La primera imagen reciente que vimos de Antonio González Pacheco, el torturador de la policía franquista conocido popularmente como Billy el Niño, estaba corriendo una maratón o varias; se le vio con el dorsal 9141, con el 1150; vital, manteniéndose en excelente forma física. Había vivido durante décadas fuera de los focos, de la atención pública; por eso es tan peligrosa la memoria histórica, porque guarda hechos, señala, es significante y significado.
González Pacheco había disfrutado de unas excelentes décadas en democracia, viviendo de la seguridad privada, con una holgada situación económica, manteniendo una cordial y estrecha relación con oficiales de la Policía Nacional, que le invitaban a las fiestas del cuerpo y para la que en muchos casos ha sido un policía ejemplar. Y siempre relacionado con grandes empresas que hundían sus raíces en los años de la dictadura, esa máquina de corrupción política y económica que nunca ha detenido su cadena de producción.
Ese hombre sano y practicando ejercicio, que había descarnado a militantes que se oponían a la dictadura, a estudiantes que descubrían la política, a homosexuales que eran para el franquismo peligrosos sociales, era un paradigma de la democracia española, de la transición ejemplar, de la buena vida que han tenido las élites franquistas y sus camadas negras tras la muerte del dictador, que lo dejó todo atado y bien atado.
González Pacheco sirvió en sus últimos años de vida para poner rostro a una realidad de la que formaban parte miles de españoles, ya fueran torturadores como él, empresarios que redactaban grandes contratos que luego se firmaban, previa comisión, bajo la lucecita de El Pardo; catedráticos que denunciaban a estudiantes y profesores; chivatos de todas las especies, incluidos sacerdotes; estómagos agradecidos, gente que miraba para otro lado, y toda una maquinaria social dedicada y destinada a mantener el control y garantizar ese enorme negocio político y económico que fue para unos pocos la dictadura.
Nada de eso desapareció el 20 de noviembre de 1975, ni se evaporó, ni emigró, ni se arrepintió. Simplemente cambió su estrategia. Rodolfo Martín Villa, el hombre que condecoró a Billy el Niño el 13 de junio de 1977, dos días antes de las primeras elecciones generales tras la muerte del dictador, orquestó en esos años la destrucción de millones de expedientes, pruebas y contratos fraudulentos, currículums de empresarios y de trepas del Movimiento, para dejar documentada una versión de la dictadura amable, una “verdad más cómoda” de una realidad que luego venderían con la narrativa ejemplar de la Transición como una realidad predemocrática.
La bonanza en democracia de José Antonio González Pacheco ha sido la de muchos otros. Un amplio grupo social que se resistió a los avances hacia la democracia hasta que pudo comprobar que disfrutaba de impunidad y tranquilidad con los primeros gobiernos socialistas, y decidió camuflarse colectivamente en la derecha española, esa que nunca ha condenado la dictadura por coherencia con su pasado, y que se ha quitado el traje de camuflaje en los últimos años cuando ha sentido la excitación del proceso catalán y la llamada a la cruzada cuando la izquierda ha decidido profanar los lugares santos y mover las reliquias del franquismo.
Pero mientras Billy el Niño se entrenaba para sus maratones, se tomaba el aperitivo de los viernes con algunos gerifaltes de la policía y atendía sus negocios, los hombres y las mujeres que lucharon contra el franquismo, los antifascistas que fueron los primeros europeos en enfrentarse al fascismo, morían en silencio, ignorados por el Estado, sin más medalla que el reconocimiento de sus compañeros de militancia e incluso abandonados por las fuerzas políticas a las que habían pertenecido, que con la Ley de Amnistía de 1977, aprobada con los votos del PSOE y del PCE, garantizaron muchos años de tranquilidad para los violadores de derechos humanos del franquismo y todos sus beneficiarios.
En el año 2004, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica coorganizaba en Rivas Vaciamadrid un homenaje a las republicanas y republicanos que lucharon contra el fascismo. El cuartel general en el que se preparaba el acto estaba en la sede de la Fundación Contamíname. Una noche, dos días antes la celebración en la que fueron reunidas 741 personas octogenarias de todo el Estado, una mujer llamó para decir que podía llevar a su padre al homenaje pero como trabajaba en un turno de noche no podría recogerlo. Entonces alguien de la organización llamó al padre; era un hombre de Zaragoza, militante comunista, que había estado 12 años en las cárceles del franquismo. Tras contar una parte de su historia preguntó si tenía que adelantar el pago de la habitación de hotel en la que iba a dormir. Y cuando su interlocutor le dijo que el Ayuntamiento invitaba a los homenajeados, el hombre se echó a llorar. Nadie en este país le había gritado 'gracias', nadie había escrito con cursiva y mayúsculas su nombre en un Boletín Oficial del Estado, nadie le llevó a un instituto a contar su historia para educar y reforzar los valores democráticos de quienes hoy hacemos uso de las libertades, nadie le condecoró públicamente, le compensó económicamente, como sí ha hecho la democracia durante más de 40 años con el torturador.
La foto del maratón de José Antonio González Pacheco era un espejo enmarcado por las medallas que recibió por sus servicios especiales y que han incrementado, con el dinero de un Estado democrático, su sueldo y su pensión durante cuatro décadas. Detrás de él han sido miles, miles de dorsales de franquistas que han corrido plácidamente en 40 años de democracia, han llegado a la meta y se han subido al pódium de la impunidad.
Billy el Niño ha muerto como todos ellos sin ser juzgado, sin ser condenado, sin sentir como amenaza para su estatus de torturador la labor de la justicia en un país democrático. Ha sido él y miles más. Han conservado los bienes que robaron a punta de pistola, los puestos de funcionarios repartidos caciquilmente, las grandes empresas edificadas sobre la corrupción del franquismo, la ignorancia sobre las violaciones de derechos humanos de la dictadura fomentada en las escuelas, la falta de periodismo de investigación que haya desentrañado sus redes de influencia y corrupción política y el miedo en muchas de las víctimas. Él sufrió en los últimos años la aparición pública de su cara y su presencia en algunos medios. Pero en el gigantesco cementerio de la impunidad española será uno entre miles. Decía un hispanista inglés que el gran mal de nuestra sociedad era “no saber no perdonar”. Y en esas estamos.