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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

El debate del estado de la oposición

Un debate sobre el estado de la nación recuerda en cierto modo a un equipo médico ante el lecho del enfermo, que mantiene a viva voz un debate sobre el estado físico del paciente, todos con caras de preocupación, y cada uno con su particular pronóstico y su no menos singular tratamiento terapéutico. Unos le conceden como mucho tres días de vida, y otros le prometen que si se toma religiosamente todas las medicinas se curará muy pronto: a lo sumo, en 2014 ya empezará a notar síntomas de recuperación.

Y el enfermo, allí tirado, con esos pelos, preguntándose estupefacto cómo sus cuidadores llegaron a obtener el título de especialista. A veces, entre delirio y delirio, en su duermevela angustioso, intenta decirles en un hilo de voz cómo se encuentra realmente, qué síntomas padece. Ha oído que uno de los médicos aconseja amputar una pierna, cuando a él lo que le duele es la almorrana; tiene un hambre atroz, pero escucha por el oído bueno cómo otro doctor dictamina una severa dieta a base arroz hervido y caldo limpio de gallina.

Así fue el último (de verdad, debería ser el último) debate sobre el estado catatónico de la nación, con sus doctores señorías discutiendo sobre la salud del país, mientras el paciente se desangraba, literalmente, en la calle, apaleado por la policía y los bancos, entre gritos de angustia. El jefe del equipo médico, ajeno al dolor de almorranas del paciente, seguía manteniendo que los recortes, la amputación de los miembros, es el tratamiento más adecuado para el país. Cortar por lo sano, el viejo axioma de los cirujanos (los recortes terapéuticos de ciertos economistas), al parecer nos deparará un futuro de cuentas saneadas, posiblemente con el enfermo sin piernas ni brazos, pero, eso sí, en perfecto estado de salud. Podríamos llegar a ser los muertos más saludables de todo el cementerio europeo.

Un futuro en el que solo unos pocos podrán llegar a la jubilación con los suficientes años cotizados para optar a una pensión digna. Un futuro con los jóvenes españoles más capacitados y preparados buscando su salida en la emigración. Un futuro donde nadie podrá solicitar un préstamo porque sus contratos laborales precarios, a salto de mata, cobrando en negro, jamás serán suficiente aval para los bancos. Un futuro de jóvenes emprendedores que tienen como referente moral a presidentes y vicepresidentes de la CEOE ladrones o defraudadores a Hacienda. Un futuro de jóvenes estudiantes de las escuelas diseñadas por ministros del Opus Dei perfectamente preparados para explicar el misterio de la Santísima Trinidad y la virginidad de María, pero incapaces de comprender el principio físico por el que vuelan los aviones.

Fue una escena surrealista lo vivido y escuchado en el último debate, en vísperas del 23-F, casi tan irreal como el de 1981. Nunca, en toda la historia de la democracia, había saltado al combate un presidente tan débil, aparentemente más debilitado aún que el país al que representa, tan frágil que se diría que con una toba en la nariz, con apenas un empujoncito con un dedo, o con una mirada fulminante presentaría su dimisión o se echaría a llorar. O ambas cosas, si la dramaturgia lo considerase oportuno.

Pero no. Mariano Rajoy supo hacer de la necesidad virtud. Y aquella piltrafa de púgil político, que en principio no tenía ni media hostia, al que todos suponíamos tambaleante por los casos de corrupción que le acosan a él y a buena parte de los dirigentes de su partido, se defendió como un hombrecito, hasta ganar un debate que tenía de antemano perdido. Asombroso. Y preocupante. Tan preocupante que, a partir de este momento, deberíamos entrar de lleno en el debate del estado de la oposición. Siempre se dice que tenemos los gobiernos que nos merecemos, pero nadie se pregunta si nos merecemos esta oposición que debería fiscalizar los desmanes de los gobiernos.

Se suponía que sería suficiente con que toda la oposición se subiera al estrado de oradores para desgranar en qué estado calamitoso se encuentra la nación. No era muy difícil. Bastaba con haberse asomado antes a la ventana, entrar en los supermercados, pasear por la calle, visitar un hospital, preguntar en las colas del INEM, en las fábricas, charlar con los médicos, con los jueces, con los desahuciados, con los estudiantes, con los mineros, con los profesores... para hacer un retrato robot del estado en que se hallan los habitantes de la nación.

Todo portavoz que intentó seguir este relato, unos con mayor o menor entusiasmo, y otros de oficio, fueron laminados por el verbo chulesco y la capacidad ilimitada de Rajoy para mentir sin que apenas le delate un gracioso bizqueo en el ojo izquierdo. Siempre que miente, el ojo de la izquierda (tenía que ser el de la izquierda, vapordiós) se lo echa en cara. Hace más ese tic del ojo para denunciar la impostura de su discurso que todo la estrategia de los parlamentarios de la oposición juntos.

Se suponía que un presidente de gobierno que confiesa sin rubor que entre sus “deberes” no se encuentra cumplir las promesas electorales mediante las cuales se le concedió la presidencia de la nación; que detenta, pues, según propia confesión, ilegítimamente el poder; sobre el que cae la sospecha de haber cobrado de su partido dinero ilícito en sobres; de haber financiado su partido ilegalmente con el óbolo generoso de las grandes constructoras; de mantener presuntos delincuentes cualificados en nómina, bajo falsos despidos, a los que paga la cuota de la Seguridad Social, y que poseen cuentas multimillonarias en paraísos fiscales; con una ministra de Sanidad cuyo marido, encausado en la trama Gürtel por sus actividades presuntamente delictivas cuando todavía convivía con él en el domicilio conyugal, hacía negocios con el extesorero encausado; con un ministro de Hacienda que miente sobre la situación fiscal y laboral de Bárcenas (“esa persona”, como ridículamente le llaman ahora)... se suponía que un presidente de tal calaña o bien debería presentar disculpas, o bien justificar en sede parlamentaria que todo ello es un colosal malentendido, una trama urdida por periodistas, jueces, fiscales y policías.

Pérez Rubalcaba, al que se supone que representa al mayor número de votos en las filas de la oposición, y por lo tanto, el líder más cualificado para derribar de un manotazo dialéctico al debilitado Mariano, está tan encantado con su manera reposada de hacer oposición, de monjita de la caridad, que tuvo el atrevimiento de renunciar a un turno de réplica, mientras en la calle los ciudadanos le hacen el trabajo sucio de enfrentarse a cara descubierta a los abusos autoritarios de los gobiernos del PP.

Alguien que renuncia a un turno de réplica en un debate del estado de la nación no puede continuar ni un minuto más en su puesto de representante de la voz de la oposición.

El país al que ellos llaman nación vive pendiente de hasta dónde está implicada la corona, la jefatura del Estado, nada menos, en los turbios manejos de Urdangarin. Un país pendiente de si la majestad suya se puede dislocar una cadera en una mala postura tras un encuentro apasionado con su amiga, la falsa princesa Corinna. Pendiente de la declaración de Bárcenas ante el juez, de sus ases en la manga, de unos recibís que son una bomba de relojería colocada en los cimientos de Génova 13 y de la misma democracia. Un país que, entre tanto, se preparaba para una protesta masiva en todas las ciudades españolas, como una gran marea de cabreo, contra la política de un gobierno que ha dejado nuestros destinos en manos de los tecnócratas de Bruselas y la impiedad de la insaciable señora Merkel.

Si con un país sumido en la desesperanza, un ilegítimo presidente de gobierno al que no cree ni su ojo izquierdo es capaz de salir airoso de un debate sobre el estado de la nación, capaz de convertir lo que debería haber sido el retrato de un desastre, la confesión de un fracaso, en un nuevo mitin del maravilloso futuro de tullidos que nos espera, es que Mariano Rajoy se merece que le nombren presidente vitalicio.

Es un mago. Creo en dios.

Un debate sobre el estado de la nación recuerda en cierto modo a un equipo médico ante el lecho del enfermo, que mantiene a viva voz un debate sobre el estado físico del paciente, todos con caras de preocupación, y cada uno con su particular pronóstico y su no menos singular tratamiento terapéutico. Unos le conceden como mucho tres días de vida, y otros le prometen que si se toma religiosamente todas las medicinas se curará muy pronto: a lo sumo, en 2014 ya empezará a notar síntomas de recuperación.

Y el enfermo, allí tirado, con esos pelos, preguntándose estupefacto cómo sus cuidadores llegaron a obtener el título de especialista. A veces, entre delirio y delirio, en su duermevela angustioso, intenta decirles en un hilo de voz cómo se encuentra realmente, qué síntomas padece. Ha oído que uno de los médicos aconseja amputar una pierna, cuando a él lo que le duele es la almorrana; tiene un hambre atroz, pero escucha por el oído bueno cómo otro doctor dictamina una severa dieta a base arroz hervido y caldo limpio de gallina.