El PP no tiene autoridad moral para cuestionar a Maduro
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, lo tendría muy fácil para disipar las dudas sobre los resultados de las elecciones del domingo y restar argumentos a quienes cuestionan su legitimidad para un nuevo mandato de seis años. Todo cuanto debe hacer es divulgar las actas de los colegios electorales y permitir que se contrasten sus datos con los resultados oficiales del Consejo Nacional Electoral (CNE) que le dieron la victoria. Es lo que le están pidiendo gobiernos como los de EEUU, España, Chile y Colombia, nada sospechosos de participar en la cruzada de las derechas para tumbar al chavismo de cualquier manera, cuadren o no las cifras. La líder de la oposición, María Corina Machado, asegura tener en su poder el 73,2% de las actas y que estas revelan una ventaja aplastante de su candidato, Edmundo González Urrutia.
El Gobierno bolivariano ha respondido que la limpieza de los comicios ya la han certificado los observadores internacionales; sin embargo, ese supuesto control es también objeto de polémica, no solo por la criba que previamente se hizo de los observadores, sino porque la labor de vigilancia de estos fue muy limitada geográficamente. Maduro podrá también alegar que el proceso electoral depende en exclusiva del CNE y que el Gobierno respeta escrupulosamente su independencia, pero, seamos serios, resulta difícil imaginar que ese órgano se resista a una llamada desde el Palacio de Miraflores para que publique las actas, del mismo modo que resulta difícil imaginar que algunos jueces españoles puedan resistirse al grito guerrero de el que pueda hacer que haga.
Puesto a ponerse farruco, Maduro podría proclamar que Venezuela es un país libre que no tiene por qué rendir cuentas a nadie. Que el tiempo de la colonización ya pasó. Que todo es una conspiración de la ultraderecha. Que por qué esos gobiernos tan preocupados por las elecciones en Venezuela no muestran el mismo celo purificador en los procesos electorales de otros países donde también puedan suscitarse sospechas de fraude, no solo en el recuento de los votos, sino también en la financiación ilegal de las campañas o en la explotación de votantes cautivos, como ha ocurrido en España con la trama Gürtel del PP o con las abnegadas monjas en Galicia guiando a las urnas a los ancianos de sus residencias. Sí: Maduro puede decir estas y muchas otras cosas. Y en algunos casos incluso le asistirá algo de razón. El problema es que señalar la paja en el ojo ajeno no te libra de tener una viga en el propio.
La situación a la que se enfrenta Maduro es muy sencilla: si quiere que el reconocimiento a su legitimidad sea lo más amplio posible, debe acceder a que los resultados de las elecciones sean verificables. De lo contrario, tendrá que conformarse con las felicitaciones de China, Rusia, Irán y de buena parte del conglomerado de naciones que hace décadas se denominaba Tercer Mundo y hoy se conoce como Sur Global. ¿Y eso en qué puede afectar la eventual presidencia de Maduro? Poco: dentro de América Latina, los cuestionamientos de Lula, Petro o Boric tenderán a amainar. Seguirán los aullidos de Milei en Argentina, pero eso, más que debilitar a Maduro, podría fortalecerlo. La ultraderecha europea –la de Le Pen, Orban, Abascal, et al– deberá explicar cómo se concilia su fervor por Putin con el apoyo del autócrata ruso al odiado chavismo. Los lazos comerciales con China contribuirán a paliar cualquier sanción, si es que esta se produce. Y EEUU, más allá de expresar protocolariamente su “preocupación”, no parece muy interesado en tensar las relaciones con quien prevé que va a seguir al mando en Venezuela en un momento en que el contexto internacional exige fuentes fiables de abastecimiento de petróleo. No olvidemos cómo Washington y Bruselas dejaron en la estacada al pobre Juan Guaidó después de haberlo reconocido con bombos y platillos en 2019, junto a medio centenar de países aliados, como presidente interino de Venezuela a raíz de otra crisis de legitimidad presidencial de la que pocos se acuerdan.
En suma: quienes vienen llamando a Maduro dictador o tirano desde antes de las elecciones, lo seguirán llamando así; quienes lo vienen denominando autócrata porque suena menos agresivo, lo seguirán llamando de ese modo aunque algunos sientan la tentación de arrojarlo de una puñetera vez al círculo dantesco de los dictadores, y sus amigos de toda la vida lo seguirán recibiendo con los brazos abiertos. Solo un levantamiento popular o un golpe militar podrían impedir que gobernase seis años más.
Ahora bien, en los cuestionamientos a las elecciones en Venezuela hay que distinguir las churras de las merinas. No es lo mismo que Sánchez, Boric, Lula o Petro emplacen a Maduro para que despeje las dudas sobre la limpieza del recuento de votos a que lo haga el PP. Y mucho menos Vox.
El PP carece de autoridad moral para repartir credenciales de legitimidad, cuando ha pervertido el concepto mismo de legitimidad al negarla al presidente de su propio país, investido en el Parlamento por vías democráticas. Tampoco tiene autoridad para denunciar que el CNE está controlado por el chavismo, después de haber mantenido secuestrado durante seis años el poder judicial y alentar a los jueces y medios de comunicación a una campaña sin precedentes de acoso y derribo contra el Gobierno. No la tiene para acusar a Maduro de perseguir a la oposición, cuando el Gobierno de Rajoy montó una policía patriótica para perseguir a Podemos, a los independentistas e incluso al propio extesorero del PP que amenazaba con proporcionar información sobre la corrupción del partido. Ni la tiene para denunciar fraude en las elecciones de otro país, cuando en las municipales del año pasado en España denunció operaciones de compra de votos por los socialistas (remember Mojácar) y, tras conocerse la victoria de la derecha, no volvió a interesarse por aquellos supuestos delitos que con tanto ahínco había denunciado. Por lo demás, ¿con qué cara puede hablar de la democracia de Venezuela un partido que, con Aznar en la Moncloa, apoyó abiertamente una intentona golpista en ese país en 2002?
No. Al PP le importa un rábano la democracia venezolana. Lo único que le importa es utilizar la tragedia de ese país como arma contra el Gobierno zurdo de España, del mismo modo que utiliza la inmigración, la amnistía, el terrorismo o lo que tenga a la mano. Y presentarse como un paladín de la libertad, pese a que sigue sin condenar de manera inequívoca la dictadura de cuyas entrañas surgieron los fundadores del partido.
El chavismo, llámese dictadura o autocracia, ha desembocado en una catástrofe. No puede calificarse de otra manera el hecho de que, según datos de Acnur, unos 7,7 millones de venezolanos (cerca de 25% de la población) hayan abandonado el país, la inmensa mayoría por motivaciones económicas. El chavismo ha tejido una red de “colectivos”, como se conocen los grupos que operan en las barriadas para “defender los principios de la revolución bolivariana” pero que, cuando las circunstancias lo exigen, se movilizan para amedrentar a los opositores al régimen. Sí, lo sé: lo que había antes era una cleptocracia que mantenía en la pobreza a buena parte de la población. Pero lo que hay ahora es indefendible. Y no porque lo digan el PP o Vox. Ellos están en otras batallas. En sus batallas mezquinas para echar como sea a Sánchez de la Moncloa.
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