lenguaje que nos influye
En segundo lugar, como decía, es especialmente importante cuidar nuestro lenguaje con respecto a los demás animales no solo por lo que refleja de nuestras mentes, sino por el impacto que tiene en nuestra propia forma de pensar. La forma en cómo hablamos repercute en la forma en cómo actuamos y ambas cosas vuelven como un boomerang sobre nuestra mente. Lo saben desde hace décadas psicólogos y neurocientíficos, y lo han sabido desde siempre los gobiernos autoritarios, con sus prohibiciones, eufemismos y otras imposiciones sobre el lenguaje, que se han reflejado tan bien en distopías literarias como las creadas por George Orwell (1984, publicado en 1949) o Aldous Huxley (Un Mundo Feliz, publicado en 1932).
Funciona igual con nuestra relación con los demás animales. Si hablamos, por ejemplo, de cómo aumentar el “bienestar animal” en los laboratorios o en las granjas, estamos infiriendo que bienestar animal, por un lado, y experimentación y explotación, por otro, son compatibles –cuando por lógica no lo son, por poco que nos pongamos en la piel de los individuos explotados o con los que se experimenta–. Esto es, estamos creando una ficción con el lenguaje de algo que la realidad desmiente. Con el paso del tiempo, por el poder de la insistencia y la repetición del lenguaje institucionalmente establecido, la ficción se convierte en realidad en nuestra mente, por más que contradiga todas las evidencias materiales exteriores. Es decir, pasamos a creer que es posible de verdad, y por lo tanto encontramos lógico, que se destinen grandes recursos y esfuerzos a aumentar el bienestar en lugares donde es imposible que exista bienestar, en lugar de destinarlos a buscar alternativas sin animales. Esto llega a suceder incluso habiendo leyes que obligan a buscar estas alternativas, como es el caso de la “Directiva relativa a la protección de los animales utilizados para fines científicos” –nótese el refuerzo de la ficción con el lenguaje de “protección” que usa la directiva.
En resumen, si no evitamos el lenguaje especista, contribuimos a perpetuar la aceptación de una situación que, en realidad, a muchas personas nos parece inaceptable. Normalizamos lo que deberíamos cambiar. Y, lo más importante, en todos los casos, sea cual sea nuestra posición con respecto a los otros animales: perdemos libertad. Lo que pensamos no es fruto de una reflexión consciente y racional, sino del autocondicionamiento provocado por la reiteración de un tipo de lenguaje; por ejemplo, de la asociación del “bienestar animal” con granjas, laboratorios, zoológicos, circos, etc. Creemos pensar en total libertad, pero no es así; somos presa del marco mental creado por el poder de las palabras.
El lenguaje que nos justifica
Todo lo anterior no surge de la nada. Negar consideración moral, inferiorizar, discriminar a los animales no humanos no es algo que hagamos los seres humanos intuitivamente, de manera natural. Forma parte de un mecanismo de aprendizaje que se nos inculca desde la infancia. Algo que no es exclusivo de la discriminación hacia los otros animales, sino que es común en todas las discriminaciones. La sociedad humana no discrimina porque nazca con un gen discriminador, sino porque es muy conveniente representar a aquellos que explotamos como inferiores. El lenguaje discriminador que empleamos es en realidad una autojustificación. Sociólogos como Donald Noel o David Nibert lo han explicado para humanos y no humanos. En un planeta en el que los humanos competimos entre nosotros y con el resto de especies del planeta por los recursos, aquellos que tienen poder para imponerse a los otros (unos humanos sobre otros y todos los humanos sobre los no humanos) acaban racionalizando su poder para legitimizarlo, es decir, para justificarlo y poder mantenerlo sin disonancias cognitivas dentro del grupo dominante. Autores como el historiador Yuval Noah Harari o la socióloga Dorothy Rogers lo han descrito para el racismo y la esclavitud humana. Tanto el secuestro de africanos para la esclavitud como su comercio y utilización, que surgieron con el capitalismo en el siglo XVI, no estaban impulsados por una ideología política o por prejuicios, sino por la codicia. El racismo llegó más tarde como justificación.
De igual modo, todo indica que la ideología especista que discrimina a los otros animales se construye para justificar el abuso que hacemos de ellos a todos los niveles. En realidad, el propio lenguaje que empleamos para ello es una prueba manifiesta de esto. Una cantidad dominante de los términos que empleamos para referirnos a los animales procede del lenguaje empleado por aquellas actividades e industrias que los utilizan. El lenguaje especista es mayoritariamente el lenguaje autojustificativo de una sociedad que necesita legitimizar su comportamiento con respecto a los otros animales. Eliminando este lenguaje, o cualquier lenguaje discriminador, no eliminaremos de golpe las violencias en la sociedad. Pero es imposible iniciar el camino para esto último si no cambiamos el lenguaje que tan profundos efectos tiene sobre nuestra mente y comportamiento.
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