Dale, Elon
Dicen los expertos en política norteamericana, que, en octubre, siempre hay alguna sorpresa que altera de manera significativa el desarrollo y hasta los resultados de las elecciones presidenciales de noviembre en los Estados Unidos. En este 2024 no son pocos los analistas que sitúan en Oriente Próximo y en las decisiones militares de Netanyahu tal factor sorpresa. Demóscopos y estrategas echan las cuentas y las gráficas para tratar de anticipar cuánto daño pueden causar en la base demócrata esas imágenes de guerra y genocidio de palestinos y libaneses que sirve a diario el ejército israelí, dando por hecho que su impacto sobre la base republicana será tendiente a cero.
Otros, en cambio, consideran que históricamente el impacto de la política exterior sobre las elecciones norteamericanas acostumbra a ser bastante más limitado de cuanto nos gusta pensar a los europeos. Los norteamericanos votarían más o menos como nosotros, con la cartera en una mano y el corazón en la otra, pensando primordialmente en asuntos de política local.
La guerras lejanas nos importan pero no deciden nuestro voto. Más que la política exterior sería la situación económica y el impacto de la inflación durante el mandato de Joe Biden uno de los asuntos que podría decantar el marcador final.
A la clásica pregunta formulada retóricamente en tantas campañas electorales sobre si está usted mejor o peor que hace cuatro años, puede que muchos norteamericanos, mirando las cuentas de su casa, hayan llegado o lleguen a la conclusión de que están peor, su dinero vale menos y las cosas van más caras que cuando gobernaba Donald Trump; si esa evidencia resulta mérito o demérito del expresidente, parece un matiz completamente secundario.
A semanas de las elecciones las encuestas nos dicen que el efecto Kamala, que había rejuvenecido a esa parte de la base demócrata apática ante la perspectiva de tener que ir a votar a Biden, ha envejecido más rápido de lo que muchos calculaban, mientras que la base trumpista se mantiene tan movilizada o más que hace cuatro años ante la perspectiva de tomarse al fin la revancha por la derrota en el 2020. Pocos lenguajes funcionan mejor en política que el lenguaje futbolero de tomarse la revancha y ganar en el campo esa victoria que supuestamente el rival nos arrebató en los despachos. Si no me creen pregunten en el Partido Popular, que lleva unos cuantos comicios tirando de la misma épica.
He de confesarles que mi esperanza para que el resultado de noviembre signifique el final de la carrera política de Donald Trump se deposita casi única y exclusivamente en la persona de Elon Musk. Si alguien puede ser la sorpresa de octubre que esperan los analistas, sin duda, ése es el dueño de Tesla. La irrupción en campaña de alguien con un ego más gigantesco aún que el de Donald Trump puede suponer lo mejor que les haya pasado los demócratas desde el cambio de candidato. No es que no sepa de política, es que la desprecia. El margen de error se antoja kilométrico. La democracia está en peligro, ha dicho en su primer mitin con Trump. Lo sabe bien porque él es el peligro.
Musk es más que una sorpresa. Es un meteorito atravesando el final de la campaña. Pocos encarnan hoy para el votante progresista los demonios de la xenofobia, el racismo y la avaricia capitalista depredadora como lo hace Elon. Nadie ha asociado una cara mejor con los fake y los bulos como arma de destrucción social masiva para proteger intereses personales. Elon Musk bien podría ser la última razón que necesitaban los votantes demócratas para, a pesar de todo, plantarse en las urnas con la papeleta de Kamala Harris en la mano.
Si Elon ha sido capaz de destruir Twitter, puede ser capaz de acabar con Trump. No le perdáis la fe.
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