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Festival de Venecia

Polanski se estrella en el Festival de Venecia con 'The palace', una casposa sátira contra los ricos

Una ricachona con la cara llena de caviar en 'The palace'

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En 2019, el Festival de Venecia giró en torno a una polémica obvia. El director del certamen, Alberto Barbera, había elegido la última película de Roman Polanski, El oficial y el espía, como parte de la competición por el León de Oro. La presidenta de jurado en aquella edición fue la argentina Lucrecia Martel, que en la tradicional rueda de prensa al comienzo del festival dijo que no iba a aplaudirle y que se había pensado incluso renunciar a su cargo por la presencia de Polanski, culpable de un delito de violación en 1977 por el que solo cumplió una pequeña parte de su condena antes de huir de Estados Unidos.

Para complicar más las cosas, Polanski –que no puede pisar Italia, ya que sería detenido y extraditado– llegó con una obra impepinable. Las malas lenguas aseguran que aquella deliberación giró en torno a darle el premio a una persona que violó a una menor décadas atrás o no. El eterno debate sobre separar la obra y el artista, ante el que Martel se posicionó claramente en contra de hacerlo, se materializaba en forma de un posible León de Oro. Al final, el máximo premio recayó sobre Joker, que hizo historia al ser la primera película de superhéroes galardonada con la máxima distinción en un festival de cine. El oficial y el espía se conformó con el segundo premio.

A Barbera las polémicas le encantan, y si alguien pensaba que tras aquel año iba a dejar de traer el cine de Pokanski se equivocaba. Al anunciar las películas de esta 80 edición ahí estaba The palace, el nuevo filme del realizador polaco. Eso sí, aparecía fuera de concurso. La duda estaba en si el motivo de esa decisión era por proteger al jurado de la difícil decisión de qué hacer al deliberar, o porque la película no era suficientemente buena para competir por el León de Oro. Tras ver el filme está claro que se trata de la segunda opción. 

Con The palace, Polanski vuelve a la comedia, donde entregó obras tan divertidas como El baile de los vampiros. Junto a su amigo Jerzy Skolimowski y Ewa Piaskowska ha escrito una sátira contra los ricos ambientada en la nochevieja del año 1999, es decir, con el miedo del efecto 2000 en el cuerpo de estos ricachones opulentos y pomposos de los que se ríe sin piedad, pero lo hace de una forma simplona, fácil y en ocasiones hasta rancia y casposa. La película comienza de una forma prometedora, con un plano secuencia del manager del hotel dando lecciones a su equipo de cómo complacer a los huespedes, una escena muy parecida a la que hace un año se vio en El triángulo de la tristeza, de Ruben Ostlund.

La presencia cercana del filme del sueco, que ganó la Palma de Oro, hace flaco favor al de Polanski. Lo que en la película de Ostlund era colmillo y mala leche aquí son chistes de Jaimito. Hasta para la escatología hay que tener mano, y Ostlund lo demostró con una escena larguísima donde bañaba, de forma literal, a los ricos en sus propios vómitos. Aquí también hay vómitos y excrementos, pero sin gracia.

Hay material en The palace para una gran sátira. Esas mujeres operadas enfermas en busca de la belleza eterna persiguiendo a su cirujano en el hotel de lujo. El millonario junto a su joven esposa. Hay hasta muy buenas ideas, como esos oligarcas rusos que ven en la televisión la dimisión de Yeltsin y la toma de poder de Putin. Ahí el filme adquiere su mirada más política e inteligente. Llevamos más de 20 años riéndole las gracias a los ricachones rusos y ahora lamentamos las consecuencias. Hay unos cuantos actores que saben cómo hacer reír, como un John Cleese capaz de levantar carcajadas con un solo gesto en una de las escenas más hilarantes del filme.

Sin embargo, lo que queda por encima es la sensación de que Polanski no se ha dado cuenta de que el mundo ha cambiado, y que lo que le hacía gracia hace 30 años ya no funciona. Ya no funciona un chiste sobre una felación a cambio de un collar de diamantes; ya no funciona una caca de perro maloliente; y ya no funciona bromear con que las modelos rusas tienen sexo con señores mayores ricos. O al menos no cuando todo ello no va a ningún sitio. Quizás por eso la película se desarrolle en 1999, un mundo donde quizás The palace sería más divertida.

Un maestro encerrado

Otra de las películas más esperadas de esta edición, y esta sí a concurso, era Maestro, el biopic de Leonard Bernstein que ha dirigido Bradley Cooper, que debido a la huelga (y al protagonizar el filme además de dirigirlo) no ha podido venir a Venecia a presentar un filme que muchos colocan con uno de los favoritos para los próximos Oscar y que ha producido Netflix. Un filme demasiado académico, donde Cooper brilla más en la dirección que en el guion y la interpretación.

El filme acusa la falta de foco, o quizás de ponerlo en el sitio incorrecto, en la historia de amor con Felicia Montenegro, la que fue su mujer durante años a pesar de las infidelidades del compositor con otros hombres. Cooper no blanquea al personaje –aunque tampoco mete el dedo en la llaga–, pero el filme parece más dedicado a ensalzar la relación de la pareja que en remarcar el trauma del personaje por no poder ser quien realmente es. Tampoco sabemos mucho del proceso creativo del maestro. Cooper se esfuerza en cada plano para convertirse en Bernstein, pero siempre ves a un actor dándolo todo, nunca te olvidas de que ahí está Bradley Cooper. No pasa lo mismo con Carey Mulligan, una actriz de una naturalidad aplastante que brilla como acostumbra. Para ella es el tercer acto del filme, el centrado en su enfermedad y el peor de la película. Si durante el resto del filme Cooper había apostado por una cierta austeridad, aquí se lanza al melodrama.

A pesar de ello, Maestro vuelve a mostrar –como hizo con Ha nacido una estrella– que Cooper es un realizador notable. La primera escena del filme es brillante, con una ventana que parece un telón y el personaje de Cooper levantándose junto a un hombre a su lado. Define la bisexualidad del personaje sin tener que hablar de ella y en un largo plano secuencia en blanco y negro nos introduce en el teatro. Hay fogonazos de genio en la puesta en escena, como en esas transiciones hermosas y alguna escena brillante, como el primer encuentro sexual/musical entre Cooper y Mulligan o una discusión rodada desde un plano fijo y lejano, sin subrayar el dramatismo, sin exhibir de forma gratuita el talento de los intérpretes y desde una neutralidad elegante. También muestra inteligencia al usar la música de Bernstein como elemento narrativo. Es una pena que uno nunca llegue a sentirse conmovido por una historia que debería emocionar hasta la lágrima.

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