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Alevíes sirios en Turquía: entre la espada y la espada

Imagen de archivo.

Lluís Miquel Hurtado

Estambul —

Cuando a Husein (nombre ficticio), un joven sirio de 14 años y mirada vivaracha, se le preguntó por el significado del tatuaje con forma de cimitarra que sella su pecho, su padre le soltó una reprimenda en árabe para evitar ser entendido: “¡Te dije que te lo taparas bien!”. “Nada, fíjate”, respondió entonces el chaval, en turco, mostrando el dibujo de su camiseta interior. “Sólo es Michael Jackson”, musitó, sonrisa desangelada, ante la mirada consternada del progenitor.

En la cruenta guerra de Siria, cualquier señal de identidad religiosa puede ser un pasaporte hacia la muerte. Lucir en la piel el simbólico tatuaje de la cimitarra de Alí, común entre los miembros de la comunidad aleví y etnia turcomana residentes en Siria, bastó para que yihadistas opositores a Asad le rebanaran el brazo al hermano de Zeinab (ficticio) en el distrito del Shajur, en Alepo. “Antes, ya habían amenazado a mi madre con cortarle la mano por el mismo motivo”, relata enfurecida.

Estaban acorralados por el caos. “No teníamos problemas con nuestros vecinos suníes, pero sí con los barbudos extranjeros”, matiza Hassan, un joyero al que la guerra ha arrebatado el negocio, refiriéndose a los yihadistas. “Venían diariamente al barrio. Amenazaban con matarnos y derruir nuestra mezquita”, añade. Hicieron ambas cosas. Al grito de “Dios es grande”, milicianos opositores dinamitaron el templo aleví. La explosión mató al hijo de siete años de Zeinab.

Hassan habla de vecinos asesinados a manos de los alzados. Asegura haber presenciado ataques bomba y caídas de cohetes, y que por eso su familia y unas veinte más tomaron la decisión de exiliarse. Antes de partir cubrieron sus tatuajes con barro: una delación sería fatal. Pero para el exjoyero, la parte más tortuosa del camino fue la llegada: “Ya en Turquía, tuvimos que vivir durante dos semanas de la mendicidad y la venta de pañuelos en [la ciudad de] Gaziantep”.

Ayuda humanitaria escasa

La pobreza predomina entre la mayoría del medio millón de refugiados sirios en Turquía. Una ayuda humanitaria que no alcanza para todos, sumada a las tensiones sectarias que han estallado en Siria, han perjudicado a minorías como la turcomana, de 3,5 millones de miembros. A finales de julio, la entrada de 1.500 refugiados turcomanos en uno de los veinte campamentos que hay en suelo turco derivó en un motín de sus nuevos vecinos árabes.

Gran parte de esta comunidad étnica turcohablante, originaria de Asia Central y extendida en pequeños núcleos al norte de Siria, profesa la rama suní del islam. Organizados en el Movimiento Democrático Turcomano Sirio, los suníes se unieron a la Coalición Nacional Siria, principal antagonista del régimen. Su llamada a luchar por una Siria territorialmente unida y socialmente cohesionada ha dejado al margen a sus 'hermanos' de fe aleví, cuya mayoría idolatra a Asad.

Minorías hermanas

Pese a que jamás fueron objeto de devoción del presidente sirio, que es fiel alauita, el avance del fundamentalismo suní entre las filas opositoras ha hecho de la afinidad religiosa cola de contacto con Damasco. El alauismo y el alevismo son corrientes espirituales paralelas, nacidas durante la Edad Media. Su base tiene un pie en el chiísmo islámico y el otro en un conjunto de prácticas y doctrinas próximas al chamanismo y anteriores a Mahoma.

Alevíes y alauíes aguardan el descubrimiento del duodécimo imán, el Mahdí. Como los chiíes iraníes o libaneses, validan la línea sucesoria de Alí, yerno del profeta. Su base preislámica está compuesta de conceptos como la creencia en la esencia divina del ser humano y la inclusión de danzas y músicas rituales en su celebración comunitaria semanal, los jueves por la noche. Debido a la heterodoxia de sus prácticas religiosas, el sunismo ha tendido a tacharles de “infieles”.

Hay entre 15 y 20 millones de alevíes en Turquía, un 20% de los cuales son de etnia kurda. Se concentran en comunidades extendidas por toda la geografía, denominadas 'cem' y orientadas por un anciano al que llaman 'dedé'. Se reúnen en los llamados 'cemeví' (casa de la comunidad). La negativa del Gobierno a reconocer estos edificios como lugar de culto les obliga a hacer una pirueta legal y organizarse como centros culturales, donde tienen prohibido cumplir sus ritos funerarios.

Perdidos en Estambul

El té arde. Cemsi Onuk, presidente del centro cultural aleví Pir Sultan Abdal del distrito estambuliota de Gaziospanpasa, lo deja enfriar mientras relata su pedazo de historia. “Nos enteramos por la prensa de su llegada a la ciudad. Alevíes de Gaziantep les habían pagado billetes de autobús. Acudimos inmediatamente a un parque del barrio de Kumkapi”. Allí estaba Hassan y unos 400 alevíes turcomanos más, todos llegados del norte de Siria, durmiendo al raso y pidiendo limosna.

“No querían escucharnos”, prosigue Onuk, “tenían miedo. Costó explicarles que veníamos a ayudarles. Al final, logramos convencer a trece de ellos, que vinieron a nuestro cemeví del barrio de Yunus Emre, se ducharon y cenaron”. El fruto del trabajo de los siguientes días está registrado en el folio que el líder aleví saca del bolsillo de su camisa y desdobla primorosamente: “Hoy ya hay con nosotros 30 niñas, 37 niños, 24 mujeres y 20 hombres. Hay familias con 6 o 7 pequeños”.

En un país cuyo primer ministro lo ha apostado todo a la caída del régimen sirio, los refugiados turcomanos alevíes sólo confían sus correligionarios turcos. “Habían rechazado, por miedo, la oferta del Gobierno de alojarse en los mismos campamentos que los damnificados por Asad”, aclara Cemsi Onuk. Estos exiliados denuncian haber oído, por boca de familiares, casos de amenazas de muerte, violación de mujeres y secuestro de alauíes para cobrar rescates a manos de opositores.

Refugiados por separado

Hace un año, el Gobierno turco se planteó abrir campamentos distintos para todas las comunidades que habían convivido en Siria. Respondían a la incipiente llegada de cristianos asirios. Al igual que los turcomanos alevíes, esta comunidad se vio atrapada en la disyuntiva de apoyar a una revolución, que simpatizaba cada vez más con el islamismo, u oír cantos de sirenas damasquinas, quienes tras décadas reprimiéndolas, intentaban venderse como garantes de las minorías.

Los planes de Tayyip Erdogan no fueron necesarios. Temerosos de sufrir represalias a manos de sus ayer vecinos en campamentos compartidos, los asirios buscaron directamente cobijo en el monasterio cristiano de Mor Gabriel, sito en la provincia sureña de Mardin. Los monjes pactaron con Ankara canalizar la ayuda humanitaria para sus huéspedes refugiados, que coordina la Agencia del Primer Ministro para la Gestión de Catástrofes y Emergencias (AFAD).

El Gobierno interviene

“¿Ahora sí os importan? ¿Por qué no les habéis atendido antes?”, preguntó Cemsi Onuk al jefe de policía. Un contingente de agentes se había personado en el cemevi para trasladar a los turcomanos alevíes a un campamento compartido con los suníes. La intentona no fructificó y provocó que, presos del pánico, veinte de los refugiados abandonaran el cemeví. “Ninguno de ellos acepta la propuesta gubernamental. Temen que las condiciones de seguridad sean insuficientes”, aclara Onuk.

Poco después, el Gobierno solicitó una entrevista con el presidente del cemeví de Yunus Emre. En ese primer contacto, las autoridades solicitaron una lista detallada de todos los refugiados a los que daban cobijo. “Ankara dijo que hay 10.000 refugiados turcomanos alevíes en Turquía”, explica Onuk. “Sabemos, además, que una parte fue acogida por comunidades alevíes de la ciudad de Esmirna. Y que sólo en Estambul hay al menos 3.000, muchos aún durmiendo en parques y plazas”.

De nada sirvió el encuentro inicial. Poco después, un escuadrón de policías, aún mayor que el de la primera visita, se presentó en Yunus Emre para llevarse por la fuerza a los refugiados. “Fue dramático”, lamenta el líder comunitario. “Algunos lloraban aterrorizados por la escena”. Decenas de fieles alevíes, procedentes de todos los barrios de Estambul, acudieron a bloquear la tarea de los uniformados, que finalmente volvieron a irse con las manos vacías.

Lo ocurrido llevó a la dirección del cemeví a declararse responsable de los refugiados. Acudieron a la Seguridad Social para inscribirles, instalaron tres carpas en el patio del centro de culto y cinco voluntarios organizaron una cocina para dispensar tres menús diarios. Numerosos vecinos del barrio de Yunus Emre, de mayoría aleví, acuden diariamente para entregar comida, enseres de limpieza y material doméstico. 250 refugiados duermen gratis en pisos cedidos por los ciudadanos.

“Sólo hemos hecho una reflexión humanitaria”, puntualiza Vedat Kara, portavoz de la Coordinadora de Entidades Alevíes de Estambul. “Ambos pertenecemos a la misma escuela aleví, la Bektasí, pero junto a ellos también estamos atendiendo a algunas familias turcomanas suníes”, añade. “Ya no necesitamos la ayuda del Gobierno. Sólo queremos actuar de intermediarios entre ellos y la Administración para que se les garantice seguridad y un estatus de refugiado”.

Sin estatus reconocido

El día en que el primer ministro Erdogan se refirió a los exiliados usando el término “huéspedes”, estaba ofreciéndoles un regalo envenenado. Con 500 millones de euros, Turquía es el país receptor que más ha invertido en los desplazados por el conflicto de Siria. Sin embargo, la decisión de no otorgarles el estatus de refugiado reconocido por la ONU, alegando que se trataba de un “alojo temporal”, inhabilita a las víctimas para solicitar asilo político o conseguir un permiso de trabajo.

Esta situación desquicia a Hassan que, anclado en el rincón de una de las carpas plantadas frente al cemeví de Yunus Emre, observa sombrío a su alrededor. Sus ojeras, que asoman bajo unos ojos abatidos, sobresalen en un rostro vencido por la inexpresión. “Tenía un buen trabajo”, musita. “Desde que empezó la guerra, sólo he vivido de la caridad. Primero, del dinero que nos pagaba el Ejército sirio; luego, de la limosna. Es vergonzoso, a mi edad y así... ¡sólo quiero poder trabajar!”.

Pese a que se sabe que el régimen ha facilitado armas a minorías como la cristiana para formar milicias de defensa en sus regiones, este refugiado asegura que no fue así en su caso. “Es el Ejército el que nos protege. Mi hermano se unió a él. Es cierto que asesinan a gente, pero porque ellos nos atacan. ¿Qué otra opción tenían?”, se pregunta. “Hay soldados traidores. Cuando el Gobierno les da el dinero que debe ir destinado a nosotros, desertan con él sin entregárnoslo”, comenta indignado.

Una pequeña de ojos chispeantes se cuelga del cuello de Hassan. “Estoy aquí por ellos. Soy padre de familia y debo protegerles”, suspira trazando una sonrisa que pronto se apaga. “En principio dejé a mis padres en Alepo porque, al ser mayores, el desplazamiento era difícil”. El padre aleví transpira arrepentimiento con sus palabras: “Ahora sí que estoy preocupado por ellos. Me gustaría de veras poder irles a buscar o enviarles dinero para que vengan. Pero no tengo nada”.

Los días parecen eones en el cemeví de Yunus Emre. No muy lejos de allí, Cemsi Onuk celebra la tímida oferta del Gobierno turco de abrir un campo de refugiados para los alevíes turcomanos en la provincia de Malatya. Aún así, no resultan buenas noticias para Hassan, que con nulo sarcasmo confiesa que algunos de los suyos se plantean volver a sus hogares: “¿Qué mas dará morir allí que aquí? Ya estamos acabados”.

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