Venta Moncalvillo, el restaurante que ha conquistado el cielo mirando a la tierra
“Si nos dicen con 20 años que íbamos a conseguir dos estrellas Michelin aquí en nuestra casa, en nuestro pueblo, hubiéramos pensado que estaban locos”. Los hermanos Echapresto nunca soñaron con conquistar el firmamento sino con vivir y trabajar para siempre en su pueblo y, al final, cumplir un sueño les ha llevado al otro. Han pasado 28 años desde que tomaron la decisión de abrir una casa de comidas en las cocheras y las cuadras de la casa de sus padres, en el lugar en el que hoy se sientan los paladares más exquisitos de todo el mundo, mirando a su huerta y a su monte, Moncalvillo.
En el pueblo siguen siendo Carlos e Ignacio, los hijos de la Rosi y Carmelo. Su carrera gastronómica ha sido tan orgánica que sus vecinos se han acostumbrado a comentar con ellos su última aparición en televisión o el último premio recibido en la misma conversación en la que hablan de que los tomates vendrán pronto este año o de que el suelo del frontón habría que arreglarlo. Daroca de Rioja tiene apenas cincuenta habitantes pero recibe cada año a decenas de nacionalidades que llegan a este rincón del mundo con un único objetivo: probar nuestra tierra, degustar el entorno.
“Nosotros no somos cocineros o sumilleres de base, somos hijos de agricultores y ganaderos”, reflexiona Carlos, “por eso lo natural para nosotros es mirar a nuestro origen, a nuestra infancia en el pueblo”. Aseguran que la pandemia fue clave para este giro hacia la tierra. “Fue un punto de inflexión importante. Vimos que en medio de todo lo que estaba pasando, la naturaleza seguía su ritmo. Crecía la hierba, los animales se acercaban más al pueblo. No dejábamos de mirar alrededor, de conectar con nuestros orígenes y por eso apostamos para la reapertura por conectarnos más al terreno, abrir las paredes a la huerta para meterla al restaurante, reenfocarlo todo hacia la tierra”.
“Empezamos como casa de comidas, haciendo meriendas, con comida muy casera y lo que nos diferenciaba del resto entonces es lo mismo que nos diferencia ahora”, añade Ignacio, “ser lo que somos, como somos y estar donde estamos. Cuando alguien viene a Daroca busca autenticidad y producto y por eso ofrecemos lo que tenemos cuando lo tenemos”. Reconoce que cada vez han aprendido mejor a interpretar el entorno. “Cuando empezamos nos influía más todo lo que veíamos alrededor, los restaurantes que visitábamos, las conversaciones con colegas, pero poco a poco hemos ido modelando nuestro proyecto y nuestra forma de entender la gastronomía y el servicio”.
Así han alcanzado un equilibrio entre dos elementos muy diferentes pero a la vez muy equilibrados: la parte sólida, la gastronomía, dando cada vez más importancia al producto cercano, a los productores locales cercanos; y la parte líquida, la bodega, que mira al mundo “y no hace ascos a nada” con más de 2.000 referencias de todo el vino. “Entendemos que para hacer un restaurante completo la parte sólida tiene que mirar al interior y la parte líquida al exterior”, explica el chef.
La mesa de Venta de Moncalvillo está repleta de productos de kilómetro cero, “o más bien de metro cero”, apunta Nelu, el responsable de la huerta del restaurante, “porque aquí lo cogemos todo en el momento y pasa de la huerta a la cocina y de ahí a la mesa, ni cámaras, ni transporte ni nada”. Los platos, las bandejas e incluso la decoración las elabora el alfarero Toño Naharro a muy pocos kilómetros, en Navarrete. Las piedras del entorno, moldeadas por Adriana Díaz, adornan las mesas y cada pieza de caza es seleccionada cuidadosamente por su propio proveedor. Todo está pensado y todo tiene mucho que ver con el entorno. “Este año hemos descubierto un producto estrella, un queso fresco de cabra de Préjano que es una maravilla”, afirma el cocinero con el brillo en los ojos propio de la ilusión. “Buscamos siempre a personas con proyectos pequeños y valores similares a los nuestros”, añade.
Ignacio desde la cocina y Carlos desde la bodega y la sala tienen claro que esa cercanía y esa sensibilidad por la naturaleza y sus ciclos es una parte fundamental de su éxito. “Cuando alguien llega a nuestra casa muchas veces ha estado antes en Nueva York, Londres, París o Shangai y ha probado el mejor jamón, el mejor foi gras o el caviar más impresionante del mundo”, explica el hermano mayor, “no vas a sorprenderle por una buena langosta sino por darle lo mejor que hay en tu territorio. Parte de nuestro éxito ha sido quitarnos ese miedo y apostar por lo nuestro llevado a la más alta gastronomía. Al quitar todo lo que no nos correspondía y apostar por lo local es cuando ha llegado el éxito”.
Hace poco han estrenado una sala de encurtidos, para seguir aprovechando todo lo que sobra en la huerta. Siguen pensando en nuevos proyectos de reaprovechamiento y sostenibilidad y manejan a la perfección el arte de convertir un cardo en un tablero de ajedrez comestible o un pimiento rojo en un perfecto macaron esférico cubierto de chocolate. Con su huerta hacen platos, postres e infusiones, en los montes del entorno se alimenta la carne que se sirve a la mesa y crecen las setas que dan sabor a una salsa. Han conseguido armonizar una ecuación perfecta entre gastronomía, sostenibilidad y mucho trabajo.
“Cuando tenía 22 años quería ser mayor para que me tomaran en serio, sentía que no me valoraban”, cuenta Carlos echando la vista atrás, “la primera estrella llegó con la mayoría de edad pero el respeto ha llegado más tarde. Ahora sentimos que nuestro discurso es válido. Hemos ido poco a poco pero con las ideas muy claras, trabajando mucho, reinventándonos sin parar para que la gente viniera a Daroca, adaptándonos a los tiempos, abriendo siempre nuestras puertas y aprendiendo a mirar a nuestro entorno. Y lo hemos conseguido”. Lo han conseguido.
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