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Vigilados, sin emociones y sin sexo: 70 años de ecos de '1984' en el cine

Imaginó un futuro oscuro, pero como en los casos de tantos otras narraciones distópicas, ese negro porvenir se inspiraba en problemas y preocupaciones del presente. El escritor británico George Orwell (Rebelión en la granja) concibió su clásico de la ciencia ficción 1984 poco después del final de la II Guerra Mundial, todavía influido por la decepción sufrida durante su estancia en la España en guerra tras el golpe de estado franquista.

El relato mediático de la persecución gubernamental sufrida por el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) escandalizó a Orwell, quien desde ese momento temió la capacidad de los poderes para falsificar el presente y reescribir el pasado. El desencanto de conocer de cerca las tendencias estalinistas a la purga de cualquier disidencia o contrapoder, unido a la violencia de los fascismos, facilitó que el novelista crease un libro asfixiante, sin resquicios a la esperanza.

Ya hacía años que la ciencia ficción había comenzado a dejar de creer en las utopías, especialmente a raíz de la publicación de Nosotros, del ruso Evgueni Zamiatin. 1984 acabó de fijar un desencanto ante las revoluciones que, además de resultar literariamente poderoso, se adecuaba a los marcos conceptuales del Occidente liberal. El héroe zarandeado de la novela vivía en espacios ruinosos, permanentamente vigilado, bombardeado por mentiras y reelaboraciones del pasado. Se le había inculcado una obediencia ciega a un partido único embarcado en una guerra permanente.

Más allá de las circunstancias biográficas e históricas concretas, 1984 puede asomar en nuestras conversaciones, junto con el adjetivo “orwelliano”, a pesar de que quizá nunca leímos la novela o nuestro recuerdo de ella se puede haber deformado con el tiempo. Su influjo no requiere un conocimiento directo: el realizador Terry Gilliam (Doce monos) afirmaba que no había leído la novela cuando rodó Brazil, una kafkiana distopía ambientada en un futuro hiperburocrático, que originalmente iba a titularse 1984 ½.

¿De qué hablamos cuando hablamos de 1984?

1984El antiguo miembro de Monty Phyton se sentía capaz de inspirarse en el mundo de Orwell sin haberlo conocido directamente. La anécdota ejemplifica que esta obra es algo más que una referencia cultural directa que emplean los creadores: es una inspiración posible, también a través de ideas generales o de palabras y conceptos específicos, que ha sobrevolado las corrientes de la cultura occidental durante décadas.

No resulta fácil desgranar las influencias, los ecos y las inspiraciones vagas derivadas del libro, más aún cuando forma parte de una especie de un grupo reducido de distopías literarias que han impactado de manera perdurable en la ciencia ficción. 1984 comparte más de un tema y más de una situación con Nosotros, pero también ha sido vinculada con Un mundo feliz, de Aldous Huxley, o la posterior Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. Todas ellas conforman una especie de cuarteto esencial de la narrativa futurista, con la correspondiente maraña de similitudes y divergencias.

Dejando al lado temas y situaciones más o menos generales (el Estado en guerra constante, la lucha de un individuo contra un sistema totalitario, el enamoramiento como detonante de disidencia), el clásico de Orwell ha pervivido, sobre todo, a través de una terminología que se ha incorporado en nuestra manera de hablar. El fenómeno resulta especialmente afortunado, dada la importancia que su creador otorgó al lenguaje: en la ficción, jugaba un papel estructural en el dispositivo propagandístico y de sustitución de valores que promulga la dictadura representada.

Por otra parte, el “Gran Hermano” que todo lo ve a través de la combinación de micrófonos, cámaras y delaciones ha conseguido un lugar en el habla popular (y en la producción televisiva), sea para referirse a los sistemas de vigilancia o para simbolizar a un Estado paternalista y controlador.

Otra creación orwelliana que ha penetrado en nuestro vocabulario es el término neolengua, que se utiliza a menudo para criticar piruetas terminológicas que buscan oscurecer significados. Esta acepción, en realidad, se escapa de la original. En 1984, la neolengua es un proceso de destrucción de palabras: si se destruyen palabras, se destruyen matices e ideas indeseables para el régimen del Gran Hermano. Por otra parte, el crimen de pensamiento muestra un totalitarismo llevado al extremo de perseguir incluso los impulsos no realizados, las disidencias no expresadas.

El crimen de pensamiento sobrevuela algún infierno fílmico de control social basado en la delación. Equilibrum, una fantasía futurista de acción en un entorno totalitario, es una miscelánia que incorpora elementos de Un mundo feliz (una droga controladora de conducta), de Fahrenheit 451 (se describen obras de arte) y de 1984: los niños devienen en guardianes implacables capaz de incriminar a sus propios padres.

En la reciente Equals, una fantasía distópica con aires de lamento hipster en la tradición de Her, los ciudadanos deben reportar a quienes cometan la trangresión de caer en una sentimentalidad incontrolada, considerada enfermiza. Los espacios de cristal donde se tiene lugar la acción resultan aptos para la completa pérdida de privacidad. En este aspecto, remiten a las construcciones de vidrio concebidas desde la URSS naciente por Zamiatin.

La videovigilancia se ha hecho un hueco en películas que proyectan desconfianza hacia el normalizado pacto de cesión de privacidad a cambio de un presunto incremento de seguridad. Enemigo público, La conspiración del pánico o La conspiración del poder toman forma de thriller de ambientación contemporánea, e incluso aluden en algún caso a programas reales de espionaje electrónico como la red Echelon.

Las tramas construidas alrededor de una sociedad panóptica de vigilancia total y permanente como la concebida por Orwell, en cambio, resultan más inhabituales. La realidad virtual presente en Matrix sería un ejemplo extremo de ello. A menudo, la videovigilancia sigue estando a disposición de los héroes, desde justicieros del securitarismo hasta un nuevo Robocop que se convertía en un policía casi omnisciente, capaz de conectarse a miles de cámaras de seguridad.

Sí que podemos comprobar como los cineastas han fabulado con mecanismos de control de intensidad variable. En la spielbergiana Minority report, la tecnología de reconocimiento de retina posibilita una eficaz localización de cualquier individuo de quien se sospeche. En las tramas de La fuga de Logan y La isla, que coinciden en incluir situaciones de dualización social extrema reminiscentes del mundo futuro concebido por H. G. Wells en La máquina del tiempo, también se incorporan diversas tecnologías de monitorización.

Demolition man, una película de acción y humor nineties protagonizada por Sylvester Stallone, incluía en su planteamiento general de rechazo y parodia de la corrección política una máquina de control del lenguaje que expedía multas a quienes empleasen palabras malsonantes. Los responsables del filme usaban con fines cómicos un instrumento de vigilancia que quizá resulta poco perturbador, pero no deja de ser un mecanismo de control de la conducta individual. Firmado por el videoartista italiano Marco Brambilla, el filme incluía diversas referencias a Un mundo feliz. A la vez, resultaba un ejemplo de mirada autocomplaciente que ridiculiza cualquier cambio social posible.

Hablemos de los soviéticos

Muchas distopías del cine masivo, construidas alrededor de las convenciones de Hollywood, pueden incluir pinceladas críticas sobre la sociedad del presente. Las fantasías futuristas de desigualdad extrema que se produjeron después del crack hipotecario y financiero de 2008, como Elysium o In time, son un ejemplo de ello. Sus autores trataban del desigual acceso a los cuidados médicos o del yugo de un trabajo que no permite más que vivir al día, pero no tenían la capacidad o el deseo de construir alternativas.

En el fondo, estas propuestas acababan resultando complacientes: ante el carácter extremo de los mundos futuros que se dibujan, el presente parece menos problemático, las resoluciones violentas y agitadas dificultan la reflexión, y el heroísmo individual se impone a cualquier replanteamiento o acción colectiva. Lo contrario supondría una deriva inaceptablemente socialista, dada la perdurable alergia de Hollywood y su periferia a proponer cualquier alternativa al capitalismo desregulado incluso después del hundimiento del viejo enemigo soviético.

1984 podía encajarse, con los recortes y encauzamientos adecuados, en las convenciones de la fantasía antisoviética. Su autor no pretendió presentar una enmienda a la totalidad del comunismo, sino una advertencia contra todos los totalitarismos que también incluía a la URSS de Stalin. Representaba, por tanto un regalo narrativo para el audiovisual anglosajón posterior a la II Guerra Mundial y embarcado en la guerra fría.

Quizá el texto de Orwell contribuyó a fijar el molde de la ciencia ficción anticomunista que dominó el género desde el final de la II Guerra Mundial hasta que los cambios culturales de los años 60 sacudieron el panorama creativo. Películas como Invasores de Marte mostraban una infiltración alienígena con ecos del terror rojo, porque poblaba la pantalla de seres carentes de emociones (incluso la conciliadora Vinieron del espacio reproducía esta convención). De esta manera, se extremaban las representaciones de personajes rusos incluidas en comedias como Ninotchka o Camarada X, cuyas soviéticas defensoras de un hiperracionalismo colectivista flaqueaban al descubrir el atractivo romántico de un galán capitalista.

En este contexto, 1984 proveía un material de interés: un futuro terrible que era fácilmente asociable con la representación hollywoodiense del comunismo. No debe sorprender que se llevase a la pantalla el libro de Orwell en una adaptación directa y bastante simplificada. Lo paradójico, y casi refinadamente perverso, es que una novela que quería enfrentarse contra las simplezas del lenguaje propagandístico llegó a los cines gracias a la financiación clandestina de la CIA.

El realizador británico Michael Anderson, quien dirigiría la mencionada La fuga de Logan, firmó la primera versión cinematográfica de 1984. Una obra modesta que difícilmente consigue reproducir la atmósfera pesadillesca de sospecha permanente que sí puede generar el libro. La versión realizada por Michael Radford (El cartero y Pablo Neruda) en 1984 contó con más medios para recrear un Londres retrofuturista, inspirado de manera evidente en la situación de la metrópolis británica durante los ataques aéreos acometidos por el III Reich.

Prohibir el sexo

La novela de Orwell se reconvertía en una defensa de la familia tradicional, coherente con las inercias androcéntricas y sexistas del Hollywood de los años 50. Los carteles publicitarios del filme clamaban: “El sexo, fuera de la ley”, “El éxtasis será un crimen”. Y es que el sexo era bueno si permitía atacar a los rojos. El 1984 de Anderson tenía otro componente paradójico, o cínico. Desde los Estados Unidos del macarthismo, en una década en que las narraciones de la gran pantalla desprendían un aire casto y timorato, la CIA impulsaba una obra que aludía a la sexualidad (de manera nada gráfica, por supuesto) para persuadir a la audiencia de los peligros de un comunismo antisentimental que podría prohibir los coitos.

Este concepto de una sociedad hiperracional y antisentimental que limita o erradica las relaciones sexuales ha permanecido en el imaginario de las fantasías futuristas. Ya en los años setenta, George Lucas trataría de un futuro distópico de prohibición de la sexualidad, acompañada de la ruptura de los lazos familiares. El largometraje THX 1138, inspirado en un corto de juventud del mismo Lucas, trataba de un Estado paternalista que había abolido los vínculos familiares, denostaba la sexualidad e imponía la uniformidad extrema a través de uniformes y cráneos rapados.

Lucas y compañía escenificaron un urbanismo futuro con aspecto de clínica alienante o de búnker, presidido por paredes desnudas de un blanco cegador. Los futuros de ausencia de emociones realzaban mediante unas arquitecturas y diseños de interiores en consonancia con ese minimalismo sentimental. Equals ha sido otro ejemplo de esta estética de la distopía luminosa. A la vez, la obra de Drake Doremus sugiere una cierta confluencia entre convenciones establecidas de las ficciones futuristas y nuestra realidad hipertecnológica de omnipresencia de las pantallas y muebles despersonalizados de Ikea.

En ambas películas, como en 1984, el amor romántico propulsaba un proceso de desarraigo que derivaba en un enfrentamiento abierto con la sociedad circundante. Menos extrema estéticamente era la sociedad futura representada en Demolition man, una utopía-distopía de ausencia de violencia y control de las pasiones que incluye algunos secretos, manipulaciones y exclusiones. En la ficción, el contacto físico se ha minimizado y las relaciones sexuales se han virtualizado.

El filme proyectó un humanismo algo acrítico y autocomplaciente: quizá se ha conseguido una cierta paz social, aunque también haya un buen número de perseguidos por el sistema, pero el presente (la década de los noventa) es mucho más feliz que este trasunto cómico-fallero de la distopía concebida por Huxley. Y este es una de las diferencias habituales entre la obra tardía de Orwell y muchas otras distopías: 1984 parte del cuestionamiento del presente y no proporciona escapatorias tranquilizadoras.