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Qué tiene que ver la novela inédita de Günter Grass con que los nazis prohibieran 'Blancanieves' en Alemania

La Reina Malvada, antagonista de 'Blancanieves y los siete enanitos'

Laura García Higueras

12 de enero de 2025 21:17 h

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Año 2003. El autor alemán Günter Grass termina una primera versión de La estatua, escrita a mano en unas hojas sueltas. Las guarda en un cajón. El plan era que el texto conformara un capítulo de su autobiografía Pelando la cebolla (Alfaguara, 2007), pero su tono surrealista lo habían llevado a otro terreno, de la ensoñación, de la imaginación, a un universo en el que una escultura, en concreto de la considerada durante siglos como la mujer más bella de la Edad Media, Uta de Naumburgo, se convierte en una obsesión, un objetivo, una proyección.

Pasaron más de quince años hasta que el texto fue redescubierto por su colaboradora Hilke Ohsoling, que lo publicó en 2022 en su lengua materna. Alfaguara acaba de editarlo por primera vez en castellano, coincidiendo con el décimo aniversario de su muerte.

La estatua es una novela que atrapa, que genera profunda curiosidad, por la libertad que el Premio Nobel de Literatura se permite para ahondar en su fascinación por la figura de Uta de Naumburgo, hasta un punto que enternece. Su conexión es tan grande que dedica las páginas de su obra a permitir que cobre vida. No ya que sea recordada o reivindicada, sino que viva, que hable, que su mirada, aparentemente vacía sobre la piedra, se llene.

Fue a mediados de los ochenta cuando el escritor la descubrió, en una Alemania aún dividida, en su visita a la catedral de Naumburgo. No fue el primero en quedar embelesado con la representación de esta mujer. Uta fue una noble perteneciente a la casa de Ascania, una de las familias más relevantes de la Sajonia Medieval. Se cree que nació en torno al año 1000 y se casó con Ecardo II que, pese a que terminó haciéndose con la corona del Sacro Imperio y se convirtió en el guardián de las fronteras alemanas, el matrimonio no tuvo descendencia y el linaje se extinguió. Ella fue acusada de brujería y pasó a la historia gracias a esta escultura en su honor.

A principios del siglo XX se convirtió en objeto de culto estético, aunque realmente no se sabe nada sobre su aspecto, ya que a quien el Maestro de Naumburgo eligió como modelo para la estatua fue a su propia hija. Fuera como fuere, sus rasgos fueron enaltecidos durante el nazismo como emblema de la belleza aria. De hecho, en la actualidad sigue siendo representada en sellos postales alemanes. Y llamó la atención del mismísimo Walt Disney. Uno de los colaboradores del creador de la Factoría del Ratón, que era alemán, la eligió como modelo para la malvada de su primera película, Blancanieves y los siete enanitos.

El largometraje, que adaptaba el cuento de los hermanos Grimm sobre una joven que huía del intento de su madrastra por asesinarla para ser la mujer más hermosa del reino, se estrenó en Estados Unidos en 1937. En Alemania fue prohibida. A los nazis no les encantó la idea de que un emblema de las virtudes femeninas germánicas se convirtiera en la bruja malísima Grimhilde, y prohibieron el filme hasta 1950.

La cena de las estatuas, o sus modelos

Günter Grass, autor de otros títulos como El tambor de hojalata (2009), Años de perro (2013), El gato y el ratón (1999), Del diario de un caracol (2019) y Cien decenios (2003), se plantea en su novela hasta ahora inédita en castellano qué hacer con las estatuas de la catedral de Naumburgo, el vínculo, de ser posible, que pueda entablar con ellas. En seguida su apuesta pasa por invitarles a cenar. Su protagonista reconoce que “ya” había convidado a su mesa a personas que después habían pasado a la historia: “En una ocasión compartí mantel con un verdugo y su clientela, delante de un plato de callos, y antes con comendadores de una orden militar”.

En la catedral de Naumburgo, a la Uta de piedra, la acompañaban otras como Reglindis, sobre quien describe: “Según donde se la mire sonríe, hace un mohín o incluso se ríe, se dice que, como hija de un rey de Polonia, muestra rasgos típicamente eslavos y se ríe como una mujer de la limpieza”. También reflexiona sobre el posible trasfondo sociológico que estas esculturas pudieran haber tenido, pero pronto deja que sean su “belleza y energética expresión” las que dominen el discurso, para dejarse “sentir su efecto sin interferencias”. Pero los interrogantes no se detienen una vez toma la decisión de organizar la particular cena.

“¿A quién tendría que invitar? ¿A unos personajes históricos de los que no sé absolutamente nada? A ese Ekkehard número dos, que en el siglo XI se batió como marqués con un ejército serbio o polaco o con no sé qué ascánidas?”, se pregunta. Su gran duda se transforma entonces en considerar si los seres elegidos para acompañarle debieran ser los modelos reales del orfebre que las creó, “porque sin duda trabajó en su taller con modelos de la vecindad, limpios y alegres, o tristes y cavilosos”. Estas doce estatuas góticas representan a los fundadores de la antigua capilla alrededor de la que se construyó la actual catedral, pero para el escritor alemán, “solo aportaron el nombre”.

Así es como tiende puentes con lo terrenal y mundano, bajando la importancia de las figuras históricas, los grandes señores y señoras que copan los libros; y los ciudadanos de a pie. Los representara a imagen y semejanza o no, Günter Grass decide que son ellos los importantes y pone el foco para permitirles hablar, comer, sentarse con él, y por ende con los lectores de su novela. E incorpora al convite al obispo del momento, para saber su opinión al respecto.

“Quise saber si había dado problemas porque fueran demasiado humanas y sin un halo de santidad. Él sonrió, taimado, y después de algún titubeo, me dio a entender, en clave, que de todas maneras la superproducción de vírgenes y santos en todo el país, ya fuera como imágenes de altar, talladas en madera o en piedra, lo aburría”, captura.

Este sacerdote se pregunta al mismo tiempo “cómo va a llegar uno al Señor con tanta distracción de colorines”, reflexionando desde la ironía sobre la trascendencia que se debe dar a las esculturas sobre las que los fieles posteriormente sienten devoción. No para ridiculizar sus creencias religiosas, pero sí trasladando el foco a otro punto, quizás más relacionado con la introspección, que con su representación en este caso en piedra. Piedras que en la novela de Grass son empleadas de los grandes monumentos. “Tengo que irme. Tengo trabajo, tengo que figurar en el pórtico de la catedral”, zanja Uta de Naumburgo dando por finalizada la velada.

La obra del autor alemán no termina aquí. Su protagonista, a través de unos, en sus páginas posibles, viajes en el tiempo, insiste en reencontrarse con su adorada Uta, en viajes posteriores para volver a verla en otros lugares de Europa, en otros momentos de su vida, durante la que no es capaz de olvidarla. Más bien al contrario, el apego se acrecienta, y lo contagia al lector, a quien contagia a su vez a través de sus dibujos, incorporados a la edición de Alfaguara. Unos retratos que amplían el relato y que conceden especial significado a la mirada de Uta, oculta, transparente, encubierta e indescifrable. Magnética.

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