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¿Sacar a Franco de Cuelgamuros o llevarlo a los colegios?
La democracia española no ha tenido tenido el coraje cívico de enseñar decididamente a las nuevas generaciones lo que fue la dictadura franquista.
La investigación historiográfica emprendida durante los últimos treinta o cuarenta años no ha calado hasta los niveles básicos del sistema educativo, donde se siguen empleando explicaciones estereotipadas.
El Valle de los Caídos es un monumento de imposible resignificación. Para la salud democrática de la sociedad española lo prioritario es que se aborde por extenso la enseñanza de la dictadura y sus consecuencias en el sistema educativo
Han pasado ocho meses desde que Pedro Sánchez llegara a la Moncloa a lomos de una moción de censura ondeando, entre otras oriflamas programáticas, la exhumación de los restos de Franco. Tiempo suficiente para que las promesas se ajen, las tímidas decisiones choquen contra el recio baluarte judicial y el cadáver del dictador se encuentre, a día de hoy, mucho más seguro de aguardar a las trompetas del Juicio Final en el seno del hipogeo que se hizo erigir, a semejanza de los faraones, por mano de obra forzada. Y con muchas menos probabilidades que los reyes del Nilo de ser perturbado en su sueño eterno, a no ser por la turbamulta del turismo variopinto que ha dado en convertir el Valle de los Caídos en un festivo parque temático del revisionismo franquista.
Que la sombra de la cruz alzada en son de victoria, como una espada clavada en las agujas de España, siga planeando sobre una sociedad que se creyó a sí misma hija de la modernidad en el periodo de entresiglos dice bastante de lo poco que hemos hecho por educar en el conocimiento de nuestra Historia reciente. Que en el horizonte se dibuje el temor cierto a un giro reaccionario perfumado de nuevo por los vapores castizos del cuartel, la procesión, el casino, el coso y el gineceo de pata quebrada no se debe a algo coyuntural, sino a una constelación de errores entre los que se cuenta, sin duda, el no haber tenido el coraje cívico de enseñar decididamente a las nuevas generaciones lo que fue la dictadura.
Porque, no nos engañemos, lector o lectora que se mesa los cabellos después de leer –y en el mundo de la prensa digital, ver y oír- la escalada de ocurrencias de la derecha poliédrica: hemos llegado a esto por algo. ¿Sabe usted que cada año, unos cuatrocientos mil estudiantes españoles terminan 4º de ESO y que en torno a medio millón más, según datos del MEC, lo hacen de forma temprana? ¿Ha pensado que desde el año 2000 ascienden a casi nueve millones los que han efectuado este recorrido por las aulas en que deberían habérseles dado los recursos para tomar decisiones racionales respecto a los problemas que van a afectar a sus vidas sin que, en su gran mayoría, hayan tenido conocimiento de los procesos históricos, sociales y políticos que han contribuido a configurar la sociedad de la que se disponen a formar parte?
La frase “los pueblos que no conocen su Historia están obligados a repetirla”, tan exitosa durante la Transición, fue un excelente hallazgo comercial para la venta de fascículos, pero poco más. En la práctica, sobre los hechos de nuestra Historia más próxima existe a día de hoy una significativa mistificación, cuando no un simple y llano desconocimiento. La ingente investigación académica emprendida durante los últimos treinta o cuarenta años no ha calado hasta los niveles básicos del sistema educativo, que es donde se forman las representaciones con que la mayor parte de los ciudadanos se aproxima al conocimiento de su pasado reciente. La pregonada ejemplaridad del saber histórico no parece rezar para la segunda mitad del siglo XX. La Historia se ha convertido en un menú a la carta en que cada consumidor escoge su combinación favorita y lo que uno sabe o cree saber es una mezcla de lugares comunes, retazos de relatos derivados de la autopercepción familiar, ecos fragmentarios de lo visto y oído en medios de comunicación, retales de lecturas superficiales y soflamas de tertulianos. Ingredientes que, en última instancia, suministran la coraza al relato neorreaccionario en alza.
Las estadísticas nos venían avisando. Hace diez años, con motivo del septuagésimo aniversario del inicio de la Guerra Civil, se realizaron sondeos de opinión cuyos datos deberían haber suscitado inquietud. El 43,1% de los encuestados creía entonces que debían «preservarse monumentos, estatuas o calles dedicadas a recordar el 18 de julio de 1936 o a sus protagonistas» y un 30% creía que la sublevación militar «estuvo justificada». En febrero de 2010, un estudio del CIS concluyó que para un 58 % de los preguntados «el franquismo tuvo cosas buenas y cosas malas» y un 35 % valoró que, con Franco, «había más orden y paz». Un significativo 69 % reconoció que había recibido poca o ninguna información sobre la Guerra Civil en el colegio o el instituto. En 2014, un estudio de campo realizado con universitarios reveló que el 30% no sabía cuántos años estuvo Franco en el poder; el 45% desconocía qué fue el maquis; el 58% desconocía qué fue el Tribunal de Orden Público; el 79,5% no sabía en qué año se produjeron las últimas ejecuciones de pena de muerte en España -casi un 40% desconocía incluso que las hubiera habido-; un 98% y un 95% identificó Cuelgamuros y el Guernica de Picasso entre los hitos monumentales de nuestro pasado reciente pero solo un 66% y un 45% respectivamente acertó a contextualizarlos. Nadie reconoció ni supo explicar, sin embargo, el significado del monumento a los abogados laboralistas de Atocha y menos del 7% lo hizo con el monumento a la Constitución de 1978.
Cabría acogerse a una explicación reconfortante invocando el mantra del deterioro de la calidad de la enseñanza desde la implantación de la LOGSE. Pero, precisamente, el problema no radicaba tanto en las nuevas generaciones como en quienes han tenido la misión de educarles: solo el 27% de los encuestados vieron los contenidos relativos a la II República, la Guerra Civil, el Franquismo y la Transición durante su educación obligatoria; el 73% tuvo que esperar a 2º de Bachillerato y afrontar su estudio con la premura de la preparación de la selectividad. Solo el 21,5% de sus profesores abordaron los temas con detenimiento y profundidad frente a un 28,4% que lo hizo deprisa y superficialmente con pretextos como rehuir la polémica política o “la proximidad a los hechos” (¡casi 80 años después de la guerra y 40 de la muerte del dictador!). No es de extrañar, pues, que el revisionismo, las fake news y los memes se hayan enseñoreado del terreno graciosamente cedido por la pedagogía cívica y la academia.
Podemos seguir dándole vueltas a la noria por tiempo indefinido. Mientras la dimisión de la escuela persista, la batalla por la resignificación del Valle de los Caídos mediante su conversión es un espacio de memoria compartida está perdida de antemano. Cuelgamuros no es Auschwitz ni ninguno de sus atormentadas sucursales del infierno reconvertidas en espacios educativos para el nunca más. La topografía del horror nazi fue liberada a sangre y fuego por los aliados. Por el contrario, el Valle de los Caídos es la metáfora en granito del Guadarrama de una victoria aplastante defendida por sus epígonos en una larga y muy eficaz, hay que reconocerlo, guerra de posiciones. La evacuación de los despojos del dictador tampoco evitará, por otra parte, que las cohortes de sus nostálgicos acudan a asomarse a una fosa vacía. A la postre, el significante que la ocupa permanecerá gravitando indefinidamente sobre la sociedad española si no se acomete una estrategia más decidida para secar sus fuentes de energía: demoler sus imágenes, arrancar sus raíces, aflorar sus miserias, reparar a sus víctimas y sopesar el atraso secular al que nos condenó enseñando a fondo, por extenso y con detenimiento en las aulas lo que fue la dictadura. De poco valdrá sacar al Excelentísimo cadáver del valle si su sombra sigue sin ser exorcizada en las escuelas.
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