En 1989 se estrenaba en los cines de todo el mundo Regreso al futuro II. En una de las escenas más recordadas de la película, Marty McFly acaba de llegar a su futuro, esto es, el 21 de octubre del año 2015. Se encuentra abrumado ante un paisaje urbano de coches voladores cuando una publicidad de Tiburón 19 en forma de escualo holográfico le da un terrorífico, pero incorpóreo, bocado.
Como suele suceder con la ciencia ficción distópica –aunque sea humorística–, las profecías cumplidas se manifiestan de forma menos histriónica en la realidad, exigiéndonos un ejercicio de análisis para cerciorarnos del cambio. Hace cosa de un año, regresaba por la noche a casa cuando yo mismo sentí un buen sobresalto al ver detrás del escaparate de una clínica dental la figura holográfica del relaciones públicas que, a pie de calle, invita a los viandantes a entrar a hacerse una limpieza dental gratuita al establecimiento. Tiempo después, en los LED 3-D de la franquicia dental han ido apareciendo otras imágenes con enormes dentaduras, Pipi Estrada y otros conocidos rostros televisivos que anuncian la marca.
Difícilmente se le habrá escapado al lector la pantallización del espacio público a la que estamos asistiendo. En Madrid todo empezó con el intento de convertir la plaza de Callao en nuestro Times Square de provincias. En 2010 habían aparecido las primeras escenas encendidas --así las llamaron entonces-- con la excusa del contenido cultural, y poco a poco fue ampliándose la normativa para que aparecieran más pantallas y parte de sus contenidos pudieran ser comerciales.
Coincidiendo con el abaratamiento de la tecnología, nuestros salones fueron reservando un espacio cada vez mayor para las televisiones, que habrán perdido influencia pero han ganado en pulgadas, y lo mismo sucedió en las calles o en el transporte público. El Ayuntamiento cambió sus soportes publicitarios de toda la vida por otros cuyos pixels permiten ir rotando la información constantemente, y Metro de Madrid ha forrado en 2024 las paredes de sus pasillos con metros y metros de pantalla. Hasta 500, cuyo despliegue alcanza su cenit en estaciones como Sol, Gran Vía o Nuevos Ministerios, donde los viajeros podemos sentirnos como el protagonista de la película Tron.
Pasar junto a uno de los grandes muros luminosos de Sol en horas de apreturas ha ayudado a los madrileños de a pie (y metro) a percatarse de lo invasiva que puede ser esta tecnología. Un cambio repentino de secuencia, a según qué intensidad lumínica y elección cromática de la película, nos sumerge en una experiencia inmersiva (tal cuál se nombró en las notas de prensa) a medio camino entre los episodios de Pokemon y los delirios visuales de los artistas psicodélicos. Una idea (literalmente) deslumbrante que se viene multiplicando en todas las calles comerciales de la ciudad por mor de los anuncios televisivos con que empezábamos el artículo.
Suelo sentir la intromisión en la banda de la fachada pero hace poco me atacó por el otro flanco. Caminaba por la calle de Bravo Murillo y el destello de una proyección en la calzada asaltó mi visión periférica. Un camión de la organización de extrema derecha Hazte Oír iba paseando en una pantalla gigantesca mensajes antiabortistas (antes ya lo había hecho con otros tránsfobos o contra el gobierno). La visión impuesta de sus mensajes me enervó mucho, e inmediatamente recordé que muy cerca de allí han instalado también tres grandes LED en los escaparates del local que alquilan junto a la clínica Dátor para dar cobijo a los fundamentalistas católicos que, con frecuencia, acuden a sus puertas para acosar a las pacientes en tratamientos de interrupción del embarazo. El colmo.
Para instalar pantallas anunciadoras que pendan de la fachada es necesario pedir una autorización a la Subdirección General de Identificación y Publicidad Exterior, además de seguir un recorrido de legalización urbanística. Pero en los escaparates existe un vacío legal, y se las considera en las afueras de la Ordenanza de Publicidad Exterior por estar dentro de los contornos de los negocios.
Lo hemos consultado con el Ayuntamiento de Madrid, que nos confirma que, efectivamente, los haces de luz que se escapan de los escaparates no están reglados. “El contenido de un escaparate no está regulado en ningún sitio y su función es exhibir lo que vende el establecimiento, por este motivo, las pantallas que se instalan en su interior las entendemos permitidas si tienen dicha finalidad. No pueden publicitar otra cosa porque en ese caso ordenamos su retirada”, explican fuentes municipales.
Parece lógico, aunque no tendría que ser así. La propia ordenanza define publicidad exterior como “la que es visible desde las vías y espacios públicos siendo susceptible de atraer la atención de quienes se encuentren en espacios abiertos, transiten por la vía pública, circulen en medios privados o públicos de transporte y, en general, permanezcan o discurran por lugares o ámbitos de utilización común”. Por lo tanto, solo habría que regularla en su especificidad, algo que ya se intentó hace relativamente poco. En septiembre de 2018 el Ayuntamiento, entonces gobernado por Ahora Madrid, aprobó una puesta al día de la Ordenanza de Publicidad Exterior de 2009 que pretendía, entre otras cosas, corregir dicho vacío legal acerca de las pantallas anunciadoras, que por entonces empezaban a proliferar. Sin embargo, el mismo equipo consistorial renunció a su aprobación definitiva porque quería hacer una nueva norma que nunca llegó a ver la luz.
El texto nonato incorporaba una serie de limitaciones al respecto, como especificar una luminancia máxima, la limitación a una pantalla por fachada y la obligación de apagarlas a las diez de la noche, asuntos que a día de hoy no se cumplen. Reglas que, de hecho, están ya definidas para otros soportes luminosos y retroiluminados.
La industria del ruido visual y la saturación de estímulos contribuye a lo que nuestro colaborador Pedro Bravo denominó en algún lado ciudad bruxista (lean, es imperativo, su ensayo ¡Silencio!). En tiempos de prevención sobre la influencia de las pantallas en nuestra capacidad de atención, los estados de ansiedad y la crisis climática, permitimos que la publicidad cruce los límites del escaparate para deslumbrarnos inmisericordiosamente.
Una violación de nuestros sentidos consustancial a la naturaleza misma de la práctica. Ha florecido un modelo de negocio ligado a la publicidad en pantallas en comercios, con numerosas empresas que ofrecen modelos de renting de las pantallas, producción y gestión de los contenidos. Pantallas LED o LCD que se anuncian en sus reclamos comerciales como “de alta luminosidad” e idóneas para “captar la atención del transeúnte desde distancias muy alejadas.” Negro sobre blanco (y luz).
Si volvemos a las profecías cumplidas del cine de los años ochenta, tendremos que pensar en la versión distópica de Los Ángeles que Ridley Scott nos mostraba en Blade Runner (en este caso era 2019), una mega urbe contaminada cuyos edificios enseñaban orgullosos destellos luminosos y pantallas gigantes. Como suele suceder con este tipo de comparaciones, allí todos, personajes y escenarios, eran más guapos que nosotros, que vamos por la vida sin director de fotografía. Y yo no puedo evitar preguntarme, ¿por qué nos empeñamos en caminar hacia las distopías si siempre nos salen tan feas?