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CV Opinión cintillo

Hay incienso ardiendo en sitios escondidos

Palmas de Semana Santa.
15 de abril de 2025 21:34 h

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El domingo de ramos ha abierto la semana que es el corazón y el centro de la vida de fe de tantos cristianos en el mundo. Podría decir “yo era una de ellos”, pero hay algo de mentira en ese verbo en pasado que todavía me cuesta colocar. Sé lo que es salir endomingada de madrugada para agitar, de niña, la rama de olivo. En mi movimiento religioso, ciertos adultos levantan también una palma verde. Hay una música especial en la agitación de las palmas, en el frufrú de sus hojas (esas vértebras perfectas). Y salen en procesión por las calles del centro, cortadas para la ocasión. Casi todos, después, cuelgan las palmas de sus balcones. Piensen, cuando levanten la cabeza y las vean, que ahí vive alguien que quiere ser como Cristo. O que quiere que los demás lo piensen. Se retirarán las palmas viejas, ya secas, después de pascua; se colgarán las nuevas, las verdes, como signo de la resurrección.

La corta semana laboral transcurre esperando la noche de pascua. El jueves, se hace el lavatorio: se rememora lo que hizo Jesús con sus amigos. En mi congregación, se llevan unas jofainas de agua tibia y perfumada, se lavan los pies del prójimo, se besan y se secan con una toalla blanca, mullida. El viernes se adora la pasión de Jesús. Hay tiempos de silencio, incluso en un grupo bullicioso como el que era el mío. Hay flores, muchísimas flores naturales (los viernes se llena la sala de fragancia de rosas). El sacerdote entra vestido de rojo, pone el rostro en tierra y extiende los brazos en el suelo. Los fieles en silencio, después, besan la cruz.

Y llega la vigilia pascual: la noche que es fuente de todas las noches. Todos van guapos, otra vez. Van guapos desde el domingo de ramos, diría, hasta la noche del sábado. Pero hoy más. Han ayunado todo el día, han hecho la siesta para aguantar esta vigilia que aspira a hacer coincidir el final de la cena con el alba. Pero eso era antes. Ahora somos más comodones y el sarao acaba sobre los dos o las tres de la madrugada. Y de ahí al restaurante a comer el cordero pascual. Los niños pueden ir desde los siete u ocho años. Ellos ayunan de tele o de videojuegos; están esperando, esperando. Muchos se habrán bautizado esa noche, hace años, porque es la noche de todas las noches. 

Comienza con un fuego. No se escatima en signos de lo divino. Y de ese fuego prendido fuera del templo se encenderá el cirio pascual con el que entra el cura, los curas, en la iglesia, que está a oscuras. La luz avanza desde atrás hacia el altar, a través de las velitas pequeñas que sostienen los fieles y cuya llama se pasan de banco en banco. Esta noche derrocha sensorialidad. El lucernario da paso al pregón pascual y se desarrolla una celebración larguísima, llena de lecturas y bautizos, de cantos de los niños elegidos. De resonancias de la palabra de Dios en el alma de los creyentes. Un niño les preguntará a sus padres por qué esa noche es diferente de todas las otras noches: por qué esperan, por qué están levantados, por qué han ayunado. Justo antes del evangelio, se encenderán todas las luces del templo. Es el momento en que María Magdalena encontrará el sepulcro vacío (y le preguntará a un hortelano guapetón dónde ha puesto a su señor y será él mismo, tal vez, porque le dirá que no le toque, y todos sentiremos el corazón como el de María de Magdala, aquella de la que expulsaron siete demonios).

Esta semana santa echaré de menos la certeza del contacto con lo sagrado, la que me habitaba cuando estaba inmersa en el derroche de signos sensibles que se da en la semana santa católica. Esperaré sin embargo que de este lado sin ritos de la existencia también se pueda tocar lo divino. Creo que hay incienso ardiendo en sitios escondidos.

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