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La vida como enfrentamiento: una lectura de 'Malasanta' de Antonio Tocornal
En ella hay descrita una turbada y mugrienta atmósfera vital plagada de pesimismo, violencia y mucha crudeza que son un espejo profundo (doloroso también) del sinsentido de la vida o de la soledad insondable del ser humano
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La narrativa española de posguerra inició un nuevo (necesario y definitivo) rumbo con La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela y Nada, de Carmen Laforet. En ambas novelas, productos de una época concreta, hay claros ejes de literatura comprometida. Las dos obras tuvieron repercusiones literarias desde contextos y temáticas diferentes y abrieron camino a muchos escritores que empezaban y que dejaron una huella imperecedera en nuestra literatura. Hablo de esto porque al leer la última novela de Antonio Tocornal, inevitablemente, uno la emparenta con esa corriente fluida de literatura importante y monumental, ya que su Malasanta es una obra feroz en todos los sentidos en los que a uno se le ocurra analizarla y tiene muchos elementos de aquella narrativa del siglo pasado. Asimismo, es tan buena e insólita como aquellas.
Si la novela española de la inmediata posguerra fue catalogada como literatura tremendista y/o existencialista por una serie de características, todas ellas se redefinen y reverdecen en la novela de Tocornal, que es en sí misma un tsunami de influencias que el escritor gaditano hace suyas y las redefine para acomodarlas dentro de su particular y complejo universo literario. Así, Malasanta llega al lector para no darle tregua ya desde la primera página. En ella hay descrita una turbada y mugrienta atmósfera vital plagada de pesimismo, violencia y mucha crudeza que son un espejo profundo (doloroso también) del sinsentido de la vida o de la soledad insondable del ser humano. Pero Tocornal no concibe su novela sólo como una herramienta de acusación y ataque (que también) sobre el presente, tal y como hacían aquellas obras de los años 40 del siglo pasado; sino que vemos en sus personajes un anhelo de persistencia sin ningún requerimiento de transfigurar el mundo, porque para ellos mantenerse y resistir es suficiente motivo de lucha en una batalla que los deja anémicos y alienados, aunque con la entereza como socia y única compañera de viaje. Es en esa integridad de su personaje central (y de muchos de los secundarios) donde la novela estalla en ternura, que funciona como una ventana abierta por la que entra el aire que el lector agradece en una historia que no le da descanso nunca.
No hay concesiones en la prosa de Tocornal. No se impone el autor cortapisas ni autocensuras. Va al grano en lo crudo y en la verdad sórdida que describe. No hay embudos que produzcan estafa o trucos narrativos. Va directo al corazón de lo trágico, del sinsentido de la violencia extrema, igual que va recto a la veracidad de sus personajes arrinconados, violentos u oprimidos que son exhibidos hasta con sus taras físicas o psíquicas por un narrador que sólo los muestra y nunca se inmiscuye. Todo construido con un lenguaje duro (hasta muy cruel) gracias a un portentoso y trabajado estilo lingüístico, que no es sino puro espejo de las condiciones y los ambientes en los que viven los seres que pululan este universo particular desde el punto de vista narrativo y emocional. Porque si en algo es un mago Tocornal es en cómo abraza, envuelve o mima el lenguaje que recubre y describe a todas sus criaturas y esto lo ha demostrado con creces en sus magníficas novelas anteriores (una de ellas, Bajamares, obra maestra indiscutible que el tiempo se encargará de poner en el altar que merece).
La estructura de la novela, también muy pulida, ofrece la descripción de toda la vida (fragmentada por etapas) de su personaje central, uno de esos seres literarios que marcan y que no se olvidan nunca en la memoria del lector, tal es su entidad y su magnitud literarias, y tal es el procedimiento descriptivo que su autor nos regala al parir a un ser revestido de una humanidad que rebosa afecto y produce apego infinito en mitad de tanta degradación, humillaciones y servilismo. Imposible no empatizar o no sufrir con Malasanta, esa mujer predeterminada y marcada desde su nacimiento, mientras a su alrededor va apareciendo una galería de personajes secundarios tan particulares como ella y que nos brinda una ocasión de poner conciencia y testimonio del ambiente humano, envilecido y rebajado, que protagonizamos en la actualidad, productos todos ellos de un mundo en decadencia y a la deriva.
Pero Tocornal nos ofrece (menos mal) dos respiraderos a través de los cuales el lector puede descansar un poco ante tanta violencia y opresión: uno es el de un finísimo humor (verbal y de situación en hechos o situaciones inverosímiles y absurdos que llegan al esperpento más sutil y crítico); y otro, el del lirismo de una prosa potente que en mitad de un párrafo hace estallar la magia de la realidad subjetiva y original que se plasma. Ambos respiraderos, por cierto, ya son marca de la casa de este maravilloso escritor.
Es hora de poner en el sitio que se merece a Antonio Tocornal, un diamante en bruto de nuestra narrativa actual y no se me caen los anillos a la hora de escribir esta afirmación tan contundente como justa. Esperemos que el Premio Felipe Trigo que ha recibido su Malasanta sirva de respaldo y empujón definitivos para que se le reconozca como lo que es: uno de esos escritores irrepetibles cuya narrativa de altos vuelos merece recorrido, repercusión y lectores.
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