¿Derecho a la vivienda? Sí, pero antes ponme un espeto
- Nombre: Crisis.
- Apellidos: De la vivienda.
- Diagnóstico: Enquistada. Infectada. Purulenta. Séptica.
- Tratamiento: Hasta el momento tremendamente ineficaz. Solo apósitos superficiales.
Cada vez que habla Isabel Rodríguez, ministra de Vivienda y Agenda Urbana, no sube el pan, pero sube más el alquiler. Estoy convencida de que hay una correlación directa que debería ser estudiada por la física.
El viernes compartió en su propio perfil de X -el viejo Twitter- parte de su intervención durante un encuentro con la Cadena SER celebrado en Málaga. Lo subió ella misma, así que se entiende que está convencida, puede que incluso satisfecha de sus palabras. Concretamente, esto: “Si los malagueños no tienen un lugar donde vivir, ¿quién va a atender a esos turistas? ¿Dónde se van a alojar los camareros que después nos sirven un vino y un espeto? ¿Dónde estarán los hijos de quienes barren estas calles? Se trata también de defender un modelo de ciudad y de vida. El sector turístico es fundamental para el país, en términos de empleo y PIB, pero a veces es incompatible con la vida. Y sin vivienda no hay vida”.
Lo que la ministra planteaba en el fondo es que en la ciudad deberían vivir las personas que trabajan en la misma, que no se puede anteponer el turismo a la vida de los residentes. Todo coherente. Pero la forma en lo que lo dijo, esa idea de que los ciudadanos sirven como personal de servicio, ese “dónde se alojan los que NOS sirven vinos y espetos”, en lugar de “dónde se alojan los trabajadores” a secas, denota un clasismo aberrante, una miopía social asombrosa, la esencia misma del discurso neoliberal que asfixia las ciudades.
Decía Pedro Sánchez esta semana al anunciar el Plan de Regeneración democrática del gobierno que “los bulos han logrado que el 18% de los españoles piense que nuestra economía está en crisis, cuando es una de las economías más prósperas de Europa y encadena ya quince trimestres consecutivos de crecimiento económico”. Y es cierto. También es cierto que la afiliación ha marcado un nuevo récord en España. Pero la realidad es que nada de eso le importa al ciudadano si ve que su sueldo desaparece casi por completo el primer día de cada mes, partiendo en primera clase hacia la cuenta de su casero. Este viaje no cuenta como turismo, tal vez por eso no recibe la debida atención, pero es una travesía machacona, angustiosa e ineludible.
Esto, claro, si se puede acceder a un alquiler porque los más jóvenes directamente no se están pudiendo ir de casa de sus padres. Todo es susceptible de empeorar en la vida, pero nada tanto como los datos de los estudios sobre emancipación juvenil. Esta semana conocimos el estudio ‘Determinantes de la emancipación residencial de los jóvenes en España’, presentado por la cátedra “Vivienda y Futuro” de la Universitat Pompeu Fabra y la Asociación de Promotores y Constructores de Catalunya, que dice que solo el 15,9% de los jóvenes de entre 16 y 29 años ha logrado emanciparse. Esta barbaridad supone que la edad media en que los jóvenes dejan la casa de sus padres en España es ahora de 29,5 años, frente a los 26 años en que se sitúa la media europea. Un socavón generacional insalvable. Y otro drama en aumento: estar soltero se vincula ya a una reducción del 75% en la probabilidad de emanciparse según este estudio. Si la tendencia sigue así dentro de poco veremos a matrimonios de conveniencia para conseguir los papeles, concretamente los del alquiler.
Lo escribí ya en otra columna, pero no hay problema más apremiante en España que el de la vivienda, ni un asunto que vaya a determinar más políticamente este país a corto plazo. Por eso cada declaración de la ministra de Vivienda es auditada, con la severidad que exige la dimensión del problema. Porque la gente está harta, sencillamente. Porque es un asunto vital. Porque los inquilinos esperan que se deje de tratar un derecho básico como parte de una cartera de inversiones. Porque los votantes esperan soluciones coordinadas, y por supuesto, no esperan declaraciones en las que se da a entender que la vivienda es una mera contraprestación a un servicio laboral prestado.
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