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Roma, la capital del palo 'selfie'

Más que de Italia, Roma es la capital de los palos selfie. Hay casi tantos como visitantes, que ya es decir, y se venden en todos los puntos turísticos de la ciudad con el mismo éxito que los imanes del Papa Francisco o los de las partes impúdicas del David de Miguel Ángel.

Regateando, como mandan los cánones, uno puede conseguir el más simple por cinco euros. Y quien quiera rascarse un poco más el bolsillo, por ocho, sacará el modelo con disparador en el mango, el más recomendable.

Con el dichoso palo, que se vende en todos los colores, uno se ahorra tener que parar a alguien cada vez que quiere inmortalizarse en una de las muchas postales que regala la ciudad Eterna.

Claro que el manejo del palo también requiere su técnica para que, si uno se sienta en las escaleras de la Piazza di Spagna, un imprescindible, también se vean los escalones y el obelisco que las corona y no sólo un rostro con sonrisa escéptica.

Piazza di Spagna posee un encanto de difícil descripción y un poder de convocatoria extraordinario. Ahora que la fuente luce renovada, sentarse en los escalones para atrapar los rayos de sol que se cuelan entre los edificios es un placer primaveral irrenunciable.

Del otro lado de la via del Tritone, la Fontana di Trevi está en plena restauración. Hoy Anita Ekberg no podría plantar su exuberante figura en las aguas de la famosa fuente. Han desaparecido. En su lugar, hay andamios desde los que afanados obreros limpian y recomponen las figuras de mármol de Carrara, y, al tiempo, esquivan las monedas que, pese a todo, siguen cayendo en el foso.

Para minimizar la decepción de los infinitos turistas, las autoridades han optado por levantar una estrecha pasarela que permite cruzar la fuente y sacarse la pertinente foto –con o sin palo- sin demorarse demasiado para no crear cola. Un par de vigilantes meten prisa sin modales expeditivos, así que da para sacarse dos o tres.

El palito no sirve en la Bocca della Verità, la popular –y también peliculera- máscara de mármol situada a la entrada de la iglesia de Santa Maria in Cosmedin. Para retratarse metiendo la mano en su boca, hay que pedirle a alguien que haga la foto y rápido. Los vigilantes controlan el tiempo para que la cola no se haga eterna como sucede, por ejemplo, en el Vaticano.

Sea el día que sea, centenares y centenares de personas ponen a prueba su paciencia y la de los que les siguen en una fila que voltea la plaza de San Pedro y tiene como principal objetivo la Capilla Sixtina. Al doble del precio del ingreso normal (21 euros), los tours que permiten ver el Juicio Final de Miguel Ángel y los tesoros del Vaticano sin esperar sólo convencen a unos pocos.

Los domingos, cuando el Papa se asoma a la ventana de su residencia para misar ante sus devotos, la espera suele ser menor y amenizarla es más fácil. No son pocos los que, al tiempo que escuchan el sermón, intentan inmortalizarse con el Pontífice en el fondo de la imagen. Lograrlo es casi un milagro: allá arriba, Francisco parece un habitante de Liliput.

Para tener buenas vistas aéreas del Vaticano y de buena parte de la ciudad de Roma lo mejor es subir a la parte alta del Castillo de Sant’Angelo, en la margen derecha del río Tevere (Tíber) y a unos diez minutos a pie de la plaza de San Pedro.  

Iniciada por el emperador Adriano en el año 135 y concluida por el también emperador Antonio Pío cuatro más tarde, la fortaleza es un punto de referencia en la geografía romana por su forma, un cilindro gigante, y un mirador excelso. Cada punto ofrece una perspectiva mejor al anterior hasta llegar a la terraza, que los supera a todos.

A los pies de San Miguel Arcángel, el Vaticano se levanta excelso a la derecha; el Palacio de Justicia, a la izquierda y la Roma más visitada, al frente.  

La capital italiana es decadentemente hermosa. Y muy pateable, aunque sus adoquines sean un claro atentado contra las mujeres en tacones.

En zapato plano, caminar por la via Giulia y sus calles colindantes es como hacer una pequeña escapada a la Toscana, con sus edificios en color terracota que rebosan plantas y flores y sus pequeñas iglesias. En el camino, la Direzione Nazionale Antimafia llama la atención por su imponente edificio de ladrillo vista.

El recorrido acaba llevando, casi irremediablemente, a Campo dei Fiori, plaza famosa por su mercado y sus paradas de flores. Tomar un capuccino en alguna de sus múltiples terrazas es algo muy habitual entre los turistas. Pero no hay quien le gane a la pasta que, apenas unos metros más allá, en la via del Pellegrino, sirven en la Ostaria da Fortunata.

Allí, a la vista del público y con una sonrisa infinita, Antonia amasa la pasta que, un poco más tarde, Mimo servirá cocinada, de manera exquisita, en unos cuencos de barro gigantes.

“Fortunata era la bisabuela del propietario del local que, lamentablemente, no soy yo”, cuenta Mimo, después de exponer su opinión sobre lo que Cataluña debe hacer con su futuro político. Es un tipo dicharachero y se nota que le gusta su trabajo.

Los 'tagliatelli pomodoro e basilico' de Fortunata hacen honor a la fama de la pasta italiana. Sus 'carciofi alla giudia' (alcachofas fritas), tan crujientes como una patata delicatessen, están de muerte. El tiramisú y la panacota con chocolate, de vicio. Y concluir el festín con un café, corto y servido en taza de barro, es hacer el pleno.

Para quemar el exceso de calorías consumido nada mejor que un encuentro a pie con las ruinas romanas que tantas veces vimos en nuestros libros de historia y de historia del arte. Para lo viejas que son, se conservan de manera admirable y su poder de seducción sigue siendo irresistible.

El Palatino y, sobre todo, el Forum Romano acumulan columnas y vestigios como para agotar la capacidad de almacenamiento del móvil con tanta foto. Y en la Piazza del Campidoglio, casi camuflada en un esquina no visible desde todos los puntos, se encuentra la archifamosa estatua de Luperca, la loba capitolina, amamantando a Rómulo y Remo. Se alza sobre una columna y es la copia de la original, que se halla en los Museos Capitolinos.

Nada supera, sin embargo, la capacidad de impresionar del Coliseo, uno de los pocos lugares donde el uso del palo selfie no está permitido: las autoridades tratan de proteger en lo posible este espectacular anfiteatro romano del siglo I, declarado como una de las nuevas Siete Maravillas del Mundo Moderno en 2007.

Aún faltándole buena parte de la estructura original, lo que se conserva de él sigue siendo descomunal. Paseando por la parte visitable de sus entrañas, uno se cree diminuto y se imagina cómo de insignificantes se debían de sentir los que, desde sus graderíos, presenciaban los espectáculos que allí se representaban. 

Para seguir admirándose, pero desde una escala un pelo más terrenal, el Panteón de Agripa condensa la perfección del Imperio Romano en una cúpula que es una media luna perfecta.

A su alrededor, además, se concentran bares, restaurantes y Giolitti, la mejor –y dicen también que la más antigua- heladería de Roma. Las colas que se forman a mediodía y primera hora de la tarde para degustar el extravagante sabor ‘ópera di roma’, el clásico chocolate, el de mango o el de café, derretirían el hielo. Pero se evitan yendo más pronto o a última hora y hay que ir: los sabores están de lo más logrados.

Desde ahí, y saboreando el delicioso helado, uno puede dirigirse al Trastevere para perderse por sus callejuelas y sus mercadillos de día, o para cenar y tomar una copa en la noche. El ambiente es más bien tranquilo: a esa hora, la mayoría de palos selfie ya han desaparecido y la gente ya está más por la labor de comer, beber y juerguear.

Vueling ofrece varios vuelos diarios de Barcelona a Roma.

Más que de Italia, Roma es la capital de los palos selfie. Hay casi tantos como visitantes, que ya es decir, y se venden en todos los puntos turísticos de la ciudad con el mismo éxito que los imanes del Papa Francisco o los de las partes impúdicas del David de Miguel Ángel.

Regateando, como mandan los cánones, uno puede conseguir el más simple por cinco euros. Y quien quiera rascarse un poco más el bolsillo, por ocho, sacará el modelo con disparador en el mango, el más recomendable.