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La Semana Santa de un “cristiano rojo”

En Jueves Santo, muchas mujeres y hombres de comunidades cristianas nos reunimos para rememorar la última cena de Jesús con sus colegas. Recordamos a un rebelde que lo compartía todo y que se rodeaba de gente de mal vivir, de esa gente a la que un padre normal no aconsejaría jamás acercarse. Un tipo que a veces sacaba el mal genio e incluso el látigo porque le dolía que se mercantilizase el templo y que los mercaderes precapitalistas lo convirtiesen en “una casa de ladrones”. No quiero pensar qué haría ahora con una iglesia más cerca del poder y del dinero que del pueblo. Era un carpintero sencillo de Galilea en la Palestina del siglo I que anunció un mundo nuevo, sin ambiciones, sin discriminaciones, sin violencia, sin armas, sin guerras, sin hambre y que llamó a construir una sociedad igualitaria, justa, solidaria y fraterna. Alguien que solo vivía para aliviar el sufrimiento humano. Un “prenda”, vamos…

Recordamos que ese individuo, que sería tildado de sospechoso en la prensa y al que seguramente le amenazarían con querellas criminales, defendía que quien quisiera ser considerado el primero, debía arremangarse y ponerse al servicio de todas y todos. Por eso, esa noche, nos arrodillamos y lavamos los pies a los demás. No es un símbolo, debe ser nuestra forma de vivir.

Las cosas que ese tío decía despertaron tanto entusiasmo entre la gente pobre y marginada como pánico entre los poderosos y las autoridades religiosas y políticas que, no en vano, lo veían como peligroso para sus intereses.

Y por eso, este antisistema acabó como acabó, ajusticiado en una cruz, instrumento de tortura frecuente en esa época para castigar delitos de orden político.

Seguro que ese tipo se desternillaría de risa si viera cómo se le encaja, con calzador, en procesiones bajo palio con muchos representantes políticos buscando hueco para salir en las fotos.

Lo mismo son cosas de un cristiano rojo, pero a mí me parece evidente que Jesús de Nazaret no habría reconocido como cercanos a quienes se ponen la etiqueta de “cristianos” y olvidan a los hermanos y hermanas que en peor situación están. Cuánta gente hacinada en infraviviendas y cuánta con sueldos de miseria. Cuánta con miedo a perder su puesto de trabajo, cuánta no pudiendo trabajar legalmente, cuánta sufriendo racismo o xenofobia. Cuántos seres humanos sumidos en un infierno de incertidumbre y vulnerabilidad y que padecen una ciudadanía de tercera clase. Es ahí donde nos la jugamos y donde las medidas políticas nos retratan. Y no parece que sea compatible defender las concertinas en la frontera de Melilla y emocionarse en una procesión en Madrid. No es muy coherente defender la ley de Extranjería y decir “amén” después de leer el capítulo 25 del Evangelio de Mateo.

Mi experiencia personal me dice que en estos días no recordamos a un perdedor y que Jesús de Nazaret no se rindió ni después de ser asesinado. Por eso, muchas y muchos creemos que hay suficientes alimentos para que nadie pase hambre, que hay viviendas de sobra para que a nadie le falte techo y que sobran recursos para educación y sanidad si dejamos de destinar ingentes esfuerzos a proveernos de armamento para matarnos unos a otros.

Algunos dirán que todo esto es solamente un puñado de buenas intenciones no asentadas en la realidad. Y, después de afirmarlo con voz hueca, irán a participar de la Semana Santa. Yo solo digo que, parafraseando a mi admirado Jose Luis Cortés, lo contrario de utopía no es realismo, es miopía.