Cuando cuento en España que el Reino Unido se cae a trozos, la reacción de mi interlocutor suele oscilar entre la sorpresa y el escepticismo. Es algo que cuesta creer en referencia una de las mayores economías del mundo, el país donde nació el parlamentarismo moderno, donde se corona al jefe de Estado con oro y diamantes, y donde se sigue disfrutando de admiración ciega a costa del acento más respetado del idioma global.
Lo de que se cae a trozos es literal, porque techos y paredes de escuelas, hospitales y otros edificios públicos y privados están en riesgo de derrumbe por haber sido construidos con un tipo de hormigón que se utilizó en la segunda mitad del siglo XX más allá de sus posibilidades. Se llama hormigón celular curado en autoclave (RAAC, en sus siglas en inglés) y es el causante de que este curso escolar haya empezado tarde en parte del país mientras las autoridades revisaban cientos de edificios tras varios desprendimientos. La diputada laborista Meg Hillier describió en el diario The Times su shock al descubrir durante una visita a un hospital que pacientes con sobrepeso debían ser tratados en la planta baja porque su peso combinado con el del equipo médico era “demasiado alto para estar a salvo”. El personal temía que el suelo se hundiera.
Para que el interlocutor empiece a entender el estado de las cosas suelo contar que me llevo servilletas de España en la maleta. Escasean en mi supermercado local en Oxford. En mi barrio de esta ciudad de más de 160.000 habitantes, tampoco sorprende que la estantería de los huevos esté vacía y solo quede el precio –3,45 libras, más de cuatro euros– y un cartelito titulado “disponibilidad de huevos” cuando en realidad quiere decir lo contrario, según aclara el mensaje en letra más pequeña: “Ahora mismo estamos experimentando problemas de oferta en nuestros huevos frescos, estamos trabajando duro para resolverlos y pedimos perdón por cualquier inconveniente”. También nos pasa con los tomates, las pocas variedades que llegan.
Recortes y Brexit
La mayoría de los problemas actuales del país, que se ha recuperado peor de la pandemia que los de su entorno, son una mezcla de 14 años de recortes del gasto público y los efectos del Brexit. En particular, del tipo de Brexit que eligieron Boris Johnson y sus aliados más a la derecha en el Partido Conservador, es decir, la ruptura casi total del Reino Unido con la UE y la promesa de otros acuerdos con el resto del mundo que siguen sin llegar o llegan a cuentagotas.
No siempre es fácil desentrañar la causa del obstáculo del día, pero cuesta poco toparse con el Brexit en la escasez en los supermercados. La gran mayoría de la pulpa de papel con la que se hacen las servilletas (o el papel higiénico o las cajas para embalar) se produce en la UE. También vienen de ahí (o venían) los tomates y otros productos frescos.
Los trámites extra para evitar aranceles, según el acuerdo comercial firmado tras el Brexit entre el Reino Unido y la UE, se traducen en costes y retrasos. Algunos importadores prefieren pagar aranceles y comprar tomates en Marruecos –un mercado más volátil que el español– antes que hacer el papeleo para comprarlos en España. La cosa está todavía peor desde abril, cuando han entrado en vigor nuevos chequeos para frutas, verduras y plantas también para los importadores británicos (hasta ahora solo eran para los exportadores a la UE). El Reino Unido ha vuelto a retrasar la obligación de tener un certificado hasta el 31 de octubre.
Pero la escasez incluso de productos locales también tiene que ver con la falta de trabajadores. Se estima que han dejado de llegar de la UE más de 400.000, lo que se nota sobre todo en el transporte, la agricultura, la hostelería y la salud. Esto significa que es difícil que te atienda la médica en persona o incluso por teléfono en el centro de salud y que hay menos personas para cuidar de las gallinas o distribuir sus preciados huevos.
Cada vez hay menos granjeros británicos, pero también menos temporeros extranjeros, que, además, están más desprotegidos frente a la explotación laboral desde el Brexit, según una investigación publicada en marzo por la profesora Inga Thiemann, académica experta en derechos laborales de la Universidad de Leicester. La escasez de mano de obra europea, me cuenta, ha empeorado la situación para todos porque los visados express de los que dependen en particular agricultores y empleados del sector de salud crean “hiper-precariedad” y “vulnerabilidad a la explotación laboral”. Cualquier denuncia supone arriesgarse a perder el visado o el estatus provisional que antes los ciudadanos de la UE que cubrían estos puestos no necesitaban.
El limbo del papeleo
El maltrato en la frontera incluso a europeos que tienen derecho a residir y trabajar en el Reino Unido es habitual. Decenas de miles de personas de la UE siguen atrapadas en el limbo del papeleo por los retrasos en procesar las solicitudes de quienes estaban en el país antes de la entrada en vigor de las reglas del Brexit o por algún fallo en su documentación.
A principios de este año, más de 140.000 ciudadanos de la UE, entre ellos unos 5.700 españoles, seguían pendientes de que se resolviera su estatus y estaban en riesgo de expulsión. Como le pasó a finales de diciembre a una aprendiz de veterinaria de 34 años, residente con su familia británica en el país y que fue expulsada de vuelta a España al tratar de volver a Londres tras unos días de visita en Málaga.
Entretanto, los carteles de “se busca” chef, camarero, dependiente o mensajero se quedan congelados en los escaparates durante meses. Algunas tiendas optan por reducir el horario o sus servicios. En Oxford, llegar a un restaurante y que te adviertan de que aunque apenas hay mesas ocupadas no te pueden atender en la próxima hora por falta de personal en la cocina ya no suena raro. Algunos ya han cerrado mientras se multiplican los locales vacíos en el centro de la ciudad universitaria. Los ciudadanos están acostumbrados a vivir con menos y las empresas a ingresar menos, contratar menos y cobrar más.
El tren del canal
El año pasado, durante meses, el Eurostar, el tren que une el Reino Unido con Francia, Bélgica y Países Bajos por el canal de la Mancha, tuvo que limitar el número de billetes que vendía en los primeros trayectos de la mañana porque no había suficiente personal ni tecnología en la estación de Londres para cumplir con los controles dobles de pasaportes –de la policía británica y la francesa– y con el horario de salida. El resultado es que el Eurostar, el símbolo de la modernidad y la conexión con Europa que acaba de cumplir 30 años, viajó durante meses con más de 300 asientos vacíos cada día mientras el resto de las líneas de alta velocidad europeas estaban ya a rebosar con el impulso de la competencia y el entusiasmo post-pandemia. Este otoño, cuando entren en vigor las nuevas reglas de pasaportes para países de fuera de la UE, los trenes pueden volver a restringir la venta de asientos.
“Va a ser peor cuando la UE obligue a la toma de huellas dactilares o lo que sea. Va a empeorar antes de mejorar. Espero que lo puedan automatizar lo máximo posible”, me dice Mark Smith, el creador de la web sobre el ferrocarril The Man in Seat Sixty-One, acostumbrado a viajar por toda Europa en tren y que ve a menudo la diferencia entre Eurostar y el resto: llegar a París desde Londres suele costar entre 100 y 200 euros, pero una vez que estás allí puedes llegar a Milán por 29, dice Smith, que no tiene duda del culpable: “La mayoría de la población en el Reino Unido ahora se da cuenta de que el Brexit fue un error. Solo son los políticos y la burbuja de Westminster los que todavía creen que tienen que insistir en algo tan impopular y sin sentido”.
De hecho, la mayoría de los británicos considera que fue un error salirse de la UE y dice que votaría a favor de volver a entrar si hubiera un referéndum, según las encuestas recurrentes sobre el asunto. Una parte del 52% de los votantes que apoyaron el Brexit en la consulta de 2016 ahora dicen que se arrepienten.
El declive
El descontento con la aplicación práctica de la salida es todavía mayor que con casi cualquier decisión del Gobierno en medio de la recesión. La sensación de declive es visible alrededor. El coche que se ha chocado contra una farola y yace al borde de la calle a media mañana con el capó abierto humeante y una simple pegatina de que la policía ya sabe que está ahí. El parche de asfalto para rellenar solo un bache sin tocar nada más alrededor. Los remeros de Oxford enfermos por una bacteria en el Támesis, donde siguen las descargas de aguas fecales sin regulación europea ya que las castigue.
Hay múltiples cálculos sobre el agujero económico mientras ni siquiera se han desplegado todas las nuevas reglas por estar fuera del mercado común. Una de las estimaciones más recientes, de la consultora Cambridge Econometrics, muestra que el Brexit le ha costado al Reino Unido 140.000 millones de libras, es decir más de 164.000 millones euros. Solo en Londres, se han perdido casi 300.000 puestos de trabajo.
“Levantarse en Reino Unido y poner la radio por la mañana es un ejercicio de resiliencia, porque todos los días hay un récord negativo”, me decía hace unas semanas Ana Carbajosa, periodista de El País que ahora vive en Londres y es autora del libro publicado en febrero Una isla a la deriva (Península). “Cuando no son los ríos contaminados, son las escuelas que están a punto de caerse, los nuevos récords en listas de espera de la sanidad pública o que nunca antes los niños británicos habían sido tan bajitos y mucho más que la media de la Unión Europea, siete centímetros, y es un asunto muy serio porque tiene que ver con los años de austeridad y con la malnutrición. En España no somos conscientes del nivel de declive que atraviesa el Reino Unido”.
Allá por 2005
Ana y yo nos conocimos cuando las dos éramos corresponsales en Bruselas –ella para El País; yo, para El Mundo– y el Reino Unido estaba dentro de la Unión Europea. Yo llegué en 2005, justo cuando Tony Blair, entonces primer ministro, estaba al frente de la presidencia de turno semestral de la Unión Europea. Blair había perdido su aura de joven innovador, estaba marcado por la invasión de Irak, y su país ya no era la Cool Britannia que vendió tan bien a finales de los años 90, pero su tercera vía económica todavía tenía prestigio y él conservaba el carisma de un líder que se hacía escuchar. La insatisfacción nacional le perseguía.
Una madrugada de diciembre de 2005, anunció in extremis, como siempre en Bruselas, el acuerdo para los presupuestos comunitarios de siete años. En aquella rueda de prensa de hora poco civilizada, Blair estaba a la defensiva. Los periodistas no británicos observábamos con sorpresa cómo los nacionales preguntaban y repreguntaban sobre lo que había perdido el Reino Unido en fondos europeos. Al final, Blair acabó refugiándose en que, por ejemplo, España había perdido más que el Reino Unido, un 85% de las ayudas, decía. Era el efecto de la riqueza de los viejos del lugar en comparación con los nuevos países miembros de la UE tras la ampliación hacia el centro y este de Europa, esa que apoyaban los británicos, en teoría.
Estar a la defensiva sobre la UE era ya entonces la posición habitual de cualquier primer ministro británico entre la presión constante de la prensa conservadora, que a menudo forzaba e incluso inventaba titulares, sobre las reglas de “Bruselas” impuestas a la forma de los pepinos –la huerta británica no da mucho más de sí– y otras caricaturas de la burocracia y el dispendio. El Reino Unido ya era un caso aparte, aunque nadie en aquellos años podía imaginar que la isla se fuera a salir del club de sus principales aliados y sus principales clientes y vendedores. En aquellas fiestas de periodistas británicos a las que íbamos Ana y yo el euroescepticismo parecía un rasgo más de su personalidad sin consecuencias.
Falso amanecer
Pero, una vez tomada la decisión de someter la pertenencia de la UE a consulta, como hizo el primer ministro David Cameron, el resultado del referéndum no me sorprendió tanto aquel 23 de junio de 2016. Las encuestas estaban muy justas y el desinterés por la votación se percibía en las calles, en las de Londres o en las de Coventry que recorrí aquellos días. El tiro en el pie se hizo oficial con el anuncio de la victoria del Brexit al temprano amanecer del 24 de junio del presentador de la BBC David Dimbleby, el mismo que había informado del resultado positivo del referéndum de entrada de su país en la Comunidad Europea en 1975.
Aquella mañana salió el sol en Londres después de muchas horas de lluvia y empezó uno de los periodos más turbulentos para la política y la sociedad del país. Ha pasado a cámara lenta, con negociaciones durante años sobre los detalles de la salida y mientras varios gobiernos británicos conservadores descubrían uno tras otro que romper con sus vecinos era más difícil de lo que pensaban y tenía efectos indeseados, desde para la paz en Irlanda del Norte hasta los derechos laborales y los huevos del súper.
Justo antes de la votación, el Daily Mail, el tabloide conservador y uno de los medios más leídos del mundo en inglés, publicó una viñeta que ahora parece todavía más surrealista. El chiste –tal vez era eso– mostraba a una pareja con dos niños en una celda. En la pared había un cartel que ponía “Reglas y reglamentos de la UE”. La puerta estaba abierta, con las llaves colgando de la cerradura, y se veía al fondo un campo con árboles, un sol radiante y pájaros volando en el cielo despejado.
Ocho años después, sigue nublado.
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