Claudia (nombre ficticio) capitanea un grupo de unas veinte personas que avanza por la Rambla del Raval. Lleva un micrófono de diadema con el que se asegura de que todo el mundo la oye mientras cuenta las particularidades de este barrio de Barcelona, por el que realiza un tour algo especial. A falta de paraguas, levanta una carpeta negra para evitar que quienes la acompañan se pasen de largo cuando se detiene en la mítica escultura del Gato de Botero.
Se sitúa junto al animal de bronce y posa una mano sobre su mejilla, mientras espera a que su séquito la rodee. Escruta sus caras y se lanza al vacío. “Yo fui víctima de trata”, formula con la voz alta y clara. Quienes estaban distraídos, hablando con sus compañeros o mirando el teléfono, se quedan perplejos. Algunos fijan sus ojos en la guía; otros los bajan.
Esta mujer cuenta sin reparo cómo llegó a Barcelona engañada por quien fue amiga suya y, en un momento de necesidad, la obligó a ejercer la prostitución para poder pagar un techo y atención médica para su hija y su nieta recién nacida. También explica cómo fue violada y que aquello, paradójicamente, fue el inicio del fin de su calvario.
Mantiene su relato mientras grupos de turistas se acercan al Gato para tomarle fotos y algunos, incluso, se aventuran a pegar la oreja intentando captar lo que cuenta la que —piensan— es una guía turística al uso. Como no entienden castellano, sólo se dan cuenta de su error cuando Claudia saca de su carpeta negra fotos de su familia, así como de los logos de las asociaciones que la ayudaron a salir de la explotación.
Claudia se parece mucho a una guía turística, pero no lo es. Ella cuenta la Barcelona “de verdad, no la que enseñan a los turistas”. La que no sale en las guías, la que acoge —y a veces expulsa— a vecinos de toda la vida, a recién llegados, a mujeres que ejercen la prostitución y a aquellos que no tienen otra opción que dormir en la calle.
Ellos, que hasta ahora sólo habían sido una figura borrosa al fondo de un selfie, son los protagonistas, narradores y guías de Migrantour, un paseo por el barrio del Raval en compañía de personas como esta mujer, que quieren contar su experiencia y “destruir estereotipos y prejuicios racistas, sexistas y machistas”. Se trata de una iniciativa que nació en 2021 promovida por la cooperativa Nexes Interculturals, que decidió replicar en Barcelona un proyecto que se gestó en Turín (Italia) una década antes. Hoy, ya se puede encontrar en más de 30 ciudades europeas.
Rompiendo estigmas y mitos
Migrantour nació “en plena ola de racismo y xenofobia para cambiar las narrativas entorno a personas migrantes y barrios estigmatizados”, explica Alberto Tarragó, técnico de proyectos de Nexes. En estos tres años de vida han realizado un centenar de tours de la mano de 10 acompañantes. Se trata de personas que, como Claudia, son migrantes y hablan en primera persona de su bagaje y de su periplo migratorio, así como de cuando Barcelona se convirtió en su hogar.
El escenario escogido es el barrio del Raval, donde el 50% de la población es de origen extranjero. “Es perfecto porque nos permite abordar temáticas transversales como los derechos humanos, el neocolonialismo, la discriminación, pero también la emprendeduría migrante”, añade Tarragón. Migrantour no sólo se centra en la parte negativa de la migración -“no buscamos dar pena”, añade- sino que también explica historias de superación y con final feliz.
Para ayudar a transmitir esta visión compleja del barrio, se realizan diversas paradas como la estatua de Colón, desde la que se habla de colonialismo; la plaça Sant Agustí Vell, donde se afronta la realidad del sinhogarismo; el ágora Juan Andrés Benítez, que es nodo de la autoorganización vecinal y recuerda a un vecino que murió a causa de una reducción violenta de los Mossos; o la tienda Top Manta, la marca de ropa creada por los manteros de Barcelona.
Y luego, cada uno de los acompañantes escoge su propia parada, una que le represente o tenga importancia personal. Para Claudia esa parada es el Gato de Botero. “Él también es migrante”, dice. El Ayuntamiento lo adquirió en 1987 y vino directamente del país latinoamericano. Pero no acababa de encontrar su lugar. Pasó por diversos emplazamientos, fue vandalizado y estuvo deambulando durante 16 años hasta que, en 2003, se afincó definitivamente en la Rambla del Raval.
“Su vida es como la mía. Cuando llegué, yo también di vueltas, no me querían en ningún lado, me arrancaban los bigotes [algo que sucedió a la escultura]. Era como una cosa fea”, rememora Claudia, que acaricia el contorno del felino mientras cuenta su historia. “Pero ahora me siento cuidada y protegida”, añade.
Claudia consiguió huir del piso en el que trabajaba como prostituta gracias a la complicidad de dos compañeras suyas. Pero la única opción que encontró fue seguir ejerciendo en un club privado. Fue en esa etapa cuando el propietario del piso que alquilaba la violó. “Como era puta, pensaba que podía disponer de mí”, rememora. Fue a denunciar a la policía, pero los agentes empezaron a hacerle preguntas y descubrieron que, además de víctima de agresión, también lo era de trata.
“Yo no lo entendía. Nadie me había obligado a prostituirme, aunque era cierto que no quería. Que había amenazas...”, explica Claudia, a quien le costó darse cuenta de que, evidentemente, había sido engañada y forzada. Al ser reconocida como víctima de trata, pudo conseguir su permiso de residencia y decidió empezar de cero.
Obtuvo la ayuda de diversas ONG como Médicos del Mundo y de administraciones como la UTEH, la Unidad contra la Trata de Seres Humanos del Ayuntamiento de Barcelona. Ahora, ella está en el otro lado y ha empezado a trabajar con diversas entidades para asistir y acompañar a mujeres que han tenido experiencias similares a la suya. “Es lo mejor que me ha pasado nunca. No había sido tan feliz en mi vida”, cuenta ahora, con una amplia sonrisa.
Otro de los proyectos que llenan su día a día es Migrantour. Se convirtió en acompañante decidida a contar su historia. “No me avergüenzo”, asegura. Además, tiene una misión: “Advertir a todas las mujeres que, como yo, pensaban que la trata no era real. Que eso no pasa. Explicarles que sí, que nos puede suceder a cualquiera, por más inteligente que seas”.
Con su testimonio quiere generar empatía y derribar los “estigmas y violencia” que hay sobre la gente migrante. “No es lo mismo que lo contemos nosotros que lo oigas en la tele”, añade Claudia. Esta mujer avanza movida por la sinceridad. No quiere quedarse en el discurso de la pena, pero tampoco quiere “pintar la mierda de rosa”. “Los migrantes no suelen contar ni la mitad de lo que han pasado para llegar. Pero esto es tenaz, aquí viene uno a comer mierda. Si alguien tiene mejor suerte que yo, fantástico, pero si no: prepárense”, remacha.
Así de contundente se dirige Claudia a un grupo de una veintena de estudiantes en el grado de Integración Social. Ellos son los asistentes de su tour, que la escuchan con atención y responden a las preguntas que les formula. Quiere saber si ellos también sufren estigmas por algún rasgo suyo, ya sea su origen, apariencia o forma de ser.
Así va estrechando vínculos y tejiendo puentes que se quedan más allá del tour, cuyos asistentes son, mayoritariamente estudiantes y vecinos de la ciudad e, incluso, algún turista. “Al acabar, muchos me han abrazado y pedido perdón por los estigmas que traían de casa”, cuenta Claudia, visiblemente orgullosa. “Ya sé que esto no va a cambiar el mundo, pero si cambia la visión de una o dos personas, ya me doy por satisfecha”, concluye.