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Vivir para contarlo: los supervivientes que hundieron a los genocidas en Argentina

El frente del Casino de Oficiales, donde funcionaba el centro clandestino de detención, hoy convertido en Sitio de Memoria, con los rostros de los desaparecidos.

Natalia Chientaroli

“Negro, si zafás de esta, que no se la lleven de arriba”. Era la primera vez que Victor Basterra veía con sus ojos el rincón infecto en el que los prisioneros del régimen militar argentino permanecían secuestrados en la Escuela de Mecánica de la Armada. Hasta entonces solo había podido intuirlo –y olerlo– al otro lado de su capucha. El Negro, como lo llamaban sus amigos, entendió esta frase de otro detenido como un mandato clarísimo: si sobrevivía, debía luchar para que los responsables del horror pagaran por ello. Cumplió. Y el miércoles pasado, 40 años después, Basterra estaba allí, en los tribunales, mirando a la cara a aquellos que lo habían secuestrado y torturado, a quienes habían asesinado a sus compañeros, mientras el juez leía sus condenas: 29 cadenas perpetuas y otras 19 penas de 8 a 25 años de prisión.

“Los miraba detrás del cristal, con caras preocupadas, algunos tratando de burlarse”, cuenta Basterra. Con él, una sala repleta de familiares de desaparecidos y supervivientes. Al otro lado de la pantalla, un país siguiendo en directo la culminación de un juicio histórico. Y en el banquillo, figuras clave del aparato de represión y muerte de la dictadura, finalmente derrotados por una justicia –y un país– que los señala como culpables. 

Teniendo en cuenta que el 80% de las 5.000 personas que se calcula que pasaron por la ESMA fueron asesinadas, salir de allí con vida no era lo más probable. Pero Basterra cumplió su promesa. Su testimonio y el material fotográfico que consiguió sacar de aquel infierno en el que vivió casi cinco años han sido fundamentales para la causa. “No, no soy un héroe”, protesta. “Esto no es una victoria individual; es la sumatoria de un montón de voluntades”.

“Después de 20 años de impunidad con las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, en los que nuestra única esperanza era un juez español [Baltasar Garzón] que quería juzgar a quienes acá la Justicia no quería tocar, conseguimos darle la vuelta y hoy somos un ejemplo”, reflexiona Miriam Lewin, periodista y también superviviente de la ESMA.

“Más allá del hecho de las condenas, fue muy fuerte estar ahí, ver a Estela de Carlotto –titular de las Abuelas de Plaza de Mayo– frente a frente con el ginecólogo de la ESMA, el que traía al mundo a los bebés que se robaban”, explica. Decenas de mujeres dieron a luz en cautiverio durante los años en los que funcionó el centro de detención, y sus hijos fueron entregados a familias afines a los militares, que los criaron como propios. Los médicos José Luis Magnacco y Carlos Capdevila han sido condenados a 24 y 15 años de prisión.

Para Lewin, otra pieza clave en esta causa gracias a su investigación periodística sobre los ‘vuelos de la muerte’, la sentencia sí tiene algo de victoria personal. “Muchos de nosotros cargamos durante años con la culpa de haber sobrevivido. Esto es un regalo de la vida y una ofrenda que le pude hacer a los familiares de esas mujeres que encontraron el peor de los finales”.

La vida en Capucha

“Las sesiones con picana eran dolorosas, pero duraban solo durante los interrogatorios. La verdadera tortura era diaria: pies engrillados, manos esposadas, encapuchados, escuchando el grito de los compañeros torturados, golpeados, sucios, humillados”. Así describió ante los jueces Lázaro Gladstein, que estuvo 400 días detenido, el infierno de la ESMA. El mismo lugar al que fue a parar Víctor Basterra cuando lo secuestraron, el 10 de agosto de 1979.

Lo acomodaron en uno de los cubículos de Capucha, en el ático del Casino de Oficiales. El edificio, situado en un complejo de 17 hectáreas, en un acomodado barrio de Buenos Aires, se había transformado para albergar la actividad represiva del llamado Grupo de Tareas de la Armada. Las ‘celdas’ eran unos espacios minúsculos separados por tabiques de madera en los que cabía una persona acostada. No había luz natural y todo el día funcionaba un ruidoso extractor de aire, que conseguía acallar los quejidos de los secuestrados más que eliminar el hedor de ese espacio en el que podía haber hasta 40 personas a la vez.

Un guardia en la puerta registraba las entradas y salidas. Y otro acompañaba a los detenidos cuando tenían que ir al baño, siempre encapuchados y esposados, “arrastrando grilletes de 20 eslabones”, recuerda un detenido-desaparecido. Esa era la única razón por la que podías salir de Capucha. Esa o que, en un “miércoles de traslados”, el guardia dijera tu número adjudicándote un billete directo a la muerte. “Lo más cruel de todo es que había compañeros gritando desde sus ‘cuchas’ que los llevaran a ellos; nos repetían que los traslados eran a granjas de rehabilitación en la Patagonia, y no era difícil imaginarlo como un paraíso frente al horror de Capucha”, recuerda Lewin.

Pero muchos no tardaban en darse cuenta del engaño. Ricardo Coquet, que estuvo recluido en la ESMA entre marzo de 1977 y diciembre de 1978, lo descubrió de la peor manera. Como sus ropas estaban destrozadas, el ‘Tigre’ Acosta, jefe del Grupo de Tareas, ordenó que le consiguieran “algo decente que ponerse”. Lo llevaron al lugar donde guardaban las pertenencias de los asesinados, y allí vio el pantalón y la camisa de Nancho, su mejor amigo, que había sido ‘trasladado’ unos días antes. “¿Cómo no iba a reconocer esa ropa? ¡Era mía! Vivíamos juntos, éramos como hermanos. Y él llevaba eso puesto el día que lo secuestraron. Unos vaqueros oxford, una camisa escocesa roja, blanca, azul y verde. Lo recuerdo como si fuera hoy. Ahí me di cuenta de que los traslados suponían la muerte. Y desde entonces vivía en el terror de que cantaran mi número: 896”.

“Todavía hoy se me pone la piel de gallina cuando escucho esa palabra: traslado. Aunque me digan que es un traslado de miles de dólares a mi cuenta, me genera rechazo”, bromea Coquet. La ironía y el humor son herramientas útiles para hablar de aquello, para exorcizar el espanto. “Yo no soy un tipo triste –se justifica Coquet– y no podría serlo después de la que pasamos: de los 5.000 de la ESMA sobrevivimos 200 o 300”.

El fotógrafo de la ESMA

De Capucha se salía para ser torturado o para morir. Sin embargo, unos pocos secuestrados salían a ‘trabajar’ todos los días: los militares necesitaban mano de obra esclava para sostener el mecanismo de terror que habían creado. Por su trabajo en una imprenta, Basterra conocía los rudimentos de las impresiones de seguridad, de modo que lo asignaron al gabinete de documentación, en el sótano, donde se elaboraban documentos falsos para los militares.

Cerca del laboratorio donde Basterra empezó a pasar la mayor parte de su día, al final de un pasillo al que llamaban “avenida de la alegría”, estaban las salas de tortura. Para acallar los gritos, un tocadiscos gritaba a todas horas la misma música, en bucle. “Durante todos los meses que estuve haciendo tareas en el sótano solo se oía una cosa: el single Satisfaction, de los Rolling Stones. Una y otra vez”, recuerda Coquet.

Los prisioneros del staff, como los llamaban los militares, tenían un enorme privilegio: podían ver a la cara a sus captores. Así, un día en que Basterra tomó la fotografía de uno de ellos para un documento, se le ocurrió la primera de “una serie de temeridades” que acabaron convirtiéndose en pruebas fundamentales para condenar a los represores. Hizo, en lugar de las cuatro copias que necesitaba, cinco. Y guardó la última entre papel fotosensible, que sabía que los militares no tocarían para no velarlo. Después entregó los negativos, buscando cimentar una confianza que sería clave.

Con el tiempo, esa confianza se convirtió en permisos periódicos para visitar a su mujer y a su hija. Y entonces cometió la segunda temeridad. “Aprendí en la vida que todos los sistemas, por muy rígidos que sean, tienden a flexibilizarse”, explica Basterra. “Y cuando descubrí que las revisiones a la salida ya no eran tan estrictas, escondí la primera de las fotos entre mis genitales. En el momento en el que el guardia nos dio a mi mujer y a mí un momento a solas, se la entregué y le pedí que la escondiera”. De esos encuentros furtivos nació el Archivo Basterra y también la segunda hija de la pareja, a la que su madre llamó Soledad.

La liberación del ‘fotógrafo de la ESMA’ tuvo que esperar a la llegada de la democracia y el desmantelamiento del centro clandestino de detención. Había estado más de cuatro años secuestrado, y aún le quedaba mucho para sentirse libre: seguía vigilado por la Armada en pleno gobierno de Raúl Alfonsín.

En mayo de 1984, cinco meses después de la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) –la investigación que reunió en el informe Nunca Más los testimonios que sirvieron para condenar a las Juntas Militares– Basterra cometió la temeridad definitiva. “Preparé una carpeta con el material y fui hasta el edificio donde funcionaba la Conadep, con un compañero que me hacía el contraseguimiento. Entré corriendo, con la cabeza gacha, para que nadie pudiera reconocerme”, relata.

Entregó más de un centenar de fotografías de militares y desaparecidos. Cuando consiguió poner a su familia a salvo, los documentos se hicieron públicos en una rueda de prensa a la que solo asistió un pequeño periódico, que agotó dos ediciones en un día. “Seguía habiendo mucho miedo”, explica Basterra, que sin embargo justifica su propia osadía: “Y… si vivís con miedo no cruzás la calle”. 

Su testimonio en el Juicio a las Juntas fue el más largo: cinco horas y cuarenta minutos. 

La Pecera y los Skyvan

“Yo no sé si la ESMA fue el centro de detención más cruel o el más sangriento, como dicen. Sí creo que fue el más perverso”, sentencia Miriam Lewin a sus 60 recién cumplidos. Tenía 19 años cuando fue ‘chupada’ en la calle por fuerzas de seguridad vestidas de civil. Llevaba militando en agrupaciones de izquierdas desde los 14 en su colegio, el prestigioso Nacional Buenos Aires. El objetivo de su secuestro era, precisamente, averiguar el paradero de una compañera del instituto que ella llevaba tiempo sin ver. 

Para cuando llegó a la ESMA, meses después, estaba claro que las torturas no iban a traducirse en información. De modo que casi de inmediato la llevaron a La Pecera, las oficinas donde la Armada utilizaba a los detenidos para traducir artículos de la prensa extranjera y escribir sus propias informaciones sobre la “lucha contra la subversión” y la “reconversión de los terroristas”, que a menudo eran leídas tal cual en los informativos de la televisión.

“El objetivo era darle un perfil político al jefe de la Armada, el comandante Massera; convertirlo en el nuevo Perón”, explica. Esas horas sin vendas ni capucha le dieron la posibilidad de ser testigo de mucho de lo que sucedía en la ESMA. “Vi a Alicia con su hijo recién nacido en brazos”, relata Lewin, que declaró en el juicio contra el apropiador de ese bebé. Juan Cabandié recuperó su identidad gracias a las Abuelas de Plaza de Mayo, y hoy es diputado. Su madre continúa desaparecida.

Ser mujer en la ESMA multiplicaba la tortura. El Tigre Acosta –condenado a cadena perpetua– “había dado expresas órdenes de que los militares dispusieran de nuestros cuerpos. Les pertenecíamos”, relata Lewin.

En una de las audiencias del juicio, Blanca González, otra superviviente, relató los abusos y violaciones constantes: “Un día, encapuchada, fui violada por un guardia, tras lo cual pedí que me llevaran al baño a lavarme. Cuando llegé al baño los guardias me volvieron a a violar. Nos violaban cada vez que pedíamos ir al baño, por eso muchas dejamos de ir”.

“Los delitos sexuales tienen que tener su castigo, por eso esta pelea judicial tiene que continuar. Muchas compañeras nunca pudieron recuperarse de eso, siguen enfermas de culpa, no consiguen ponerse en el papel de víctimas por haber recibido un mejor plato de comida”, explica Lewin.

Esa sensación de indignidad es un rasgo común también entre quienes hicieron trabajo esclavo en la ESMA. Lewin consiguió sacudírselo muchos años después, echando mano a aquello que tanto había servido a sus captores: su talento periodístico.

Su investigación sobre los vuelos de la muerte, el último eslabón de la cadena de exterminio de la ESMA, ha sido fundamental para señalar, con nombre y apellidos, a los pilotos de los Skyvan de la Armada que arrojaban a las víctimas sedadas al mar.

“Nunca voy a saber por qué me salvé, nadie puede saberlo”, reflexiona Lewin. “Pero ahora puedo decir que tuvo un sentido”. Algo parecido siente Coquet, que aclara: “No me gusta que me llamen superviviente. Soy testigo; el tipo que vio y cuenta”.

Y lo siguen haciendo. Una vez al mes, supervivientes guían a los visitantes en el recorrido por el Museo Sitio de Memoria que funciona en la ex ESMA, y relatan en primera persona los detalles de su cautiverio, allí donde sucedió. “Siempre me pregunto quienes nos visitan se vuelven mejores personas, si la existencia de estos espacios aportan a una verdadera cultura democrática del Nunca Más –dice Alejandra Naftal, directora del centro– y creo que en Argentina, la relación que existe entre los juicios y los sitios de memoria es fundamental”. 

Basterra defiende esta idea: “Los documentos que conseguí fueron importantes para la justicia, pero también para la construcción de una conciencia colectiva”. Y esa es la parte del mandato que todavía sostiene: construir un país en el que ese horror no vuelva a suceder jamás. 

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