La rebelión social puede venir por el euro
El debate estos días en Europa, tras las elecciones al Parlamento Europeo, pero también en otros países como Francia, gira en torno a la desafección política hacia los supuestos europeístas, con el consiguiente aumento de los mensajes nacional-populistas.
El escaso rigor intelectual de dichos mensajes, siempre lanzados por una clase política marginal cada vez menos instruida, no ha sido óbice para que parte del mensaje anti globalismo, por un lado, y racismo puro, por otro, haya calado entre una población europea cada vez menos europeísta en el sentido clásico.
Las elites de Bruselas, las mismas que diseñaron todos los mecanismos de control de las finanzas, e impusieron criterios de convergencia tan absurdos como dañinos cuyos resultados se pueden palpar caminando por muchas regiones de la Europa del Sur y recientemente del Este, ahora se enfrentan a una rebelión social, aunque errando el tiro. En este punto, conviene recordar las enseñanzas de Mundell, el mayor experto en aéreas monetarias optimas, cuando decía que, “en lo posible las economías participantes debían presentar ciclos económicos sincronizados y niveles de inflación, déficit fiscal y endeudamiento similares”.
El núcleo del problema del desencanto radica no tanto en el globalismo o en la inmigración como en el diseño del área monetaria, es decir, el euro, y los efectos que ha tenido sobre empleo, salarios, y bienestar social. No hay que olvidar que quienes diseñaron el euro no tuvieron en cuenta los costes de ajuste de unir a economías tan dispares como la alemana, la holandesa o la austriaca con la griega o la española, por no hablar ahora de los países del este.
Los resultados de la implantación del euro arrojan luces y sombras tangibles, pero el gran problema es que quienes están canalizando el descontento de amplias capas de la población cada vez más pobre son los iluminados, como Vox o Alvise Pérez en España, que en ningún caso entienden cómo se combate una unión monetaria mal diseñada.
La llegada del euro es cierto que ha mejorado la renta de algunos sectores protegidos, como la agricultura, y ha favorecido el comercio internacional en economías antaño cerradas, o semi autárticas, junto a la mejora de infraestruturas en gran parte de la Europa más desfavorecida.
Sin embargo, y ahí está la clave, todo esto se ha hecho provocando una transferencia de renta de los países del Sur, como España, Grecia o Portugal, hacia el Norte vía endeudamiento, que sigue lastrando a las economías más pobres, dado el canibalismo del Norte a la hora de las quitas de deuda, como se comprobó en la crisis financiera de 2008.
Los ajustes obligatorios de gasto, algo absurdo en un contexto de mutualización de deuda, han generado la pérdida de millones de empleos en la industria y abocando a que la mayoría de economías del Sur sean un mero receptor de turistas del Norte, con la consiguiente depredación del tejido productivo y la fuga de talentos, como ya se viene observando desde hace tiempo.
El corsé financiero del déficit y la deuda está provocando una revolución silenciosa en los países más pobres. Los servicios públicos poco a poco se van desmantelando y se van haciendo con ellos las grandes multinacionales de la salud y la educación, justo cuando apenas llegábamos a tener un Estado del Bienestar más o menos homologable a las grandes potencias. Si a esto unimos el grave problema de la vivienda, que España lidera, nos encontramos ante un coctel explosivo que, sin duda, nada tiene que ver con la inmigración o la Agenda 2030.
En esencia, estamos ante un dilema económico de primer nivel, que hasta ahora nadie es capaz de liderar. ¿Se pueden modificar las reglas impuestas por Mastricht? La respuesta es que sí, pero, para ello, la clase política actual debería transformarse en un ejército pensante al servicio del conocimiento y abominar de las teorías neoclásicas del crecimiento y del dinero.
En primer lugar, hay que desterrar el mensaje que la deuda pública es un mal en sí mismo y que es insostenible cuando sobrepasa un determinado límite, completamente arbitrario. Los ejemplos de Japón, Italia y la misma Francia, e incluso EEUU, son el paradigma de que este criterio es perfectamente prescindible. No hay que olvidar que el análisis de la deuda se encara desde una óptica de saldos contables: la deuda de un agente es el ahorro de otro y, por tanto, en un mundo con exceso de ahorro, los riesgos son realmente mínimos entre los países que conforman la UE.
El déficit público es otra variable cuyo riesgo hay que minimizar y abandonar la idea del equilibrio permanente, máxime en economías tan dispares como las que conforman la UE. Como ya se ha dicho, si hubiera convergencia real entre los ciclos de los países miembros, estas medidas tendrían algo de sentido. En este mismo sentido, conviene liderar una corriente que pueda demostrar que el crecimiento salarial es el que lidera las mejoras en productividad, y no al revés, como han demostrado bastantes autores dentro del epígrafe de salarios de eficiencia (Storm y Naastepad, 2007).
El gasto público suficiente, la cobertura de servicios públicos y el crecimiento salarial son los elementos que tienen que regir la estrategia de la UE en este nuevo mandato, junto con un verdadero Pacto Verde para hacer de la UE un espacio saludable y solidario. Para todo ello es necesario entender y aprobar planes ingentes de inversión pública, como el de vivienda ya planteado, y que el BCE deje de ser el garante de la ortodoxia neoclásica. La figura del dinero fiat, beneficioso para los tenedores de moneda propia, tanto desde una óptica fiscal como monetaria, debería ilustrar a los gobernadores y a la presidenta, para poner en marcha algo similar a lo que hizo el Reino Unido durante la pandemia: inundar de fondos al Tesoro para poder gastar sin límite, aunque los gestores en el Reino Unido no hayan sido los mejores.
En suma, la posible rebelión social vendrá por el lado económico, ante la incapacidad de las estructuras de la UE de satisfacer las necesidades de amplias capas de la población, cada vez más empobrecidas por el falso rigor económico impuesto por las instituciones. El devenir de la industria, de la educación y la sanidad, junto al grave problema del envejecimiento de la población y la despoblación, no se pueden combatir con reglas fiscales absurdas y con recortes de gasto público. Urge, por tanto, redefinir el diseño del euro, introduciendo una nueva teoría económica compatible con el desarrollo en igualdad, desterrando a la elite neo libertaria a medias que anida en el BCE y ahora en el Parlamento Europeo.
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