'The Devil and Father Amorth': el director de 'El exorcista' se recrea pecando en un dudoso “shockumental”
“Es muy deprimente trabajar con el maligno”, apunta Jeffrey Burton Russell a William Friedkin en una de las entrevistas que orbitan en torno al gran reclamo de The Devil and Father Amorth, el segundo exorcismo capturado por el cineasta 45 años después de purgar a Linda Blair de sus flemas impías. Las arrugas del catedrático, que garabatean una expresión resignada en su rostro, atestiguan su afirmación. Al divagar sobre la malignidad a la que rindió servidumbre literaria a lo ancho de cinco volúmenes, exhala hastío, aprensión. Nadie aguantaría tal carga.
Nada que ver con la vivaz, incluso avasalladora actitud con la que el director encara su cita, A la caza del esquivo raptor de almas. Con una cámara fotográfica colgada al cuello cual crucifijo, sin iluminación ni ambages aparentes, se parapeta en la estancia habilitada para el noveno intento de purificar a Cristina, una italiana de profesión liberal y convicción católica al amparo del padre Gabriele Amorth, el más respetado de los exorcistas del Vaticano. Una efemérides única, pues será el primer servicio de estas características en difundirse al público, amén del último de estas características que practique el anciano, poco antes de fallecer a consecuencia de una neumonía.
Si la escena le inquieta (de hecho le inquieta, reconocería luego), el pulso con el que opera la máquina no lo refleja. A su manera, ya pasó por esto.
El pasado como evangelio
Amorth se enroló en la resistencia italiana a finales de los años cuarenta para combatir a Mussolini y Hitler. De este, como de Stalin, dijo que estaba “desde luego” poseído por el diablo. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, y ante la tentación acechante de entregarse a la política, optó por ordenarse sacerdote bajo tutela de Candido Amantini para seguir estrechando el cerco a su némesis espiritual. A tal propósito dedicaría el resto de su existencia, convertido en el exorcista oficial de la diócesis de Roma.
Citando las cifras que él mismo declaró en uno de sus libros, Un exorcista cuenta su historia, allá por 1999, en su haber contaba 30.000 exorcismos, con distintas magnitudes; de acuerdo al documental, rodado en su ocaso vital, el número se disparaba hasta los 70.000 oficios.
Los números asustan, ciertamente. Sin embargo, para Friedkin hay otra anécdota de igual calibre: “Su película favorita es El exorcista, cómo no”, afirma aguantando una mueca pícara bajo la vidriera de la capilla de Dahlgren, donde Damien Karras (Jason Miller) celebrara misa décadas atrás.
The Devil and Father Amorth está condicionada por la preexistencia de aquella. Su recuerdo se impresiona en el píxel con la subrepción con la que Pazuzu plasmara su rucia tez sobre el celuloide original. Friedkin se toma a sí mismo y a su obra magna (por más que él anteponga Carga maldita en su ranking particular) como medida del discurso, como vehículo para la experiencia. Algo no solo comprensible, sino inevitable.
Fue la oración de Merrin (Max von Sydow), según los versículos de William Peter Blatty, la que nos catequizaría en el temor al demonio, la que dictó el canon. Fue su prevalencia cultural la que indujo al clérigo a confiar en el realizador. Si “las personas tienen el gran defecto de la pasividad”, según el sacerdote dejó por escrito en Mi encuentro con el diablo, en el talludo pero tenaz realizador se halla la excepción al insistir en abocarse otra vez al abismo. Al hacerlo, además, sin tener claro el fin último que lo impele a ello.
Al menos, eso parece. Más que establecerse un rumbo fijo, tantea el camino sin temer desviarse, en una amalgama de estilos, de lo expositivo a lo performativo. Los recursos se contradicen, claro: frente a la grabación íntegra del servicio religioso, sobre la que apenas se agregan leves matices contextuales en off; el recurso insistente a una enfática partitura de Christopher Rouse (Roque Baños se encarga de su orquestación), cuya modulación condiciona una forzada ligadura con el modesto acabado de los planos.
La retórica del extrañamiento en la que incurre comporta un visionado incómodo, desconcertante. Pero esa incoherencia formal embebe de sentido al conjunto, pues contrapone dos percepciones sobre la imagen cinematográfica: la teatralizada sobre la factual. La artificiosa sobre la irreal. La mí(s)tica sobre la telúrica. En la diferencia entre ambas habita el espectro que es el misterio. Como en una posesión, la primera fuerza su presencia en la segunda. The Devil and Father Amorth sería así una enmienda a la totalidad. Un ungimiento de la impura materia fílmica previa.
Del fervor a la sugestión
“Esto no es ficción. Es distinto a todas las películas. Y estuve allí para filmarlo”, sentencia Friedkin antes de acomodarse en la habitación de la residencia de sacerdotes paulinos donde Amorth dará por inaugurada su ceremonia. La seguridad con la que destierra la noción que él mismo estableciera recuerda a la que el descreído predicador Cotton Marcus (Patrick Fabian) demuestra antes de enfrentarse a El último exorcismo, uno de las más estimables muestras del catálogo de found footage en los dos mil diez. Insondable subgénero este (al que conviene acercarse de la mano del crítico Diego Salgado) con el que la presente comparte más semejanzas de las esperables.
En el filme de Daniel Stamm, el pastor explicitaba su crisis de fe exponiendo a cámara las convenciones de un trabajo. Su tratamiento de la joven Nell (Ashley Bell) no era más que una simulación, un placebo destinado a aplacar su ardor. Cuando la manifestación satánica acababa produciéndose (“cómo no”, apostillaría Friedkin), se optaba por un martirio físico (solo) en apariencia destrucado, plausible. Al resquebrajarse la frontera entre la imagen real y la ficcionada, al no reconocerse el objeto como apócrifo, ante el espectador se abre la sima de la incertidumbre. ¿Lo que vemos es verdad? ¿Qué vemos, en verdad?
Esa sensación se resume en el exorcismo a Christina. El bruto se nos ofrenda extractado en 17 minutos, con 7 cortes claros. La textura digital, de foco vacilante, inviste una cualidad casera al registro, amplifica la violencia intrínseca de la situación. El sufrimiento se sospecha verosímil; más aún, irrefutable. Sin embargo, tan pronto como la feligresa rasga sus cuerdas vocales interpretando un sonido gutural, nuestro sistema de creencias entra en conflicto. La dimensión de lo mostrado se eleva sobre lo mundano cual Reagan sobre el somier de su cuarto del barrio de Georgetown.
¿Es real tal arrealidad? ¿Es ese sonido una escenificación, una alteración a posteriori? Friedkin ha negado en público la mayor (que en los créditos se omita la parcela de postproducción de sonido descartaría el retoque... o al menos eludiría su puesta en duda), pero la indecisión ante el gesto ya ejerce una poderosa sugestión. Cabe juzgar su pertinencia, el uso que hace de la maleabilidad de la mujer, cuya dolencia, denomínese como sea, resulta evidente; pero no así la expresión de lo desconocido, de una otredad que, artificial o no, inflige desazón. Inquieta, demonios.
The Devil and Father Amorth trabaja desde esa corta distancia sobre lo real que impide discernir lo documental de lo pseudo-documental, el síntoma de la fenomenología. La dramatización de su último encuentro con la supuesta poseída, en un fortuito (a la par que conveniente) giro narrativo, cuestiona la naturaleza del artefacto, aproximándolo a coordenadas del cine mondo: de la búsqueda del misterio trascendente de la fe, el impacto se revela como única respuesta extraíble.
El diablo en los detalles
“¡Quiero que se vea!”, exclamó Christina, o quien estuviera tiranizando su voluntad, mientras reptaba hacia William Friedkin y su jefe de producción italiano entre las paredes de una iglesia rural. O eso asegura el primero al compendiar esa cita definitiva con la paciente, adquiriendo su locución un ímpetu urgente, más propio de un apurado personaje de Poe que de un autor respetado. El collage de imágenes, entendido como la sorpresa con la que cerrar en alto el relato, se desborda hasta aguar cualquier pretensión de fiabilidad en el texto.
El vocablo Lucifer, uno de los nombres habituales a los que responde el ángel caído, equivalía en su origen latino al dador de luz, antes de su reinterpretación por la tradición hebrea. El cine, por su naturaleza, nace de la misma luz, transportada mediante la emulsión; luego se trataría del arte demoníaco refinado, su manifestación destilada.
El referente retratado queda poseído mediante el rito de la grabación, cuando la cámara se pone en funcionamiento. Y Friedkin, que araña las 83 primaveras en el momento en que The Devil and Father Amorth recibe su estreno imperceptible en Netflix, pretende ratificarse con esta pieza fea y deslavazada, pero a la vez subyugante, en el primer orden de su culto.
Porque escenas como la recreación certifican que este shockumental no es tanto un homenaje a la figura de Amorth, ni una dudosa cronología del mal espiritual que aflige a Christina, como una reivindicación de Friedkin mismo como portador, más allá de las nuevas generaciones o de otras consideraciones peregrinas. Casi un capricho con el que saciar su curiosidad inherente como creador de imágenes perdurables, como generador de temores irresolubles.
45 años después, contradiciendo a Jeffrey Burton Russell, Friedkin se ha acostumbrado a trabajar con el maligno, a ser su emisario, a energizarse a través de él. Vivir y morir en(tre) los ángeles. Qué decir, más que “salve”.