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Los federales

No es tan malo mirar atrás de vez en cuando, como en estas entrañables fechas de “mierda”, y ver que hemos sobrevivido un año más. También me alegro de que la calidad de la supervivencia sea alta, aquella misma calidad de la que hablaba Doug Scott tras un vivac a 8.750 metros más o menos a pelo. No es menos notorio constatar que conservamos más o menos intactas la ilusión, la imaginación y las ganas de vivir en libertad, a pesar del bombardeo. Lo único que vamos perdiendo, a mordiscos y a nuestro pesar, es la ingenuidad, o la facilidad con la que nos engañan. Discúlpenme, pero creo que los hombres de nuestro tiempo hemos matado al Dios tradicional, y lo hemos sustituido por los dioses cotidianos del Confort, el Dinero y la Seguridad. Los tres por igual, es difícil decir quién de ellos significa más en este nuestro lado bueno del mundo. Aquí todo es ergonómico, todo ha de costar poco esfuerzo, e incluso se mira mal al que suda por sus sueños. Todo se mide por lo que cuesta en euros, todo está asegurado, que nunca se sabe. Incluso a veces es “obligatorio” que sea así. Todo ello vale hasta que llegan una enfermedad o un accidente y la escala de valores salta por los aires, hecha añicos. Hace 23 años que, anualmente, renuevo mi licencia y seguro federativo, con la religiosidad propia de cualquier rito, con toda la ceremonia, casi hasta con alegría. Más de 2.000 euros he dejado en tal menester con el paso de los años. Parece ciertamente ventajoso ser muchos y defender nuestros derechos y nuestras montañas agrupados. Además, en ciertos sitios comienzan a cobrar los rescates, con esa filosofía tan linda de que no hace falta pagar si conduces borracho, te caes al río y 30 bomberos tienen que jugarse el bigote para rescatarte, pero escalar es un lujo no admisible, que no cuela fácilmente en nuestra egoísta y dormida sociedad. El pasado mes de junio comenzó a dolerme una de mis trotadas rodillas. El dolor apareció en el monte, donde paso 300 días al año si el tiempo o la autoridad no lo impiden. No fue en un partido de fútbol o en un casino, ni mucho menos en los toros o visitando un museo. Sencillamente me lesioné, una tendinitis que se ha agarrado con ganas y que, seis meses después, me ha hecho pasar por el quirófano. Desde el principio me dijeron que, paradójicamente, mi lesión no estaba “cubierta”, aunque si mentía y decía que me la había hecho “por un golpe” entonces la cosa solía colar. Pero si es tan fácil de evitar prefiero no hacerlo, lo de mentir, así que a pagar tocan, 2.500 de nada. Imagínense el negocio; durante 20 años tú me das 100 euros al año, y luego cuando te lesionas te jodes, y te lo pagas tú. La culpa de lesionarme es mía, por ir al monte, por ser escalador, corredor, paseante, esquiador. Ignoro si la responsabilidad de lo que yo considero un timo tan evidente es de unos, los federales, a quienes supongo bienintencionados en sus esfuerzos por sus asociados, o de los otros, las compañías de seguros, a quienes considero una cuadrilla de piratas sin escrúpulos. Un servidor pensaba, en su ingenuidad, que quienes rigen nuestros designios federativos, nuestros federales, serían capaces de defender nuestra suerte con más garbo. Así que fedérense si ustedes quieren, pero el año que viene, y los que espero que sigan, yo no lo voy a hacer. Más que nada por hacer caso a Harry el sucio, que decía aquello tan profundo de: “Si quiere garantías, cómprese una tostadora”. Pues eso.

Columna publicada en el número 47 de Campobase (Enero 2008).