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El ministro Margallo y la “Marca Españaza”

EFE

Guillermo López García

Del jefe de la diplomacia de un país uno espera que sea, como indica su trabajo, diplomático. No espera que se dedique a soltar exabruptos y chascarrillos, combinados con ideas de bombero como el “tasazo” de 50 €, como nos está alegrando el verano el ministro de Asuntos Exteriores, García Margallo. No se trata de no reivindicar la españolidad de Gibraltar, ni de hacer oídos sordos a los abusos que se puedan cometer desde la colonia británica, de cualquier tipo (opacidad financiera, atribuciones de soberanía que no le corresponden, etc.). Se trata de cómo hacer estas reivindicaciones. Si el ministro de Exteriores es alguien que ve normal ponerse a gritar “¡Gibraltar español!”, como si fuera un parroquiano del restaurante de Despeñaperros que vende vinos con la cara de Franco, pues casi cogemos a un parroquiano de verdad y lo ponemos al frente; al menos, no nos llevaremos sorpresas.

Otro motivo para montarnos estas serpientes de verano (en Gibraltar, en Cuba o en Marruecos; casi parece un clásico de la diplomacia franquista) es, sin duda, desviar la atención de los múltiples problemas que el PP tiene que afrontar (o eludir) en lo que le queda de legislatura: el caso Bárcenas y el deprimente estado de la economía. Ante un paro altísimo, que podría continuar así los próximos cinco años, pocos se creen los “brotes verdes” del Gobierno. Y en cuanto al caso Bárcenas, resulta difícil que nadie se crea las explicaciones que dio Rajoy en el Congreso; más que nada, porque no dio explicación alguna, salvo decir muy serio que él era inocente y que le habían engañado.

Por desgracia, este tipo de actitudes no son, en absoluto, exclusivas del ministro Margallo. La mala educación, la chulería, y la falta de habilidad, constituyen una especie de “marca de fábrica” de un determinado tipo de político español, que parece creer que actuar con firmeza y sin complejos viene a consistir en ser un impresentable. Una actitud que siempre ha sido muy cara a la derecha española y que la segunda legislatura de Aznar recuperó con toda su intensidad. Ahora, en tiempos difíciles, en lo económico y lo político, volvemos a disfrutar de una oleada de “firmeza” de nuestros dirigentes, extraordinariamente eficaz en términos de perder legitimidad, enajenarse apoyos y cargar de razones a sus oponentes. También es muy eficaz, y supongo que en parte por eso volvemos a ello, en galvanizar a los fieles, cohesionarlos en torno al PP, y al menos no perder su apoyo.

Pero el problema es que, en el camino, debilitan aquello que pretenden estar defendiendo. Debilitan a las instituciones, al Estado y a la propia noción de España. Más que nada, porque se trata de una España muy peculiar, que parece considerar que la mayoría de los que la habitan son, en un grado u otro, malos españoles: los nacionalistas catalanes y vascos, siempre empeñados en romper España, obviamente. Las izquierdas, insuficientemente comprometidas con la idea correcta de España, también son traidoras a la patria. Y, por supuesto, los que no comulgan con España en términos religiosos (particularmente, los musulmanes) o sociales (los gays, siempre tan antiespañoles), son enemigos de la patria.

El problema de esa España delineada por la derecha española es que, más que España, es Españaza. Una España que no existe, pero que intentan hacernos tragar a los españoles por todas las vías posibles. Una España antipática, chulesca, incivilizada, y cuyo principio motor parece ser la lucha sin fin contra todo tipo de enemigos internos, a los que no se considera españoles, y quienes, lógicamente, se alejan cada vez más de los elementos (sentimentales, culturales, sociales, económicos) que pudiera unirles, no sólo a “Españaza”, sino también a España.

Ver al ministro Margallo pegando gritos y creando problemas diplomáticos (en lugar de arreglarlos, como se supone que es su función) da vergüenza, y provoca en muchos la necesidad de que, al menos, no se les asocie con ello. Ver a un Gobierno asaz incompetente, como el que padecemos, empeñado en legislar en beneficio de unos pocos y en contra de la mayoría de los españoles, provoca que muchos se sientan cada vez menos concernidos con el Estado y sus instituciones, mientras el Estado y sus instituciones funcionen con ese orden de prioridades. Ver a nuestros representantes interesados sólo en su propio beneficio, y sin ninguna disposición a asumir responsabilidades o dar explicaciones, genera una gran desafección respecto del actual sistema de partidos. Ver al ministro Wert hablar de la “españolización de los niños catalanes” da argumentos a los que en Cataluña consideran a España una instancia agresiva e intolerante, con la que es imposible congeniar. Y así todo.

No se trata sólo de que nuestros dirigentes hayan incumplido casi todas sus promesas. Es que, directamente, incumplen aquello que proclaman: afirman trabajar en pro del interés general, pero los hechos demuestran lo contrario. Afirman ser (por contraste con el Gobierno anterior) gente seria, pero sus acciones y comportamientos provocan, o bien la risa, o bien el lamento (reír por no llorar). Y, sobre todo, afirman amar España, pero con su torpeza, egoísmo e incompetencia son los principales responsables de que España, la de verdad, esté cada vez peor, para mayor gloria de la Españaza neofranquista que se afanan en colocarnos.

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