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María Marte, la cocinera feliz

La cocinera dominicana María Marte.

Natalia Chientaroli

No hay en María Marte rastro alguno de la Cenicienta que muchos han visto en ella. Sentada bajo la escultura de Minerva en la azotea del madrileño Círculo de Bellas Artes, con la melena domesticada en una coleta y sus luminosos ojos negros, tiene más el halo poderoso de una diosa que el aspecto frágil de una princesa.

Con melodioso acento caribeño cuenta que su primer trabajo en España fue fregando platos en el elegante Club Allard de Madrid. Y que se consagró como chef y señora –con dos estrellas Michelin en el delantal– de ese mismo restaurante de lujo pocos años después. El relato, hay que reconocerlo, tiene un poco de factoría Disney. Salvo que aquí no hay damiselas encerradas en torres ni valientes príncipes que las rescatan. Más bien romances que se acaban, tres hijos, noches de soledad y alguna que otra encrucijada. No hay brujas malvadas pero sí cansancio, discriminación, dolor por lo que se ha dejado al otro lado del mar.

Simplificando, la aventura de esta dominicana en Madrid se puede parecer a un edulcorado cuento de hadas. Pero María sabe bien que simplificar supone contar solo una parte de la historia, y ella decidió hace tiempo que la lógica de los otros nunca debe mandar sobre la suya propia. Y si no, ¿por qué lo dejaría todo cuando al fin había alcanzado su sueño?

Pero volvamos al principio. María (1978) es la menor de ocho hermanos de una humilde familia de Jarabacoa, una ciudad de 70.000 habitantes a unos 100 kilómetros de Santo Domingo. Su madre hacía confituras en casa y su padre regentaba un pequeño restaurante. La cocina olía bien a todas horas, pero el dinero apenas alcanzaba. Los 16 años –“cuando debería haber estado estudiando”– la encuentran con su primer hijo en brazos. Estudiar, de hecho, no había sido una opción: “Mis padres no se lo podían permitir”.

Y así la vida iba a ir complicándose alrededor de unos fogones que, como el devenir de las cosas, María aún no sabía domar. Con 25 tenía ya un miniproyecto de catering en su casa y unos mellizos, fruto de otra relación. “Yo no quería vivir de prestado; tenía que buscar un futuro para mis hijos”, rememora. Y decidió hacerlo en Madrid, donde se había instalado su ex con su primer hijo, Julio.

Eso suponía un enorme desgarro: podía conseguir 'papeles' para ella, pero no para los pequeños. “Paula y José se quedaron con mi madre. Los dejé con tres años y solo pude traerlos con 12. Me perdí sus mejores años”, dice desviando por primera vez la mirada. “Si tengo algo de qué arrepentirme es de eso”, confiesa. Pero María tenía claro su propósito y tardó poco en aprender su primera lección de migrante: “Aquí nadie te regala nada y hay que sacrificarse. Vivir sin mis hijos fue el precio que yo tuve que pagar”.

Comenzó fregando en el restaurante a 3,50 euros la hora. Tres meses después la dejaron entrar en la cocina –“a pelar patatas”– con la condición de que no dejara de limpiar. Doblaba horarios hasta la extenuación. “Entraba a trabajar con el sol y salía por la noche; llevaba una vida esclava y anónima; sentía que no existía para nadie, pero aun así estaba llena de entusiasmo”, rememora. “Mis compañeros me decían que me iba a morir, pero donde ellos veían locura yo veía la oportunidad de mi vida”.

Finalmente, una noche las palabras del prestigioso chef Diego Guerrero sonaron más contundentes que un conjuro: “Dijo: 'Buscad otra persona para fregar los platos, porque esta chica vale para cocinar”, recuerda María del día en que cambió su vida.

Se convirtió de inmediato en una discípula excepcional, aunque tardó más en conseguir el respeto de algunos compañeros. “Viví muchos episodios de racismo, pero nunca me sentí menos que nadie. Alcancé el lugar que me merecía y vi a muchos de esos que me ninguneaban venir después a pedirme trabajo”.

En 2011 Guerrero dejó el restaurante y María quedó al mando de la cocina. No solo revalidó las dos estrellas Michelin conseguidas junto al chef, sino que en 2014 se hizo con el Premio Nacional de Gastronomía. Con los gemelos viviendo en Madrid, parecía el final feliz del cuento. Salvo que esto no era un cuento.

El éxito profesional no conjugaba del todo bien con la vida familiar de una madre soltera: “Vivíamos juntos pero casi no nos veíamos”, reconoce. El día que su hija tuvo una parálisis facial fue definitivo. “Cuando fuimos al hospital nos dijeron que era grave, que por qué no habíamos ido antes. Yo había estado trabajando todo el día”. María era ya una maestra en los fogones, pero seguía sin domar las curvas del camino.

“Paula se recuperaba pero quería regresar a la República Dominicana, y yo no iba a permitir que una vez más mis hijos estuvieran sin mí. Me necesitaban más que nunca. Tuve que elegir, y no me arrepiento. Se lo debía”.

Así María renunció a sus estrellas y decidió que las perdices las comería, sí, pero con plátano frito y guayaba. Rehizo las maletas y volvió a Jarabacoa, 16 años después de que su encanto Caribe y su tenacidad fuera de serie se subieran a un avión por primera vez. “Tengo que agradecerle a España porque aquí me hice fuerte, aquí aprendí a ser valiente”, sostiene.

En su país ha iniciado un proyecto solidario en una escuela de cocina para mujeres sin recursos. Ya ha seleccionado a cuatro alumnas para que pasen una temporada en el Club Allard, aprendiendo como lo hizo ella. Además, viaja para cocinar como invitada aquí y allá y planea convertirse en asesora de proyectos gastronómicos. Saborea esa libertad ganada a fuerza de tesón y talento.

“Mi cuento no ha sido color de rosa y tampoco ha terminado, porque sigo soñando y peleando por lo que quiero”, dice mientras despliega su enorme sonrisa. “Y de Cenicienta, nada. Yo soy María. María Marte, la cocinera feliz”.

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