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“El dinero no susurra, grita”: cómo el regreso de Trump marca las bases de una nueva (y tosca) vestimenta de poder

Elon Musk y Donald Trump durante su campaña a la presidencia.

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La nueva era de Donald Trump es un asalto a los sentidos. Hay una majestuosidad tosca en un presidente que, con sus pesados trajes Brioni con hombreras, parece un búfalo pintado por Holbein. La geopolítica se ha distorsionado hasta convertirse en una especie de pesadilla febril salida directamente de El señor de las moscas, presidida por un matón de patio de recreo con el rostro pintado de bronce. Sombreros de vaquero con lentejuelas y gorras MAGA, puños en el aire al ritmo de la canción “YMCA” de Village People: signos de una cultura con el volumen a tope. Así como el poder se ha desvinculado de la responsabilidad, el prestigio se ha liberado del gusto. El Trump 2.0 parece una montaña rusa de Space Mountain sin barra de seguridad, y esto apenas ha empezado.

La moda habla fuerte en este nuevo mundo. A dos semanas de inicio del segundo mandato de Trump, el power dressing (vestimenta de poder) ya tiene un aspecto nuevo. Se va el cuidado decoro patricio de los Biden, y comienza una nueva era de opulencia estadounidense. El encanto sofisticado y metropolitano de los Obama hoy es un recuerdo lejano, reemplazado por luces radiantes, peinados voluminosos, lemas vulgares y logos de marcas de lujo. La ridícula chaqueta espacial de Elon Musk. El extraño sombrero de Melania Trump. La lencería de Lauren Sánchez el día de la investidura presidencial. Es, como dicen los jóvenes, mucho.

Es muy fácil hablar pestes del estilo de Trump. Fácil, pero simplista –y también peligroso. Simplista, porque su imagen tiene un atractivo indiscutible. A muchos –77.284.118 votantes, para ser precisos– les gusta lo que ven. Peligroso, porque el desdén y las burlas hacia una estética que destruye las reglas del establishment forman parte directa del juego de Trump.

El encanto sofisticado y metropolitano de los Obama hoy es un recuerdo lejano, reemplazado por luces radiantes, peinados voluminosos, lemas vulgares y logos de marcas de lujo

El estilo de Trump en su segundo mandato ha dado un salto cualitativo. En contraste con el tono sombrío del discurso inaugural de hace ocho años, que había tenido por tema la “masacre americana”, el Trump 2.0 llegó a Washington DC con un tono renovado y alegre. Hubo más sonrisas, más celebridades, más gente bella entre los invitados. El mensaje fue simple, pero efectivo. Las fiestas enormes con hamburguesas y fuegos artificiales son divertidas. Tener mucho dinero es divertido. Ganar es divertido. Un siglo de historia de Hollywood demuestra que al público le encantan los hombres con grandes músculos y las mujeres con el cabello rubio y ondulado. El fin de semana de la ceremonia de investidura, en una fiesta celebrada en el restaurante Butterworth’s en Washington, a la que asistieron jóvenes ricos seguidores de Trump, un influencer conservador de 28 años, Xaviaer DuRousseau, dijo a la New York Magazine: “Este es el Coachella republicano y Donald Trump es nuestra Beyoncé”.

La primera regla de la narración es “mostrar, no contar”, y siguiendo ese principio es precisamente cómo Trump y su círculo se visten. En el mundo de Trump, los hombres son hombres y las mujeres son mujeres. Incluso antes de que firmara un decreto que proclama que el Gobierno de los EEUU solo reconocerá dos sexos, masculino y femenino, el aspecto de su séquito ya estaba transmitiendo esta idea.

Los trajes de Trump son cuadrados y demasiado holgados, sin toques dandy como los pañuelos de seda en el bolsillo ni cinturas discretamente ajustadas, y mucho menos los modernos dobladillos de pantalón cortos. La broligarquía formada por Musk, Jeff Bezos y Mark Zuckerberg exhibe sus músculos y luce gafas de aviador como si acabaran de bajar de un helicóptero. Kellyanne Conway, colaboradora de Fox News, y Megyn Kelly, la podcaster conservadora que describió el regreso de Trump a la Casa Blanca como “una utopía instantánea”, son las embajadoras de una visión de la feminidad que tiene sus raíces en las rubias californianas de la ficción juvenil Las gemelas de Sweet Valley.

También ha aumentado la demanda por el peinado blowout al estilo republicano: amplificado a las proporciones que exige un estudio de televisión, es más grande y con más volumen que los discretos y elegantes cortes carré de la era demócrata. Este es un mundo en el que las mujeres nunca tienen arrugas ni canas y cabrán por siempre en sus vestidos de novia. Una sola mirada al séquito de Trump muestra que su política anti-woke no está a la espera de ninguna legislación: ya está aplicándose de forma estricta.

Zuckerberg lo llama “energía masculina”, pero nostros podemos seguir llamándolo “patriarcado”. Dos estilos dominan en el círculo femenino de Trump. Primero, una sastrería muy recatada, ultrafemenina, con énfasis en la cintura para el día y, segundo, vestidos de noche con los hombros descubiertos para la noche. La dualidad viene acompañada de una presión tácita para priorizar ir a casa a cambiarse y ponerse los rulos calientes en el cabello, por encima de cualquier otra cosa pendiente en tu lista de tareas. Ambos estilos tienen un toque retro de mediados de siglo.

También ha aumentado la demanda por el peinado 'blowout' al estilo republicano: amplificado a las proporciones que exige un estudio de televisión, es más grande y con más volumen

Para la inauguración, Ivanka Trump, la más elocuente en cuestiones de moda dentro del clan, usó un traje de falda verde bosque inspirado en una colección de Dior de 1950, seguido de un vestido de noche modelado sobre uno hecho por Hubert de Givenchy para Audrey Hepburn en la película Sabrina de 1954. Incluso coronó lo nostálgico del atuendo con guantes de ópera hasta el codo. Usha Vance, que para la ceremonia de inauguración vistió un abrigo rosa pálido de cachemir largo hasta la rodilla, al que cambió por un vestido sin tirantes para el baile inaugural, siguió el ejemplo. El auge de la estética tradwife –una tendencia en redes sociales de la generación zeta en la que las mujeres jóvenes interpretan amas de casa idealizadas, cocinando elaboradas comidas para sus adorables hijitos sin romperse una uña, ni ensuciar de mermelada sus vestiditos de algodón blanco, ni dejar de sonreír– sugiere que puede que este cosplay retrógrado tenga un atractivo intergeneracional.

En la era Trump, la vestimenta también es un asunto de dinero. Aquí, la regla de oro es simple: quien tiene el oro hace las reglas. Los multimillonarios están a cargo, así que si quieres que tu voz sea escuchada, necesitas parecer rico. Zuckerberg ha comenzado a usar un reloj Greubel Forsey de 900.000 dólares (866.000 euros). Melania nunca ha intentado moderar sus gustos caros, que incluyen una debilidad por los tacones Christian Louboutin y una colección considerable de bolsos Hermès Birkin, con precios entre los 30.000 y los 90.000 dólares (29.000 y 87.000 euros, respectivamente).

Tal es el poder del dinero que, cuando este se enfrenta con los roles de género, el que gana es el dinero. Sánchez desafió todos los códigos femeninos de vestimenta en la inauguración al llevar expuesto un sujetador de encaje bajo su chaqueta Alexander McQueen. La vibra parecía ser “cuando tu prometido es Jeff Bezos, haces lo que te plazca”. No estoy criticando a Sánchez, que tiene derecho a llevar lo que elija. Pero es interesante observar el poder del dinero para desplazar abruptamente la ventana de Overton sobre lo que es o no aceptable en una ocasión estatal.

Para la élite, vestirse siempre se ha tratado sobre lucir rico, pero este es un tipo diferente de riqueza. En la corte de Trump, el dinero no susurra con los tonos del lujo silencioso, suaves como el cachemir, sino que grita. Los ricos de toda la vida hablan en código, recurriendo a marcas elegantes y discretas como las casas italianas Loro Piana y Brunello Cucinelli. En un establishment donde el poder se transmite de generación en generación, resulta útil parecer que creciste siendo rico. Pero Trump representa con astucia su relato originario de “hombre hecho a sí mismo” –sí, un bulo, como sea– en la torpeza de su estilo: corbatas demasiado anchas, bronceado demasiado oscuro. Es la idea que un forastero tiene de cómo se visten los hombres ricos. Para reforzar esta imagen, durante la campaña electoral del año pasado colgó el traje y se puso un chaleco de alta visibilidad de recolector de basura y un delantal de cocinero de McDonald’s.

Para la élite, vestirse siempre se ha tratado sobre lucir rico, pero este es un tipo diferente de riqueza. En la corte de Trump, el dinero no susurra con los tonos del lujo silencioso, suaves como el cachemir, sino que grita

La única persona en la órbita de Trump que no sigue su ritmo es la primera dama, que ha desconcertado toda expectativa con su renuncia a desempeñar el papel de esposa trofeo. Su nuevo retrato oficial, en el que aparece con un traje de pantalón –una jugada audaz en sí misma– tiene una energía muy de LinkedIn, con una Melania en pose de poder detrás de un escritorio pulido hasta parecer un espejo. (En su retrato, Jill Biden posó con un vestido rosa y sonriente en un jardín de rosas). Melania no pretende ser agradable. Desde la chaqueta con el mensaje “I Really Don’t Care, Do U?” [Realmente no me importa, ¿y a ti?] hasta el sombrero que ocultaba su rostro en la inauguración, su ropa parece desdeñar a los demás, si no ser abiertamente hostil.

Pero, ¿qué podría ser más trumpista que una primera dama que pisotea todas las reglas de vestimenta aceptadas en Washington? Al igual que su esposo, Melania ve su posición no como un servicio para los demás, sino en términos de lo que puede hacer por ella. Sin embargo, tal vez accidentalmente, el descaro de Melania respecto a las reglas cumple una de las funciones no oficiales de la primera dama, que es humanizar al presidente. ¿Quién puede olvidar la imagen de Trump intentando darle un beso a su esposa en el Capitolio y viéndose frustrado por el ala de un sombrero que le impedía acercarse a ella? Un sombrero puede sentar límites tan efectivamente como cualquier valla. Trump nunca parece más vulnerable que en presencia de Melania.

Ivanka es única en su capacidad de metamorfosear e ir del mundo de Trump al de la élite liberal. Puede hacer de Barbie republicana, pero también encaja en la feria de arte Frieze. En 2017, troleó a la comunidad de la moda al usar un par de pendientes desparejos, como si estuviera intentando decir que ella era una más. La prensa ha señalado que el simbolismo del traje de Dior que usó para la inauguración –un guiño al New Look parisino de la posguerra, surgido en un momento en el que un país al borde del cambio recurría a una visión nostálgica de la feminidad– no pasó desapercibido para Ivanka. Las motivaciones detrás de su estilo no deben subestimarse.

Hay otra referencia estilística que mencionar. Trump afirma que fue la intervención divina lo que lo salvó del asesinato en Pensilvania en julio. Él cree que Dios lo ha ungido como rey. Mientras tanto, su primera dama ha hecho de los sombreros una marca de estilo personal, lo que resulta difícil de pasar por alto como una alusión a la realeza, en particular al extenso reinado de Isabel II. Los Trump, que desean que este segundo mandato siente las bases para una nueva dinastía estadounidense, con sus hijos siguiéndolos en la senda hacia la Oficina Oval, están tendiendo a presentarse como una familia real. Los atuendos que Ivanka seleccionó para que su familia vistiera en el día de la investidura, con su conjunto monocromático haciendo juego con en el conjunto color camello de su hija, fueron una inconfundible alusión a los Cambridge: el abrigo con capa de Arabella Kushner, de 13 años, remitió a la capa y el vestido que la Princesa Charlotte usó en la coronación de Carlos III. La moda habla fuerte y claro en la corte de Trump. Ninguno de nosotros puede permitirse no escuchar.

Traducción de Julián Cnochaert.

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