Tú no te acuerdas porque eres muy joven, pero hace unos años se nos llenaba la boca hablando de “economía colaborativa”. Era el término de moda, la última revolución: la tecnología nos haría más libres, con una app podríamos compartir cualquier cosa: el coche, la casa cuando te vas de vacaciones, los chismes que ya no usas, y por supuesto tu tiempo y tu trabajo. Con solo un clic, nuestra necesidad encontraría satisfacción, nuestra demanda hallaría su oferta, y viceversa. El futuro sería colaborativo.
Luego resultó que las empresas que solo iban a hacer de intermediarios entre consumidores y productores, entre vendedores y compradores, o entre trabajadores y clientes, se convirtieron en multinacionales que imponían sus reglas, saltaban por encima de leyes estatales, y se llevaban por delante al pequeño comercio, a las viejas empresas “no colaborativas”, y los derechos laborales. “Uberización” lo llamamos. Entre las más representativas de aquel momento de euforia, las plataformas de reparto que desembarcaron en las ciudades, todas con un modelo similar: una app fácil de usar, y miles de trabajadores “libres” remando al ritmo que marca el tam-tam de la empresa. En realidad, bajo su apariencia revolucionaria no dejaban de ser los mozos de cuerda de toda la vida, aquellos que antiguamente se apostaban en las esquinas y plazas esperando a que les saliese un porte. Pero ahora con un clic. Lo llamamos startup, pero su negocio se basa en el sudor y el cansancio de gente que trabaja con el cuerpo.
El sueño de la economía colaborativa produce monstruos, y uno de los más fieros parecía hasta hoy Glovo. Una multinacional de origen español que impone condiciones abusivas a sus explotados riders, que obtiene beneficios tan desorbitados que incluso pagando multas millonarias y regularizaciones de la Seguridad Social sigue ganando, y que se cree por encima del bien y del mal, ajena a leyes, gobiernos, normas laborales y sentencias judiciales. Hasta hoy, en que su fundador se sienta en el banquillo, y la empresa ha acabado hincando la rodilla y aceptando contratar a sus falsos autónomos.
El modelo Glovo exacerbaba aquello que mi admirado Juanjo Castillo ya anticipaba en un libro imprescindible de hace más de quince años: La soledad del trabajador globalizado. El modelo de desregulación, externalización y “flexibilidad” de las últimas décadas buscaba aislar al trabajador, dejarlo solo ante la empresa, “descolectivizar” al trabajador colectivo, “ese trabajador aislado, solitario, pero mundializado”. Solo ante la empresa, no: solo ante la multinacional, la multinacional tecnológica que se esconde tras la app, que no está en ninguna parte y está en todas, que vive en la nube.
Para ganarle el pulso a Glovo ha habido que sumar fuerzas. En primer lugar, los trabajadores, rompiendo con su aislamiento y su necesidad de competir entre ellos, sumando fuerzas en sindicatos, los tradicionales y otros de nueva creación como Riders x Derechos. Llevan años denunciando a la empresa ante la autoridad laboral y los tribunales. Junto a ellos, el gobierno, desde el Ministerio de Trabajo de Yolanda Díaz, que ha hecho bandera de esta lucha, legislando, usando la inspección y denunciando. La suma de fuerzas de trabajadores organizados y de un gobierno que defiende los derechos laborales, ha conseguido doblegar al gigante, a la manera de aquellos superhéroes que cruzan sus rayos para conseguir un disparo más potente que tumbe al invencible villano.
La guerra sigue, solo es una batalla, y habrá que seguir peleando los derechos de los trabajadores contratados, pues previsiblemente Glovo usará otras triquiñuelas. Pero en este tiempo en que no abundan las buenas noticias, conforta ver a Glovo caer por un rato en la lona, y poder decirle, mientras se levanta, eso que le decíamos a los abusones: venga, métete con alguien de tu tamaño.