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The Guardian

Las consecuencias de la privatización del sector del agua: ventas baratas, más deuda, capitales extranjeros y pésimo servicio

La primera ministra británica, Margaret Thatcher, en una foto de archivo.
13 de julio de 2024 22:08 h

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Hubo un tiempo en que las compañías privadas de agua en Reino Unido eran tan impopulares como ahora. Durante el tórrido verano de 1995, el director general de Yorkshire Water, Trevor Newton, ganó notoriedad cuando instó a los clientes a reducir su consumo del producto de su empresa con un mensaje inspirador: “Yo personalmente llevo tres meses sin tomar un baño ni ducharme”.

Tras una ronda de chistes sobre los “asquerosamente ricos” -porque los sueldos multimillonarios de los jefes de las compañías de agua también eran noticia en aquellos días-, Newton invitó a la prensa a ver cómo se aseaba utilizando una toallita y una palangana. Más tarde se supo que había estado yendo y viniendo de Yorkshire para bañarse en casa de sus padres o de sus suegros.

El aspecto serio de la farsa era que, al igual que ahora, el público estaba indignado por la disparidad entre las ganancias de los inversores y el pésimo servicio prestado por una empresa privatizada. Yorkshire Water acababa de pagar un dividendo de 50 millones de libras a sus accionistas y, sin embargo, la ciudad de Bradford corría el riesgo de quedarse sin agua. La apertura de una nueva red de suministro llevaba retraso y la empresa se veía obligada a transportar el agua en camiones cisterna a través de los valles conocidos como Yorkshire Dales. “La ira pública estalló”, recuerda Sir Ian Byatt, el primer director de la Oficina de Servicios de Agua (OFWAT, por sus siglas en inglés), el organismo regulador creado con la privatización en 1989.

La saga también puso de manifiesto el deplorable estado de la infraestructura hidráulica, el cual había sido en un principio la razón aducida para la privatización. Reino Unido era considerado el “hombre sucio de Europa” por la contaminación de sus playas y ríos. Desde mediados de los años setenta hasta mediados de los ochenta, las inversiones en la renovación de las alcantarillas y las depuradoras habían ido en descenso, y Reino Unido ahora debía cumplir con las nuevas normativas de la Comunidad Europea en materia de contaminación.

El Gobierno de Margaret Thatcher, que ya había privatizado el gas y las telecomunicaciones, decidió que sólo el capital privado y el mercado de valores podrían aportar mejoras. “Se dijeron muchas cosas absurdas, del estilo de ‘miren a la primera ministra, va a privatizar hasta la lluvia que cae del cielo’”, escribió Thatcher en sus memorias. “Yo solía replicar que puede ser que la lluvia provenga del Todopoderoso pero que Él no enviaba las tuberías, ni los grifos ni la ingeniería para aprovecharla”.

Más de tres décadas después, esa misma infraestructura requiere hoy una gran actualización, y las facturas se dispararán cuando la OFWAT presente el jueves el régimen tarifario para los próximos cinco años. Mientras tanto, las 10 empresas inglesas y galesas de agua y saneamiento llevan pagados 78.000 millones de libras en dividendos desde 1989, con una deuda acumulada de 60.000 millones. Mientras tanto, la más grande de todas, Thames Water, corre el riesgo de ser reestatizada temporalmente. Sólo tres de las 10 siguen cotizando en bolsa. Entretanto, tras una serie de derrames de aguas residuales, fugas de agua y cuantiosas multas que han suscitado la indignación de la opinión pública, el sector se ha convertido en sinónimo de mala gestión, avaricia empresarial y contaminación. ¿Cómo hemos llegado hasta este punto?

En rebajas

Para llevar a cabo la privatización en diciembre de 1989 -un mes después de la caída del Muro de Berlín-, el Gobierno canceló toda la deuda a largo plazo de las anteriores autoridades del agua e inyectó dinero en efectivo en las nuevas empresas, a modo de “dote verde”. Así, los ingresos netos para el Tesoro, incluso tras haber vendido las empresas por un total de 7.600 millones de libras, fueron prácticamente nulos.

Sin embargo, los inversores en la bolsa obtuvieron sus habituales ganancias rápidas: en el transcurso de un mes, las acciones de las 10 empresas subieron un 20% de media. La mitad de los pequeños inversores, animados a comprar con el eslogan “Usted podría ser un H2Owner [dueño del H2O]”, recogieron sus beneficios y vendieron sus acciones en menos de un año. Fue un periodo de exuberancia empresarial, satirizado por el personaje “Loadsamoney”, interpretado por el comediante Harry Enfield.

Pero los gastos adicionales no tardaron en llegar. En los cuatro años siguientes a la privatización, la inversión se duplicó, pasando de 3.000 millones de libras anuales a 6.000 millones. Los partidarios de la privatización podrían argumentar que la disciplina impuesta por la cotización en bolsa, además de la bofetada de parte de un regulador independiente, los obligó a mejorar los malos resultados. Tras el desastre de Yorkshire Water en 1995, la OFWAT envió inspectores, lo que resultó en que los directivos fueran desplazados. A finales de la década, la empresa tenía los mejores rendimientos. Byatt también propuso que Yorkshire devolviera 40 millones de libras a los clientes en forma de recortes de precios y “tras algunas discusiones, aceptaron hacerlo”.

Pero enseguida se hizo evidente que las empresas habían sido vendidas a precios excesivamente bajos. Las facturas de los clientes aumentaron un tercio en los primeros cinco años, ya que, en el momento de la venta, se suponía que las empresas necesitarían acceso inmediato al dinero que financiaría el aumento de las inversiones en infraestructura. En un principio, se creía que los niveles de endeudamiento comprenderían un máximo de sólo el 35% del valor de los activos (es decir, el ratio de apalancamiento, que calcula la capacidad de utilizar deuda para financiar una operación). Pero el mercado de bonos estaba dispuesto a prestar sumas mucho mayores a empresas monopolísticas con clientes cautivos.

Y, por extraño que parezca, la oficina reguladora estaba muy interesada en que el apalancamiento financiero aumentara. El razonamiento era que el ahorro resultante de la disminución de los costes de financiación se trasladaría a los clientes en forma de facturas más bajas. La primera revisión quinquenal de precios de la OFWAT, en 1994, frenó las subidas de factura previstas en la privatización; la segunda, en 1999, redujo las facturas una media del 12%.

Las compañías se prestaron felices al juego de la deuda. Con la subida del precio de las acciones y el acceso a capital barato, a algunas de ellas incluso les picó el gusanillo de la diversificación en los prósperos años noventa. Thames logró obtener contratos para gestionar redes hidráulicas en países tan lejanos como Indonesia y Chile. Welsh Water despilfarró comprando hoteles y clubes de campo. En 2000, Anglian Water se hizo con una empresa de construcción.

Fusiones y adquisiciones

El juego de las adquisiciones comenzó en 1995, cuando el Gobierno canceló sus acciones de oro en las 10 compañías de agua. La francesa Lyonnaise des Eaux compró Northumbrian Water. Scottish Power compró Southern Water. La estadounidense Enron, antes de su escandalosa quiebra en 2001, compró Wessex Water. Las compañías de agua no podían comprarse unas a otras, pero algunas adoptaron el concepto de “multiservicios”, de moda en aquel entonces, y adquirieron proveedores regionales de electricidad, que habían sido privatizados en 1990. North West Water compró su proveedor local y se convirtió en United Utilities, mientras que Welsh Water hizo lo suyo con South Wales Electricity y pasó a llamarse Hyder.

Nada de esto se vio detenido por el sorpresivo impuesto sobre los servicios públicos privatizados, incluida el agua, establecido en 1997 por el Gobierno laborista entrante. Thames, por ejemplo, se vendió por 922 millones de libras en la privatización, pero en julio de 1997 su cotización en bolsa alcanzaba los 2.900 millones de libras. Asimismo, el valor de Severn Trent había pasado de 849 millones de libras a 3.000 millones en el mismo plazo.

Hacia el final de esa primera década después de las privatizaciones, el sector del agua estaba tan cambiado que resultaba irreconocible. Un artículo de The Guardian publicado en 1999 reflexionaba sobre “los efectos mixtos de la privatización del agua”. Por un lado, una parte demasiado grande de las ganancias extraordinarias se había “disipado en diversificaciones poco aconsejables, dividendos excesivos y megaincrementos injustificados de las retribuciones de los directivos de las empresas”, aunque “se invirtió mucho dinero en mejorar las infraestructuras, de modo que ahora el agua potable es mucho mejor”.

Los acuerdos siguieron llevándose a cabo. Thames fue comprada en 2000 por la alemana RWE, que pagó 4.300 millones de libras en efectivo y asumió 2.500 millones de deuda. El precio de compra, 12,15 libras por acción, quintuplicaba los 240 peniques por los que las 10 compañías de agua habían sido vendidas en 1989. Las empresas de servicios públicos de Reino Unido continuaban atrayendo capitales extranjeros y, a tono con el espíritu de aquellos tiempos, eso era considerado algo excelente. El Nuevo laborismo no alteraría el modelo.

Estaciones de pánico

Lo que siguió fue un punto de inflexión crítico. A principios de la década de 2000, Railtrack, tras una serie de accidentes mortales en los ferrocarriles, se vio obligada a declararse en bancarrota y se convirtió en Network Rail. A continuación, British Energy, propietaria de la mayor parte de las centrales nucleares del país, tuvo que ser rescatada.

Ambos acontecimientos provocaron el pánico político, y la City (el barrio londinense donde se encuentra el principal distrito financiero de la ciudad) hizo todo lo posible por avivar el miedo a que el capital extranjero se evaporaría si se veía que los propietarios de las empresas se veían perjudicados por la acción del Gobierno (acusación inmerecida en el caso de Railtrack). Entre bastidores, el sector del agua continuaba quejándose de que la revisión de los precios de las tarifas, realizada por la OFWAT en 1999, le dejaba sin incentivos suficientes para invertir.

El resultado fueron dos medidas que, en retrospectiva, aceleraron la toma de riesgos financieros. En primer lugar, en 2002, la OFWAT prorrogó las licencias de explotación de las compañías de agua, que expiraban en 2014. En su lugar, se concedieron licencias renovables de 25 años. “Un plazo de aviso más largo permitirá a las empresas y a sus inversores planificar con mayor seguridad”, dijo Philip Fletcher, el entonces director de la OFWAT. Más allá de aquella esperanza, la reforma también protegió a las empresas con peor rendimiento de cualquier amenaza de ser sustituidas en el mediano plazo.

La siguiente revisión quinquenal de precios fue ampliamente considerada como un obsequio para las empresas: en 2004, las facturas aumentaron un 20%. El agua se volvía así aún más atractiva para los inversores.

Fue en ese momento que las adquisiciones se dispararon. Los nuevos compradores no eran otras empresas de servicios públicos, sino entidades financieras: bancos de inversión, fondos de infraestructuras, fondos de pensiones. En 2006, Macquarie compró Thames a RWE por 8.000 millones de libras. Lo mismo ocurrió con la adquisición de la matriz de Anglian por un grupo de fondos de pensiones canadienses y australianos. En 2007, Southern Water cayó en manos de un consorcio que incluía a JP Morgan Asset Management tras una pugna con el banco de inversión estadounidense Goldman Sachs. Kelda Group, propietaria de Yorkshire Water, fue comprada por un consorcio que incluía a Citigroup y HSBC.

Antiguos funcionarios de la OFWAT señalan este periodo como uno en el que cambiaron las reglas del juego. Byatt escribió en su libro A Regulator's Sign Off: Changing the Taps in Britain: “El capital privado para obras de infraestructura mostró la cara más dura del capitalismo, con compras apalancadas y políticas cortoplacistas, es decir, préstamos elevados y dividendos altos, lo que mereció críticas generalizadas por la falta de transparencia y por su ingeniería financiera”.

Jonson Cox, que fue director tanto de Yorkshire como de Anglian antes de presidir la OFWAT de 2012 a 2022, declaró ante una comisión de la Cámara de los Lores poco después de dejar el ente regulador: “En la década de 2000, los bancos de inversión empezaron a darse cuenta de que existía la oportunidad de adquirir los activos de las compañías de agua y de aumentar significativamente el apalancamiento financiero en esas estructuras de capital. Yo no formaba parte de la OFWAT en ese momento. He estado en desacuerdo con esa metodología y considero muy desafortunado que haya ocurrido”.

Cox sostuvo que los bancos de inversión crearon incentivos sesgados y “la predisposición de considerar las empresas de agua como activos financieros”.

Ingeniería financiera a lo loco

En 2007, poco después de ser adquirida por Macquarie, Thames se embarcó en una “titulización corporativa” (whole business securitization), una captación de fondos cuyo nombre banal contradecía lo agresivo de su propuesta. Un hasta entonces anodino negocio de tuberías y plantas de tratamiento de aguas residuales fue reformulado en una compleja estructura corporativa, con ocho niveles de propiedad, incluida una filial en las Islas Caimán, que permitía acumular deuda sobre deuda, como los pisos de un pastel de bodas.

De repente, ratios de apalancamiento del 50% o 60% pasaron a ser superiores al 80% en algunas empresas retiradas de la bolsa de valores. Como explicó Thames en 2018, esta estructura corporativa bizantina le permitía endeudarse más, con el visto bueno de las agencias de calificación crediticia: “Un mayor nivel de apalancamiento es posible con una calificación de grado de inversión”.

Macquarie ha defendido el uso de la titulización corporativa en Thames, aduciendo que era “muy común” en aquella época. “Era un producto de servicios de agua de Reino Unido inventado, asesorado y construido por bancos de Reino Unido”, dijo el año pasado Martin Bradley, director de infraestructura de la compañía, a la revista Infrastructure Investor.

Bradley señaló que los inversores en fondos de Macquarie, a través de una venta escalonada de Thames en 2017, obtuvieron rendimientos brutos anuales entre un 12% y un 13%, que, según sostuvo, estaban al mismo nivel que los del cumplimiento normativo del período 2005-09. “No hay nada en nuestras ganancias de lo que me avergüence”, aseguró.

El banco australiano también ha defendido su gestión de Thames, afirmando que la empresa “emprendió niveles récord de inversión a pesar de la reducción en los rendimientos permitidos por la OFWAT”.

Pero el legado del festín de deuda tomada por el sector a mediados de la década de 2000 sigue vivo. Southern Water, que adoptó la titulización corporativa en 2003, tuvo que ser rescatada en 2021 en lo que hoy puede ser vista como una versión en miniatura de la crisis financiera en la que Thames está sumida. El comprador de Southern fue Macquarie, que inyectó 1.000 millones de libras para revalorizar la empresa.

La OFWAT tardó en darse cuenta de los peligros del endeudamiento excesivo. Apenas el año pasado se introdujeron facultades para la suspensión del pago de dividendos que pusieran en peligro la solvencia financiera de la empresa.

Una pregunta central sobre los efectos de la privatización es si la transición de empresas públicas con un capital razonable en el mercado de valores a entidades privadas fuertemente apalancadas ha contribuido al lamentable historial medioambiental del sector.

¿Es, por ejemplo, una coincidencia que las dos empresas más multadas a lo largo de los años -Thames y Southern- sean también las dos con las estructuras de financiamiento más agresivas?

La deuda, hay que decirlo, también ha sido utilizada para su propósito original de acelerar las inversiones, como complemento de la parte financiada con las facturas pagadas por los usuarios. Las inversiones posteriores a la privatización ascienden a un total de 190.000 millones de libras, pero resulta innegable que el uso del apalancamiento financiero, con el objetivo de maximizar el rendimiento para los accionistas, ha sido excesivo.

El actual director ejecutivo de la OFWAT, David Black, abordó esta cuestión el año pasado, cuando la crisis financiera de Thames se agudizó: “Para la mayoría de las empresas, el endeudamiento ha sido una fuente de financiación prudente y de bajo coste, con tipos de interés bajos y fijos a largo plazo. Sin embargo, algunas empresas se endeudaron demasiado, siendo el de Thames Water el caso más evidente. Los riesgos que ello conlleva -y los de corregirlo- son responsabilidad de la empresa y sus accionistas”.

Es allí donde radica una enorme tensión en el centro de la reciente decisión de la OFWAT respecto a los planes de negocio de las empresas para los próximos cinco años. La inversión es necesaria a gran escala y las facturas de los clientes van a subir sustancialmente, pase lo que pase. Pero, ¿se encargará la oficina reguladora de que los peores adictos a las deudas paguen por sus atracones de préstamos?

Traducción de Julián Cnochaert.

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