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La explanada

Trabajos en el vapor 'Machichaco' antes de su hundimiento definitivo.

Miguel Ángel Chica

30 de noviembre de 2023 13:19 h

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Bajo un sol en extremo agradable, en aquel día de noviembre que parecía un regalo cortesía del capricho de las estaciones, hombres y mujeres en número nunca visto en la ciudad de Santander se aglomeraban en la explanada del puerto, señalando al buque que ardía, fascinados por la naturaleza ambigua que poseen siempre los accidentes, por el abismo morboso donde se asoman quienes se sienten a salvo y conjuran, en silencio, la catástrofe que contar a los nietos, dentro de muchos años, yo estaba allí el día en que aquel pobre buque se quemó hasta la sentina y se fue al fondo y los marineros saltaron al agua y emergieron en la explanada con la cara negra y los ojos húmedos, no sabíamos si de agua o lágrimas…

Hombres y mujeres, estibadores, pilotos, rederas, sobordistas, pescadores, amarradores y todos los que a aquella hora transitaban por las cercanías del puerto, todos fueron atraídos por el revuelo, embrujados por la máquina que se consumía en la distancia. La multitud no paraba de crecer. Llegaron fotógrafos y periodistas. La culpa, se decían los unos a los otros, es de los marineros, que fuman como si los fueran a ejecutar al alba y arrojan los cigarros a medio apagar en cualquier sitio, y de los armadores avariciosos que calzan los barcos hasta reventar los cascos, y de los inútiles del puerto, que lo miran todo y no ven nada, y de los astilleros ingleses, que parece que hicieran los barcos de yesca…

Llegaron las autoridades. Los agentes del orden abrieron brecha en el tumulto para conducir a primera línea a las fuerzas vivas de la ciudad y formaron un cordón de seguridad para separarlos de los miles que se hacinaban a su alrededor. Nadie quería perderse aquel espectáculo dispuesto por la mala estrella del Machichaco. Todo el que pudo se acercó a contemplar la desgracia: el Gobernador Civil, don Manuel Somoza de la Peña; el marqués de Casa Pombo; el fiscal de la Audiencia, Don Ruperto del Río; el juez municipal, don Miguel Fernández Cavadas, varios concejales y una legión de secretarios, ayudantes y correveidiles. 

Al mando de las operaciones estaba un hombre con una hoja de servicios impecable, el comandante del puerto, don Pedro Domengue y Roselló, veterano de la Armada, condecorado dos veces por sus méritos en la batalla de Callao y en la insurrección de El Ferrol, un teniente de navío al que le faltaba una semana para cumplir los 47 años y que se había visto en más de una situación apurada a lo largo de su carrera: ningún buque ardiendo en un muelle bajo su jurisdicción iba a hacerle pestañear más rápido de lo habitual. Así se lo hizo saber al gobernador civil, con quien mantuvo una discreta conferencia.

- Hay 1.500 cajas de dinamita en el buque, señor Somoza, me lo ha confirmado el capitán, don Facundo Léniz, que en estos momentos está en cubierta quemándose las pestañas mientras intenta apagar el fuego junto a su hombres, unos valientes, huelga señalar.

- En ese caso, ¿no sería prudente desalojar a toda esta gente? 

- No hay de qué preocuparse. Sepa usted que una carga de dinamita, ese invento maravilloso de un sueco, esa gente extraña, protestante y hacendosa, es tan segura como una carga de harina. En ausencia de fulminante, la dinamita, que como usted sin duda sabe está compuesta de nitroglicerina y un mineral cuyo nombre ignoro, usted me dispensará, no explota al contacto con el fuego. Se chamusca, eso es todo. 

- Si usted lo dice yo sigo su consejo. Tampoco es fácil, sepa usted, desalojar una multitud como esta. A veces es peor el remedio que la enfermedad. Yo soy partidario de escribir despacio y con buena letra.

- Cuando a uno le han pasado las balas de cañón a un palmo de la nariz uno aprende a tomarse las cosas con calma. En un par de horas las bodegas se inundarán por completo, el buque se irá al fondo de la bahía y nosotros podremos irnos a comer con la conciencia satisfecha. 

Mientras Domengue explicaba la situación del Machichaco al gobernador civil, el agente de aduanas Nicolás Benítez, con los pulmones en el paladar después de cubrir la distancia entre Maliaño y Santander en 40 minutos siguiendo la línea de la costa, intentaba abrirse paso entre la multitud de curiosos, algunos de los cuales, incitados por el práctico del puerto Zacarías Bustamante, empezaban a abandonar la explanada. 

- Hay un hombre ahí que dice que el buque en llamas está cargado de dinamita. 

- ¿Qué ha de estar? ¿Qué tonterías son esas?

- Es un práctico, asegura que lo sabe por cauces oficiales de confianza. Aunque es verdad que le huele un poco el aliento a vino. 

- ¿Le parece a usted, hombre de Dios, que si ese barco estuviera cargado de explosivos, como asegura su práctico, que habrá que saber por otro lado si no es un simple borrachín del muelle, que si ese barco, digo, cargara dinamita, iban a estar ahí delante el gobernador, el juez, el fiscal, el comandante del puerto y todo el resto de vividores? Si ese barco fuera remotamente dañino todos esos infructuosos estaban a esta hora en Torrelavega. O en Burgos. Pero bien lejos de la costa, ¿me entiende? 

Fue una argumentación parecida la que retuvo a la mayoría de los observadores en la explanada. Quién más quién menos, todos se hicieron la misma pregunta y obtuvieron similar respuesta: si hubiera peligro en el buque las autoridades ya habrían ordenado desalojar el puerto. Como aparentemente el Machichaco no corría peligro a Nicolás Benítez le resultó penoso llegar hasta el cordón de seguridad con el que se protegían las autoridades. Cuando por fin se paró frente a un agente municipal que le cerraba el paso apenas podía mantenerse en pie. Intentó hablar y a punto estuvo de desmayarse. El agente lo juzgó inofensivo y lo miró con curiosidad. 

Nicolás Benítez cogió aire, tanto como le fue posible, y forzó sus pulmones hasta que algo parecido a una voz audible salió al exterior y llegó hasta el agente. 

- Déjeme usted pasar, buen hombre, es importante. Tengo que hablar con el comandante del puerto, con el gobernador civil, con el capitán del barco. Es necesario evitar una desgracia. 

- ¿Una desgracia, dice usted? -preguntó el agente municipal señalando al buque que ardía a su espalda-. Debe de ser que eso de ahí le parece a usted una excursión a Covadonga…

- La nitroglicerina -Benítez apenas era capaz de articular una frase coherente y era consciente que el agente municipal debía tomarlo por loco- ¿No se da usted cuenta de que están inundando las bodegas? ¡Déjeme pasar! Están disolviendo los cartuchos. Soy químico. Sé cómo funciona. Las diatomeas se expanden. Soy agente de aduanas, trabajo en el puerto. ¡Déjeme pasar!

- Acaba de decir que es químico. ¿Cómo es que trabaja usted en la aduana?

- Eso no tiene importancia. Las diatomeas, ¿entiende? El papel de parafina se disuelve. Todo se disuelve. Demasiada agua. Están liberando la nitroglicerina. 

- Cálmese, sobre todo no se me ponga usted histérico. Por lo que yo sé están abriendo nuevas vías de agua en las bodegas. El barquito de marras estará hundido en una hora. Y a otra cosa. Hace un día estupendo. ¿Por qué no se va a usted a dar un paseo? Coma algo, bébase un vaso de vino. Tiene usted muy mal color. 

Benítez miró a su alrededor. Se sentía mareado. La angustia se apoderó de su ánimo, vaciándolo de cualquier otro sentimiento. Miedo. Náuseas. Respiración acelerada y superficial. Taquicardia. Cerró los ojos y vio una llamarada inmensa. En la oscuridad escuchaba carcajadas que se tornaban lamentos, llantos, gritos de desesperación. Abrió los ojos. Entre los centenares de personas que lo rodeaban le pareció distinguir a Marina, la tabernera. Pero quizás deliraba. Se aproximó nuevamente al guardia. 

- Oiga, ¿acaba usted de decir que están abriendo vías de agua en la bodega? 

- En efecto. 

- Y cómo las están abriendo?

- ¡Diantre con la pregunta! ¿Cómo quiere usted que las abran, a soplidos? ¡A golpes, señor mío! A martillazos y patadas y porrazos. Acépteme el consejo y váyase usted a casa. ¡Por Dios que tiene usted una cara como para asustar a la muerte!

Cuando Nicolás Benítez supo que en aquellos momentos los hombres a bordo del Machichaco aporreaban el buque perdió pie y cayó al suelo, exhausto. Sintió que perdía la cordura. La mujer que se acercó a auxiliarlo era, en efecto, Marina, la de la taberna. Benítez se dejó levantar. En los ojos oscurísimos de la muchacha vio una revelación, una responsabilidad última como una luz que cegaba. 

- Corre, Marina, corre. 

- Me duelen demasiado los pies, Nicolás. Ven conmigo. Te llevaré a casa. Pero iremos despacito. ¡Me duelen tanto los pies!

- Corre hasta que llegues a la catedral y sigue corriendo. Corre hasta la calle Alta, Marina -mientras hablaba Nicolás Benítez se fue quitando la chaqueta, los zapatos- y cuando llegues a la calle Alta sigue corriendo, corre hasta que te sangren los pies, corre hasta el fin de la tierra…

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[La cronología de los acontecimientos, los nombres de los personajes y los hechos narrados en esta historia novelada son reales y el autor recrea las conversaciones y los detalles en este reportaje especial por el 130 aniversario de la explosión del vapor 'Cabo Machichaco' en Santander]

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