Probablemente cuando lea usted estas líneas alguno de los principales bancos centrales del mundo —como la Reserva Federal de los Estados Unidos, el Banco Central Europeo o el Banco de Inglaterra— habrá realizado una notable subida de los tipos de interés de referencia, la habrá anunciado o estará a punto de hacerlo.
Pese a la importancia de la política fiscal en este dificilísimo periodo, los bancos centrales ocupan buena parte del centro del debate económico; todo el mundo está pendiente de sus decisiones: unos, con esperanza, y otros, con temor. Ben Bernanke, expresidente de la Fed, acaba de ser uno de los tres adjudicatarios del Premio Nobel de Economía; a Mario Draghi, exgobernador del BCE y ex primer ministro de Italia, se le atribuye la salvación del euro. Se trata de una impronta simbólica que tiene numerosas y profundas consecuencias.
Las subidas de tipos de interés continuarán a buen seguro. La inflación parece imposible de soportar por parte de los países más ricos de occidente. Además, no son solo problemáticos los altos niveles de los precios, sino las percepciones y actitudes que su ritmo de subida, la inflación, genera: esta amenaza con perpetuarse si los salarios se elevan para evitar perder poder de compra. El achuchón de los intereses, algo que encarece el préstamo y las hipotecas, que reduce el crédito y que enfría también el empleo, persigue rotular un mensaje triunfal: los bancos centrales cumpliremos nuestro mandato. Frenaremos la inflación, cueste lo que cueste.
Esta agresividad operativa y discursiva viene influida por otros factores. Los tipos están también subiendo por un agitado ambiente en el que la política monetaria es otra arma de competencia y hegemonía mundial. Al subir los tipos de la Reserva Federal, numerosos flujos de capital prefieren virar hacia los Estados Unidos, lo que dispara la demanda de los activos financieros denominados en dólares. La demanda de la gran moneda de reserva mundial —moneda en la que se comercia con los combustibles, por cierto— conlleva su apreciación, incrementando de esta manera aún más la inflación en los países que tienen que importar energía. De ahí que el Banco Central Europeo, por ejemplo, se vea forzado quizá a subir los tipos mucho más y mucho más rápido de lo que de verdad sería conveniente.
Todas estas circunstancias hacen a la economía mundial depender de un poder no elegido. Dicho poder deriva de una narrativa en la que la política monetaria habría solucionado la mayoría de los problemas recientes en unas democracias a las que siempre se exige una mayor despolitización para volverse eficaces. De esta manera, una parte —la política monetaria, que es fundamental para una economía— se convierte en el todo y corre el riesgo de quedar fetichizada.
En los años ochenta, las políticas monetarias restrictivas se atribuyeron el éxito de haber acabado con la inflación. El banquero central estadounidense Paul Volcker adquirió la reputación de un semidiós tecnocrático. No se tuvo en cuenta, sin embargo, la depresión de la economía real en los EEUU, el desarme sindical y la entrada de miles de productos baratos de Asia que presionaron los precios a la baja. Por aquellos años, la revolución tecnológica y la globalización aplanaban las curvaturas de la economía capitalista mundial. Pero la política monetaria acabó quedando como la salvadora y garante del futuro.
Tras la crisis de 2008, figuras como Ben Bernanke o Mario Draghi fueron erigidos como salvadores del capitalismo occidental. La narrativa dominante, de nuevo, resalta la heterodoxia de sus decisiones políticas, su valentía y su independencia de criterio. Pero se logra, de este modo, que la sociedad del espectáculo, que los focos que iluminan a las grandes estrellas de rock, opaquen otros hechos y fenómenos complejos no menos importantes.
Entre estos sucesos que nos ayudan a explicar cómo hemos llegado hasta aquí cabría destacar la tremenda expansión fiscal —con inversiones, gastos y ayudas públicas— que en países como Estados Unidos o Alemania contribuyó a sacarlos de la crisis financiera en un plazo inferior y en condiciones más decentes que la mayoría de los demás. O también, la impotencia de la todopoderosa política monetaria durante el periodo posterior a la crisis y previo a la pandemia, cuando el peligro de deflación era cercano, el crecimiento, famélico, y el denominado estancamiento secular oscurecía el horizonte. El propio Mario Draghi, en su discurso de despedida del Banco Central Europeo, adoptó una humildad poco común en este tipo de cargos, al afirmar que todavía quedaban pendientes muchas nuevas perspectivas por estudiar.
La narrativa triunfal de los bancos centrales legitima un comité de decisores, una élite tecnocrática a la que nadie elige y pocos comprenden. Este espectáculo no exento de magia eclipsa una realidad democrática que ha perdido consistencia y crédito en las últimas décadas. Las políticas fiscales, las que consisten en decisiones de gastos e ingresos públicos para estabilizar el empleo, reforzarlo, o bien, a largo plazo, lograr infraestructuras que aminoren las lesiones climáticas y transformen las fuentes de aprovisionamiento de energía, aparecen a su lado como meros apellidos y torpes comparsas. Probablemente porque dichas políticas requieren de reformas fiscales progresivas que pocos se atreven a adoptar, o bien una mirada algo distinta sobre el problema del endeudamiento público; posiblemente porque los ciclos electorales emborrachen a unos políticos poco valientes para legislar a largo plazo; y también, porque determinadas élites financieras o corporativas prefieran que el foco de determinadas decisiones económicas escapen a la voluble mirada de los votantes.
La apariencia de los banqueros centrales como estrellas de rock capaces de castrar todo debate ciudadano no solo exige abrir una discusión sobre política económica, sino también otro más antiguo: a qué niveles de democracia aspiramos y quiénes creemos que se encuentran en condiciones de decidir cómo debe ser nuestro presente y futuro. Los excesos de democracia pueden ser perturbadores para muchos, pero el oscurantismo y el despotismo ilustrado de determinadas instituciones y figuras intocables explican también la epidemia populista que padecemos en la actualidad, un posible reverso de nuestro déficit, no solo público, sino también participativo.