El darwinismo social de Donald Trump
Donald Trump, quien en enero tomará posesión como presidente de la principal economía del mundo, acaba de anunciar que cualquier inversión milmillonaria -más de 1.000 millones de dólares- que se haga en Estados Unidos contará con todos los permisos ambientales concedidos de antemano. La medida, anunciada en la red social X, ha recibido el esperable aplauso de Elon Musk; de hecho, es probable que esta ocurrencia tenga su origen en el empresario sudafricano.
No sabemos mucho más acerca de este anuncio, pero el mensaje es meridiano: la llamada cuestión medioambiental no será un obstáculo para la agenda que se desplegará durante los próximos años. Se trata de un mensaje atractivo para empresas e inversores centrados únicamente en los beneficios económicos en el corto plazo, pero es también un mazazo para las expectativas de la comunidad científica y de los movimientos sociales -las cuales dependen de fuertes compromisos ambientales por parte de las principales economías-. La idea de que el Estado renuncia a la regulación de la actividad económica en materia medioambiental, que es el espíritu que transmite la propuesta, choca de lleno con cualquier narrativa ecologista.
Difícilmente nos puede sorprender este punto. Durante su anterior mandato, Donald Trump se caracterizó por un nítido discurso negacionista del cambio climático, llegando a afirmar que era una invención de China para minar la competitividad de Estados Unidos. Cuando un grupo de científicos le presentó una síntesis de las conclusiones sobre cambio climático, Trump simplemente respondió con un tajante «no me lo creo». También puso en marcha políticas como el vaciado de las principales instituciones científicas públicas y la retirada de acuerdos internacionales. Esto último incluyó al acuerdo de París de 2015, en el que los países se habían comprometido a adoptar políticas para evitar que la temperatura del planeta supere los 1,5 °C por encima de los niveles preindustriales.
De todo lo anterior -que es solo un breve resumen de un conjunto de declaraciones y acciones mucho más amplio- no pocas personas han llegado a la conclusión de que Trump es simplemente un tipo iletrado y antiliberal. Podría ser, pero creo que la cuestión es más compleja. Es mucho más probable que Trump, como otros muchos millonarios, crea sencillamente que incluso aunque exista el cambio climático siempre tendrá la capacidad de sortear sus peores consecuencias. Para un hombre a quien el dinero le ha abierto todas las puertas -y solucionado todos los problemas- esto me parece bastante plausible.
No obstante, esta actitud no se limitaría a millonarios como el nuevo presidente estadounidense. Hay una gran parte de la población que cree realmente que el ser humano puede dominar a la naturaleza a voluntad y que cualquier problema que devenga en el futuro podrá ser resuelto gracias a la creatividad e innovación humana. Esta pulsión está muy arraigada en una sociedad que, de hecho, ha visto cómo los cambios tecnológicos han permitido mejorar la vida de las personas en relación con, pongamos, la calidad de vida promedio de quienes vivieron hace varios siglos. Este tecnooptimismo, como a menudo se describe esta actitud, no carece de racionalidad, pero sería estúpido negar sus propios límites.
Lo que los científicos hacen desde hace décadas es perimetrar el margen de posibilidades de actuación de la humanidad. A partir de unas pocas leyes universales, y de un conocimiento cada vez más completo de los sistemas complejos que constituyen la naturaleza y el Sistema-Tierra, los científicos no niegan el papel de la tecnología, sino que avisan de sus límites. Y recomiendan actuar con políticas concretas -y radicales-. Pero es aquí donde se produce el choque con quienes creen que la creatividad e innovación humana se encuentra incluso por encima de dichos límites naturales. La cuestión, sin embargo, es aún de más calado. Porque la pregunta no es si la tecnología puede salvar a la humanidad -que para el año 2050 estará formada por unas 10.000 millones de almas-, sino a cuánta gente -y a quiénes en concreto- puede salvar realmente la tecnología.
El propio Elon Musk dice que sus proyectos tecnológicos para trasladar seres humanos a otros planetas tienen que ver con la aspiración de salvar a la humanidad, asumiendo un escenario catastrófico para el planeta Tierra. Lo que probablemente no se atreve a decir es que, dentro de su propia narrativa distópica, los que se salvarían serían unos pocos, probablemente todos millonarios y blancos. Y es aquí donde está la verdadera esencia del proyecto Trump-Musk: su marcado darwinismo social. Trump y Musk no quieren luchar contra el cambio climático porque no crean sus fundamentos científicos. Eso es irrelevante. Lo que no quieren es que se detraigan recursos que ellos creen que deben destinarse a proyectos que tienen como objetivo «salvar» a una parte de la humanidad; su parte.
En el siglo XIX algunos intelectuales occidentales, destacadamente el inglés Herbert Spencer, defendieron que las ideas evolutivas de Charles Darwin podían aplicarse a la vida social. Eso significaba aceptar que en las sociedades humanas también tendría vigencia leyes naturales como la selección natural y la supervivencia del más apto. Estas ideas calaron con profundidad en un tiempo en el que todavía no existía ninguna democracia moderna y en el que el colonialismo se justificaba como práctica civilizatoria. Naturalmente, el nazismo fue un exponente claro de esta orientación. Pero, este es el punto, el darwinismo social no desapareció con Hitler.
Mi tesis se basa en el supuesto de que las derechas tienen una idea bastante precisa de lo que está ocurriendo con el planeta y de cuáles son las dislocaciones del orden social que está ya produciendo la crisis ecosocial. Las derechas pueden ser retrógradas e incluso iliberales, pero no son estúpidas. Saben, por ejemplo, que la tendencia del calentamiento global hará que numerosas zonas del planeta sean inhabitables. También saben que para mantener el nivel de consumo asociado al estilo de vida occidental es un requisito mantener continuos flujos de entrada de recursos naturales que se encuentran en otros países, muchos en Oriente Medio y África. En consecuencia, saben que las guerras y la pobreza seguirán enviando seres humanos desesperados a las puertas de los países ricos.
Insisto, la derecha no niega estos aspectos de la crisis ecosocial. Lo que hace es prometer una respuesta antidemocrática y contraria a los derechos humanos, pero plenamente consecuente con el ideario del darwinismo social tamizado con discursos económicos neoliberales. El cierre de fronteras, la deportación masiva y la defensa de una etnicidad específica son rasgos todos que caracterizan el intento de dividir a la población en función de los que se merecen salvar y los que no. Como las naves espaciales de Musk, pero en política terrestre. El darwinismo social justifica el resto: los que se han quedado atrás, los países del Sur Global y con menos acceso a recursos, realmente se lo merecen.
Más temprano que tarde será para todos evidente que los proyectos de las derechas en todo el mundo son incompatibles con una mínima defensa de los derechos humanos -cuyo pilar se basa precisamente en la igualdad de todos los seres humanos del planeta-. La crisis climática es el contexto en el que está teniendo lugar este reposicionamiento ideológico de las derechas, y que ya ha logrado ahogar y marginar al liberalismo clásico en occidente. Para verlo mejor conviene no pensar que esto es una simple batalla entre quienes creen en las verdades de la ciencia y quienes no; lejos de eso, esto es realmente una batalla por imponer qué sectores de la sociedad seguirán teniendo privilegios, y a qué coste, en un mundo en llamas.
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