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CRÍTICA

Dos tazas de David Lynch, ¿algo más que debamos saber del artista?

David Lynch

Rubén Lardín

La dificultad para definir su obra es inversamente proporcional a la ligereza con que se aplica el adjetivo. Cualquier situación que concite la extrañeza de vivir, una artificiosa pulsión de muerte y algún recado traído intacto del subconsciente es susceptible de ser definida como “lynchiana”. Sin embargo, nadie sabe precisar cuál es esa cualidad específica que hace de su cine algo tan distinto a todo.

El documental David Lynch: The Art Life no pretende dar una respuesta pero sí arrojar algo de luz sobre la estructura mental de un artista que se interesó antes por la imagen estática, hasta que en una ocasión escuchó el viento en un cuadro y decidió tomar el desvío cinematográfico.

El hecho artístico

A partir de una entrevista en profundidad que en pantalla se presenta como monólogo y cristaliza en retrato sencillo y funcional, el temario de la película, sometido a la cronología, se remite a los años de formación de Lynch, donde se localizan algunos enclaves que veremos literalmente representados en su cine por venir.

El documento no se pretende exhaustivo, pero debería ser provechoso tanto para conocedores de Lynch que deseen profundizar en su figura como para neófitos interesados en acercarse al director. Es la misma función que podemos atribuir al libro David Lynch. El hombre de otro lugar, que estos días edita Alpha Decay.

En sus páginas, el crítico, periodista y realizador Dennis Lim habla de una “ética puritana del trabajo”, algo que se muestra en The Art Life en cada uno de sus fotogramas, donde Lynch no deja de hacer cosas con las manos.

El cineasta confecciona sus cuadros, manipula gomas sintéticas, incorpora al lienzo hallazgos orgánicos y lleva la vocación artística al concepto de oficio, allí donde el arte empieza a parecerse a una tarea útil o como mínimo a una labor digna.

Todo es lounge

loungeEl aficionado leído sabe que Lynch tiene poco y nada que decir sobre su obra. De hecho, y a diferencia de colegas suyos más elocuentes, nunca se ha caracterizado por tener mucho que decir acerca de ningún tema, aunque a veces las clava: “Es una gran tristeza pensar que hemos visto una película en nuestro puto teléfono”.

Tal vez por eso The Art Life, documental de estructura y montaje sencillos, apela más a lo inspiracional que El hombre de otro lugar, un libro modélico y solo aparentemente sucinto, lleno de intuiciones y capaz de imponerse al sujeto para desentrañar no solo el sentido de su obra, sino para explicar la anomalía que su figura puede suponer en el contexto de la cultura popular de su país. ¿Tal vez la de un surrealista desplazado? Como sea, Lynch ha citado en ocasiones a Duchamp, un auténtico rasgo de sofisticación bajo bandera norteamericana.

Dennis Lim explora los andamios del artista y aporta datos, como que fue a través de su pareja de entonces, Isabella Rossellini (“podrías ser hija de Ingrid Bergman”, le dijo antes de conocer su linaje y ofrecerle el papel de su vida en Terciopelo azul), que Lynch entabló relación con el poderoso marchante Leo Castelli, que quedó impresionado por su pintura y le organizó una primera y polémica exposición individual en el Nueva York de 1989.

Ocurría poco antes de que la cornucopia semiótica de símbolos y pistas falsas que fue Twin Peaks cambiase la historia de la televisión y reamueblase para siempre la cabeza del público global.

El imperio interior

David Lynch vive en la casa del misterio y el truco para disfrutar su trabajo al máximo es no ceder al mediocre impulso de explicárselo. Sus pinturas son yemas de drama. Sus películas, trances. Portales plásticos y purgatorios narrativos donde la lógica se enuncia como carencia y la poética del peligro es reina de la fiesta.

The Art Life y El hombre de otro lugar vienen a sumarse al ingente corpus de obras en torno a su trabajo y la virtud de ambas piezas es que eluden las cansinas hermenéuticas habituales y están más cerca de transmitir y contagiar el goce espectador.

El documental, firmado a seis manos por Rick Barnes, John Nguyen y Olivia Neergaard-Holm, nos ayuda a explorar las raíces del artista y se conforta en imágenes domésticas –de obrador– descargadas de inquietud.

El libro de Lim, que entiende la táctica del cineasta como un “forzar los tópicos casi hasta la ruptura y encontrar emoción en el artificio”, es más audaz a la hora de trazar vínculos e intersecciones y recordarnos la enorme y no siempre bien ponderada influencia en nuestro tiempo del director de Cabeza borradora.

Los dos trabajos comparten información y se complementan a la hora de explicar el personaje, la construcción de su identidad, la expansión infecciosa de su imaginario y la asimilación por parte del mundo de un artista que, contra viento y marea, ha sabido mantenerse en contacto directo con los lugares más oscuros del subconsciente. El nuestro, sobra decirlo.

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