Sedición: ¿se estaban alzando quienes protestaban sentados?

El Tribunal Supremo ha condenado a algunos de los principales dirigentes independentistas a elevadas penas de prisión. Habrá tiempo para analizar el alcance de los delitos concurrentes según la sentencia, como la malversación o la desobediencia. Sin embargo, una primera aproximación a la resolución nos permite abordar los problemas jurídicos que presenta la condena por sedición, eje central de la argumentación judicial. Por ello, intentaría aportar algunas reflexiones estrictamente personales, sobre los riesgos para nuestro sistema de libertades que puede generar la perspectiva de la sentencia. Las decisiones del Tribunal Supremo deben respetarse y acatarse, pero ello resulta compatible con las valoraciones jurídicas constructivas que se puedan aportar, con la finalidad de contribuir a un debate que siempre es positivo para la sociedad.

De salida, resulta relevante que nuestro alto tribunal haya descartado la comisión de un delito de rebelión, con una argumentación que supone desautorizar la interpretación jurídica sobre los mismos hechos que habían realizado la Fiscalía y el propio magistrado instructor. La concurrencia de rebelión exigía en este caso un alzamiento violento para declarar la independencia. Sin embargo, como ya habíamos indicado bastantes juristas, la sentencia señala acertadamente que los actos violentos que se llevaron a cabo fueron muy puntuales, sin funcionalidad para imponer el propósito secesionista, y no estaban vinculados estructuralmente a los propósitos de los acusados.

La falta de condena por rebelión no implica en absoluto que los hechos sean constitutivos necesariamente de sedición. Según el Código Penal, son reos de sedición quienes “se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales”, la aplicación de las leyes o el cumplimiento de las resoluciones administrativas o judiciales, entre otros supuestos. La proximidad de esta conducta con otros delitos cercanos, como el atentado o los desórdenes públicos (o incluso con infracciones de la Ley de Seguridad Ciudadana), debe llevar a calificar como sedición solo conductas de especial gravedad y nunca a través de interpretaciones extensivas. No olvidemos que la pena para los promotores de la sedición oscila entre los 8 y los 15 años de prisión.

El delito de sedición viene recogido desde antiguo en nuestras leyes. En el derecho medieval de Las Partidas ya está incorporado con el concepto de “asonada”, en el sentido de algarada tumultuaria y violenta para conseguir un objetivo. También lo vemos recogido en el derecho francés, alemán o inglés, en el sentido de motín en el que se ejerce activamente la violencia, aunque la tendencia en las últimas décadas en el ámbito europeo ha ido hacia su despenalización, para sustituirlo por figuras penales de textura menos abierta.

Nuestra jurisprudencia ha castigado históricamente la sedición solo en casos de uso de la fuerza o de intimidación directa a través de actos de acometimiento, pero no en supuestos de resistencia pasiva. Entre las últimas resoluciones, la importante sentencia del Tribunal Supremo de 10 de octubre de 1980 valora las posibilidades de concurrencia de sedición precisamente en un supuesto en el que se anunciaba impedir por la fuerza el cumplimiento de una resolución judicial. Y la sentencia de 5 de abril de 1983 considera concurrente el delito en un caso de motín en una prisión, con gravísimos daños personales y materiales.

Por ello, la doctrina ha considerado que solo concurre sedición si se usa la fuerza (equiparable a la violencia) o actuaciones fuera de las vías legales que comporten una abierta hostilidad (equiparable a la intimidación grave). Un castigo de sedición para la protesta pacífica colisionaría con un derecho penal de base constitucional y democrática, por lo que debe quedar reservado para los supuestos previstos en el artículo 21-2 de la Constitución de peligro para personas o bienes. Además, como advierte el magistrado Miguel Pasquau al analizar los contornos de la sedición, no resultaría lógico que una conducta no violenta pudiera estar castigada con pena muy superior a la de otros delitos cercanos que requieren de violencia o intimidación. Por otro lado, resulta difícil encajar conductas como una sentada colectiva en un alzamiento tumultuario que implique algún grado de acometimiento.

La sentencia del Tribunal Supremo indica de forma reiterada que las protestas del 20-S y del 1-O fueron mayoritariamente pacíficas, pero impidieron el cumplimiento de resoluciones judiciales, por lo que implicarían un delito de sedición. Sin embargo, me parece discutible que pueda ser equiparable jurídicamente la violencia activa a la resistencia pasiva. Los actos violentos o gravemente intimidatorios perpetrados por una multitud cuentan con la potencialidad muy probable de impedir una acción institucional concreta, pero la protesta pacífica lleva más bien a la posibilidad de entorpecer. Y no es lo mismo. No puede ser lo mismo desde la perspectiva penal. Resulta cierto que una gran multitud pasiva puede llegar de facto a impedir una actuación institucional; pero es igualmente cierto que una conducta no puede ser delictiva en función del número de manifestantes cuando estos se encuentran ejerciendo un derecho fundamental.

Por tanto, el límite de la barrera penal para la sedición habrá de situarse en la concurrencia de violencia o intimidación en el alzamiento tumultario. Y el propio Tribunal Supremo ha reconocido que los llamamientos de los acusados fueron siempre a la protesta no violenta. También añade la sentencia que en esos casos la resistencia pasiva era una forma de presión. Pero no podemos ignorar que cualquier manifestación supone de forma inherente una presión ciudadana, que resulta legítima en una sociedad democrática plural, siempre que se haga sin violencia.

Por otro lado, la resolución atribuye a los cargos públicos independentistas la autoría de la sedición a través de un reguero de conductas vinculadas a la convocatoria del referéndum y a sus llamamientos para ir a votar. Esa atribución de culpabilidad también genera dudas jurídicas, porque celebrar referéndums ilegales es una conducta que quedó despenalizada. Y animar a la ciudadanía a votar no puede criminalizar a los convocantes por los delitos que después puedan ocurrir. Si no es delictiva la celebración de un referéndum, menos aún lo será incitar a participar en la consulta. Por ejemplo, quienes llamen a participar en una manifestación pacífica no pueden ser responsables de los delitos que en ella puedan producirse. No existe nexo de causalidad. Sin embargo, la sentencia considera a diversos cargos públicos responsables de sedición, a pesar de que admite que no participaron en actos de resistencia pasiva, ni tampoco incitaron a realizar sentadas para dificultar la actuación de los agentes.

Me parece claro que en el Procés se produjeron delitos. Los dirigentes independentistas afirmaron que iban a optar por la unilateralidad y a desobedecer la Constitución y las leyes españolas. La desobediencia y la malversación son conductas delictivas que forman parte del camino erróneo emprendido. Resulta posible jurídicamente una consulta pactada, aprobada por las instituciones del Estado, sin reformar el texto constitucional, pero se apostó de forma equivocada por sendas ajenas al Estado de Derecho. Todo ello no implica que la respuesta estatal deba apoyarse en interpretaciones sobre la sedición que parecen extensivas y desproporcionadas. Por ejemplo, el homicidio se castiga con pena de 10 a 15 años de prisión, por matar a otra persona, y a Oriol Junqueras se le ha condenado a 13 años de cárcel.

Lo más peligroso de la sentencia es su aplicación en el futuro y su impacto en las libertades. Con la letra de la resolución se puede condenar a altísimas penas de prisión a quienes protesten pacíficamente contra resoluciones que acuerden un desahucio, el desalojo de una acampada como las del 15M o la dispersión de la resistencia pasiva en una huelga de trabajadores. Será irrelevante que esas conductas estáticas carezcan de violencia o intimidación. Este salto jurisprudencial se enmarcaría en los recortes de derechos sufridos en los últimos años. Sin duda, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos habrá de valorar si resulta admisible lo que parece una interpretación sensiblemente restrictiva de los derechos fundamentales.