El bipartidismo español ha muerto. El 10 de noviembre de 2019 quedará marcado en los libros de Historia como la fecha oficial de defunción. O eso debería. Pues si bien hemos estado hablando del fin del bipartidismo desde mayo de 2014 –tras el ascenso de Ciudadanos y Podemos en las elecciones europeas– o, con más celo, desde la nueva y variada composición del Congreso de los Diputados tras las elecciones generales de 2015, la Parca –aunque ya dejaba ver su silueta en el horizonte– no había asestado aún su golpe mortal. Pero con el 10N todo acabó, ya no hubo forma de burlar a la guadaña.
Esta idea va en contra de los hechos, argumentaréis enseguida. Y es cierto, pues si nos atenemos a los números y a la aritmética parlamentaria para la formación de gobierno, el multipartidismo lleva ya años asentado en la arena política nacional. No obstante, permítanme que replique, el bipartidismo no había muerto del todo, pues hasta ahora seguía funcionando como la lente que transformaba la manera de ver (y entender a) la política por parte de los partidos y los votantes. En este breve post me centraré en los primeros –los partidos– y argumentaré que a pesar de la fragmentación partidista y las dificultades para la formación de gobiernos los líderes políticos seguían operando con una lógica política propia del bipartidismo. Pondré el ejemplo de PSOE, Podemos y Ciudadanos, los últimos tres partidos que podrían haber dejado de razonar en términos bipartidistas para alcanzar el poder y no lo hicieron.
Desde mi punto de vista el caso más claro es el del Partido Socialista, quien en dos ocasiones tuvo la oportunidad de formar gobierno asumiendo el coste de compartir –de una forma u otra– el poder con otras fuerzas políticas, principalmente Podemos. Tras las elecciones de diciembre de 2015, una alianza con los morados y los nacionalistas hubiese enterrado el bipartidismo a la primera; en abril de 2019 el pacto con Unidas Podemos también se quedó, para sorpresa de muchos, en el camino. En ninguna de las dos ocasiones el PSOE interpretó la fragmentación que arrojaban los resultados electorales como una señal inequívoca y definitiva de cambio de ciclo. De lo contrario, a pesar de los incentivos a corto plazo, se habría aventurado a formar una coalición progresistas con un programa conjunto de transformación de largo recorrido. Intuyo, perdonen ustedes, que aún sobrevivía la idea de que era posible recuperar una posición política en la izquierda que no dependiera de otros grupos políticos. Es cierto que en ambas ocasiones entraron en juego otros factores que dificultaron que el PSOE terminase por soltar amarras, pero en ambos casos –especulo– los incentivos a intentar recuperar el espacio electoral perdido seguían gobernando la toma de decisiones en Ferraz.
Sin dudas la apuesta por repetir las elecciones en 2019 ilustra de la mejor manera mi argumento. Después de las elecciones de abril, el PSOE vislumbró la posibilidad de empujar a UPs a una posición casi marginal, obligando a los de Iglesias a tener que apoyar desde fuera a un gobierno monocolor. Los datos coyunturales –se ha argumentado– incentivaban dicha apuesta, pero la atractiva idea de laminar al competidor y volver a reinar sin dificultades en su espacio electoral en realidad estaba distorsionaba por la lógica bipartidista, que no dejaba ver con claridad el cambio estructural que ya habían sufrido las preferencias políticas de los españoles. Reconozco que esta interpretación asume que las negociaciones entre el PSOE y UPs previas a la repetición –a pesar de haber avanzado bastante– no reflejaban la intención de Pedro Sánchez de pactar un gobierno de coalición. Desde mi punto de vista existen varios indicios para creer esto, pero esto es una tema aparte. Abrazad el supuesto conmigo o juzgadme con severidad.
Por otro lado, es esperable que sean los partidos tradicionales los que normalmente operen con una lógica bipartidista en su toma de decisiones, y que por tanto sean los que se encuentren con mayores dificultades para cortocircuitar la fuerza de inercia. Pero lo llamativo es que los líderes de los nuevos partidos también hayan seguido utilizando las gafas bipartidistas hasta hace bien poco. Tanto en el caso de Podemos como de Ciudadanos las consecuencias de dicha distorsión se han visto en sus correspondientes apuestas por un sorpaso a sus competidores. En diciembre de 2015, tras conseguir unos muy buen resultados en las urnas, Pablo Iglesias dejó caer en la mismísima noche electoral que a él no le importaba si se repetían elecciones, pues se habían quedado muy cerca de quitarle el primer puesto en la izquierda al PSOE. En su cabeza –especulo– estaba no sólo la posibilidad de ganar unas elecciones a los socialistas, sino de arrollar prácticamente por completo su espacio electoral, convirtiéndose en el nuevo PSOE y reemplazándolo en la competición bipartidista. Ese –confiesan muchos– era el objetivo original de Podemos. Tras la repetición electoral nada de eso sucedió.
El caso de Ciudadanos es bastante más reciente y con un final bastante más trágico. De cara a las elecciones de abril de 2019, la formación naranja decidió dar un brusco giro a la derecha imponiendo de antemano un veto a la formación de gobierno con Pedro Sánchez. Justamente la formación que había llegado a la política para ocupar una posición pragmática, de partido bisagra, desde donde promover –según defendían en sus comienzos– reformas estructurales y de regeneración democrática. Pero lo más probable es que el veto naranja estuviese diseñado para ganar la particular batalla de Rivera al PP. En contra de la progresión electoral del partido y de los indicios demoscópicos (ninguna encuesta para entonces lo acercaba a un escenario de sorpaso), Ciudadanos habría visto en el horizonte –especulo de nuevo– la posibilidad de ganar la primer posición en la derecha y, con el tiempo, convertirse en el punto focal para la coordinación del voto liberal y conservador. Pero esa visión seguramente estaba desenfocada por la lente del mundo bipartidista. Seguía operando en las élites de los naranjas la idea de que acabarían siendo el reemplazo del PP. En las elecciones del 28A, como Podemos en 2015, Ciudadanos se quedó cerca del sorpaso y, en consecuencia, redobló su apuesta. En la repetición griparon el motor, perdieron la mitad del voto y el sistema electoral los pasó por la trituradora.
La especulación tiene un límite, lo reconozco, pero quizás otra hubiese sido la historia de Ciudadanos si hubiese comprendido que su objetivo principal no pasaba por ganarle el primer puesto en la derecha al PP, sino comprender que el bipartidismo aritmético era cosa ya del pasado y que en aras de promover y ejecutar una agenda política lo más lógico era encontrar una posición sólida y privilegiada en el centro, capaz de conseguir concesiones de unos y de otros. Esa podría haber sido un espacio más pequeño pero mucho más fructífero para los de Rivera.
En definitiva, las elecciones del 10N han sido las cuartas en las que los votantes pintan un Congreso de los Diputados multicolor y multidimensional, es decir, heterogéneo y complejo para gobernar. Por tanto, no parecería sensato que los partidos continúen insistiendo en planear sus estrategias políticas pensando en que la política española, tarde o temprano, seguirá siendo una cosa de dos. En los próximos días, de salir adelante el primer gobierno de coalición (a nivel estatal) desde la vuelta de la democracia, la muerte del bipartidismo quedaría certificada. No sería mala idea, a modo de advertencia, colocar en su lápida el mismo epitafio que aparece en la tumba del profeta Nostradamus: “No envidiéis la paz de los muertos”.