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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Los cambios de costumbres

Una barbería durante su apertura tras el estado de alarma. | ARCHIVO

Jesús Ortiz

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Al acabar el periodo de reclusión forzosa, en mi barrio han aparecido muchos hombres con barba crecida. Gente perfectamente afeitada siempre, antes del encierro.

No pasa nada por que se cambien las costumbres cuando cambian las circunstancias. Por el contrario, parece bastante sensato no empeñarse en mantener rutinas con independencia de lo que pase a nuestro alrededor. Cambiar es un signo de flexibilidad que dice del buen estado de nuestra cabeza, una muestra de cordura. De que uno no necesita de hábitos rígidos como muletas para soportar una personalidad vacilante.

Ahora bien, una cosa es cambiar de costumbres por mejor adaptarse al medio y otra muy distinta dejarse caer por la pendiente de la comodidad y el abandono. Es importante mantener la disciplina, nos enseñan desde antiguo los sabios, incluso en el caso de que una disciplina concreta no parezca servir de mucho.

La advertencia del peligro de no hacerlo se repite de generación en generación. Thomas de Quincey decía que si uno empieza por permitirse un pequeño asesinato, pronto no le da importancia a robar, y puede perfectamente acabar follando con la luz encendida. Bueno, no estoy del todo seguro de que estas fueran las palabras exactas de de Quincey porque cuando mi señora estaba de seis meses del menor de sus vástagos, y su eslora había aumentado en consecuencia, dijo que teníamos que hacer sitio para lo que venía porque tres ya éramos suficientes para una vivienda de 63 metros cuadrados del barrio chino de Barcelona. Así que para hacer hueco al cuarto ocupante toda mi excelente colección de literatura hispana y anglosajona de los siglos XIX y XX acabó en una institución benéfica, lo que explica que ahora tenga que citar de memoria a de Quincey y a muchos otros.

Más allá de la exactitud de la cita, la cuestión es esa, que uno se deja llevar por lo más fácil y cómodo, abandona la disciplina, y acaba perdiendo todo. Hay un relato de Somerset Maugham, que también cito de memoria por las razones expuestas, de un joven británico que empieza a trabajar en la diplomacia y le envían a una pequeña embajada en mitad de la selva africana. El embajador, su jefe, se viste ritualmente cada noche para cenar, a pesar de que no hay visitas y cena solo, y lleva una vida austera, la misma que ha llevado durante varios decenios.

Al joven le parece un desperdicio. El sí sabría divertirse, en lugar del embajador. Se aburre, echa de menos la vida en la metrópoli. Así que acaba permitiéndose un pequeño asesinato y mata al embajador; telegrafía a Londres informando de la repentina muerte natural y le llega telegrama de vuelta asignándole el puesto que ha quedado vacante. ¡Ahora sí que se divierte! Nada de cambiarse ceremonialmente de ropa para cenar solo, ahora las cenas están llenas de chicas y bebida abundante, a cargo del imperio británico. Pocos meses después, nos cuenta Maugham, el joven está completa e irremediablemente loco.

Los peligros que corremos todos nosotros por relajar nuestra disciplina son así de graves; pero si quien relaja la disciplina es alguien con un poder grande, la desgracia subsiguiente crece exponencialmente. Por ejemplo, aquí hubo un gobernante que, en vez de permitirse un pequeño asesinato, se permitió unos cuantos porque, dada su posición, no iba a ser tan pacato como un ciudadano cualquiera. Durante buena parte de su mandato lo de robar fue, por supuesto, una bagatela, y ahora, años después, puede vérselo no ya con la luz encendida, sino a plena luz del sol sobre un yate carísimo. ¿Follando? No, eso lo puede hacer cualquiera con la edad adecuada, aun siendo pobre. La degeneración de este prócer pasa por fumar puros de auténtico millonario y, entre calada y calada, repartir generosamente su conocimiento, para que hagamos lo que él dice: invadir Venezuela y derribar al gobierno de aquí, elegido en las urnas.

Lo que pasa es que la relajación de la disciplina de un gobernante no es un asunto privado. Los presidentes no pueden matar a quien les parezca, ni los reyes robar lo que quieran, sin la aquiescencia de los paganos, todos nosotros. Cierto que muchos de estos la otorgan obligados, porque les apuntan la sien con una pistola, pero para esto se necesita una parte importante de la población cómplice, dispuesta a usar así la pistola. Por eso, cuando, por alguna razón inesperada, surge una oportunidad de revisar lo que se hizo, esta parte inmediatamente dice, e impone con facilidad, que no miremos nada. Lo cual asegura que parecidas barbaridades puedan seguir cometiéndose con tranquilidad: sus autores se saben impunes a perpetuidad.

Es un signo de cordura cambiar las costumbres. Mantener las nefastas es un signo claro de todo lo contrario.

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