La batalla será por las ciudades

30 de septiembre de 2024 21:54 h

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Si una civilización alienígena súper avanzada observase los últimos 200 años del Planeta Tierra desde un telescopio intergaláctico, ¿qué vería? A esa distancia sólo podría percibir los cambios de gran escala que ha producido la actividad humana. Una serían los cambios en la atmósfera de la tierra producidos por el aumento de los gases de efecto invernadero. Otra sería el calentamiento global, el deshielo de los polos y la deforestación. Y la última sería la menos discutida de las grandes mutaciones del mundo: la urbanización.

La urbanización global ha sido el fenómeno más transformador del último siglo. La población urbana ha pasado en poco más de 100 años del 13% a casi el 60% del total; y a más del 80% en los países ricos.

¿Por qué ha ocurrido esto? La explicación habitual y más simplista es que la industrialización concentró los trabajos en torno a las fábricas y dio lugar a las ciudades. Pero hace muchos años que cada vez hay menos empleos fabriles y la concentración urbana no deja de crecer. Ni siquiera con el teletrabajo ha cambiado la tendencia. 

Una explicación más sofisticada es que la evolución de la humanidad es un proceso por el que hemos ido desarrollando nuestra capacidad para vivir y pensar juntos. O lo que es lo mismo: ampliando nuestra capacidad para tomar decisiones de manera distribuida.

Cuando las personas vivían en comunidades familiares y pequeñas poblaciones, su capacidad de llegar a acuerdos más allá del grupo inmediato estaba limitada a los mínimos intercambios comerciales y a la guerra. Las religiones nacieron, en este contexto, como grandes códigos culturales que daban cierta homogeneidad a esos grupos dispersos. Con la extensión de los excedentes de la agricultura y la aparición del comercio, encontramos un nuevo mecanismo de cooperación distribuida que dio lugar a las ciudades.

Desde entonces nos hemos ido volviendo cada vez más eficientes compartiendo información y aprendiendo a confiar (o desconfiar) de otros. Ese aprendizaje es crucial, porque cuantas más personas podemos incorporar a un proceso de deliberación, mayores problemas podemos enfrentar. Una comunidad de unas pocas personas nunca hubiera podido inventar un coche, ni una vacuna. Hacen falta miles de personas cooperando en redes científicas, comerciales y políticas para casi todas las cosas que damos por descontadas en la actualidad.

Las ciudades son, mucho más que un conjunto de edificios o de infraestructuras, un conjunto de personas que se dota de una cultura determinada para poder tomar decisiones en común. Por eso cada localidad tiene un código distinto en el que operan todos sus ciudadanos: desde cómo se usa el metro hasta cómo se saluda por la calle o si es adecuado mirar a la gente a los ojos cuando te los cruzas. 

En cada ciudad se cocina de una manera. En algunas es costumbre invitar a la gente a comer a tu propia casa y en otras, un disparate. También se hacen de distinta manera los negocios. Se trabaja distinto y se innova más o menos. Unas son más progresistas y otras, más conservadoras.

El destino de una ciudad está marcado por el éxito de ese conjunto de normas (y la comunidad que crean). Por eso, en los últimos 100 años, el mapa global urbano ha variado mucho. Algunas ciudades, como Londres o Nueva York, han ido creciendo y generando atracción de manera más o menos continuada. Otras, como Dundee o Detroit, tuvieron un momento de esplendor y después se hundieron.

Cuando digo éxito no me refiero a que suba el precio del alquiler o que aumente la población (aunque el aumento de la población sí puede ser un indicador del éxito aparente de una ciudad) sino que la ciudad siga produciendo innovación, ideas y propuestas culturales hegemónicas: siga evolucionando, cambiando y creciendo. Siga viva, en definitiva.

Cuando las ciudades están vivas, producen muchísimo valor: en forma de innovación y nuevas industrias, en forma de atractivo turístico, de atracción de estudiantes universitarios, de revalorización de las marcas locales, de creación de tendencias políticas, económicas, éticas o estéticas, etc.  Todas las grandes innovaciones de las últimas décadas se han producido en el caldo de cultivo de las ciudades más dinámicas: del coche a la inteligencia artificial. 

Dicho de otra forma: si en el siglo XX las industrias fueron el primer activo de un país, en el siglo XXI lo son las ciudades.

Por eso una gran parte de los capitales internacionales que hace 40 o 50 años habrían estado invertidos en la industria se están moviendo al mercado inmobiliario y esto es lo que está produciendo una crisis de vivienda en todo el mundo. En un momento en el que se ha vuelto muy difícil encontrar inversiones con altas rentabilidades en el sector productivo, los capitales internacionales se posicionan allá donde ven que se produce valor para llevarse una parte.

Pero si el capital tuvo su papel en los años de la industria porque hacía posible inversiones en cosas que todavía no existían, el rentismo, la idea de que unos pocos puedan comprar el patrimonio inmobiliario de una ciudad y extraer por la vía del alquiler la riqueza que produce, ¿qué valor aporta? Ninguno. Solo se puede entender como una forma de expolio. Los fondos de inversión que se están haciendo con el suelo urbano no contribuyen a generar riqueza en las ciudades. En la mayoría de casos ni siquiera construyen: solo compran para alquilar lo que ya han construido otros. 

Lo que estamos viviendo en estos días es exactamente esto. Unas comunidades de gente que se han reunido en algunas ciudades están produciendo de forma distribuida una inmensa parte del valor que produce la humanidad. Y unos capitales improductivos que no aportan nada a la ecuación tienen la pretensión de llevarse ese valor.

Por eso si la batalla del siglo XIX fue por el poder político y la del XX, por un reparto justo de los beneficios de la revolución industrial, la del siglo XXI tiene que ser por los de las ciudades. 

¡A las armas, ciudadanos!