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La decadencia de nuestras democracias

Biden, en un piquete de trabajadores de la automoción en Michigan
11 de octubre de 2023 22:16 h

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Ahora que nuestros políticos, tertulianos y demás andan enredados por la formación del nuevo gobierno, debemos profundizar un poco más en cuál ha sido el devenir de nuestra democracia y, en general, de las democracias occidentales. El punto de partida no puede ser más desolador. Da igual quién gobierne, porque el núcleo duro de las políticas económicas, fundamentadas en hipótesis que no se cumplen, pero que nos dicen que son las “correctas”, simplemente anteponen los intereses de una élite profundamente ególatra, que no está dispuesta a ceder absolutamente nada en la defensa de sus abultados privilegios.

Lo último, solucionar el problema de la inflación, consecuencia básicamente de la monetización de todo lo que se mueve, a cañonazos. Su receta, no puede ser más distópica. Pretenden aumentar el desempleo para frenar el poder de negociación de los trabajadores. El término trabajadores abarca a todos aquellos que no se dedican a extraer rentas a los demás, es decir, también engloba al capital productivo. El problema de fondo es un sistema que extrae beneficios puros, monetizando, a costa de todos, incluidos los derechos humanos básicos –alimentos, energía, vivienda, educación, pensiones…–, pero también la naturaleza, es decir, el planeta Tierra. 

Nuestras democracias hace tiempo que dejaron de ser ejemplo de nada. Se transformaron en totalitarismos invertidos, término introducido en 2003 por Sheldon Wolin, profesor emérito de filosofía política de la Universidad de Princeton. Por aquel año, publicó una de sus obras más relevantes, 'Inverted Totalitarianism', que después desarrolló en su obra 'Democracy Incorporated: Managed Democracy and the Specter of Inverted Totalitarianism'. El totalitarismo invertido es el momento político en el que el poder corporativo se despoja finalmente de su identificación como fenómeno puramente económico y se transforma en una coparticipación globalizadora con el Estado. Mientras que las corporaciones se vuelven más políticas, el Estado se orienta cada vez más hacia el mercado. La antidemocracia, y el dominio de la élite son elementos básicos del totalitarismo invertido. Yo añadiría, desde el punto de vista económico, un elemento que todavía emponzoña más nuestras frágiles democracias, la monetización de todo, incluidos los derechos humanos. Nos referimos al veneno de la financiarización.

Detrás de las guerras, el control de recursos naturales y la industria de las armas

Son las democracias occidentales, alrededor de un capitalismo depredador, las principales responsables de las guerras por los recursos naturales, con el fin de consolidar las ganancias de un modelo económico que ha originado el cambio climático y que nos lleva, si nadie lo para, a la extinción masiva. De ello ya hablamos en nuestro último post. En este sentido, el mundo no occidental entiende perfectamente que nuestra cínica política exterior se aleja de los retos de la humanidad, y por ello no quiere contribuir a ello. Pero además del dominio de los recursos naturales, existe otro motor económico que azuza los conflictos bélicos, la venta de armas, el complejo militar industrial estadounidense.

Como reacción, tal como señala Chandrna Nair, director ejecutivo del Global Institute for Tomorrow, “está naciendo un mundo postoccidental en el que existe la oportunidad de limitar los motores de la guerra, tanto el dominio de los recursos naturales como la venta de armas, para que no se generen conflictos en todas partes del planeta.” Nuestra verborrea, con un doble rasero de medir las cosas –la narrativa de la guerra de Ucrania, versus las otras guerras– ha quedado al descubierto. Frente a nuestra arrogancia, tratando de imponer nuestras normas, los diplomáticos no occidentales, tal como señala Nair, “están adoptando enfoques alternativos que superan conceptos como el de las alianzas –que enfrentan unas regiones a otras– y avanzan hacia sistemas de solidaridad”.

Pero donde la decadencia ha alcanzado un grado superlativo es en los Estados Unidos. Tal como señala Rafael Poch en una de sus últimas piezas, absolutamente exquisita, Entre la derrota y la escalada, “al frente de la pirámide tenemos a un presidente senil, Joe Biden, sobre el que los medios habrían escenificado la gran juerga si fuera un jefe de Estado ruso o chino. En caso de incapacidad, Biden tiene a su lado a una vicepresidenta, Kamala Harris, que brilla por su incompetencia. En la segunda línea, un trío de descerebrados con nivel de becarios al frente del dossier ucraniano: el secretario de Estado Blinken, el consejero de Seguridad Nacional Sullivan y la subsecretaria de Estado Nuland”

El problema es que Biden, desde la perspectiva de un europeo, ha hecho bueno a Donald Trump. Resulta extremadamente cínico que después de gastarse a fondo perdido, porque no lo van a recuperar, decenas de miles de millones de dólares en el conflicto de Ucrania, en vez de preocuparse por la sanidad, educación, seguridad, en definitiva, el bienestar de los estadounidenses, acuda a apoyar subidas salariales en las distintas huelgas que están aconteciendo alrededor de Estados Unidos.

Seamos claros. Las últimas administraciones demócratas han actuado de manera sistemática contra los intereses de los europeos, que se lo digan a los alemanes y su oleoducto de Nord Stream, escalando una guerra, la de Ucrania, donde además de los centenares de miles de muertos ucranianos, les importa un pimiento que ésta se descontrole todavía más y termine, aquí, en un escenario apocalíptico. La probabilidad no es baja. La pregunta es inmediata: ¿quién en Europa está actuando como líder y portavoz de nuestra seguridad? Toc, toc, ¿hay alguien? Me temo que no.

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