¿Por qué hay personas que prefieren mojarse cuando llueve a pesar de llevar paraguas? La psicología da la respuesta

Hay gente que ve un charco y lo esquiva. Otra lo pisa sin mirar atrás. En ese gesto, aparentemente tonto, hay algo que va mucho más allá de acabar con las zapatillas empapadas. Es una forma de decir: me da igual. No al mundo entero, pero sí a lo que se supone que hay que hacer. Y cuando cae la lluvia, ese tipo de personas no abre un paraguas. Camina.
No lo hacen por despiste, ni por llevar la contraria porque sí. Según Vanessa García Gualdrón, psicóloga y miembro de Psonríe, “los sentidos más que una forma orgánica de adaptación del ser humano” son una manera de “poder interactuar con el entorno que nos rodea y entre otras cosas cumplen la función de ser un mecanismo de supervivencia”. En ese sentido, sentir la lluvia directamente en la piel, escuchar cómo golpea el suelo o percibir el olor a mojado se convierte en una forma intensa y primaria de estar presente.
El paraguas y la obsesión por tenerlo todo bajo control
Para quienes disfrutan mojarse bajo la lluvia, esa interacción tiene una base emocional. El agua en la cara, el sonido constante del chapoteo, el frescor en la piel. Todo eso tiene una función que va más allá del disfrute físico: es una pequeña liberación personal, una especie de recarga emocional gratuita.
El paraguas, en cambio, marca una frontera. No solo protege del agua: también refuerza una idea de control. El que lo lleva quiere evitar el malestar, prevenir el resfriado, mantener la compostura. Para quienes prefieren no usarlo, ese control resulta prescindible. Aceptan mojarse como parte del trato al salir a la calle.

No se trata de buscar el frío, sino de no huir del presente. En palabras del equipo de Alemar Psicólogos, “las personas extravertidas suelen definirse como personas enérgicas y están siempre buscando nuevas experiencias y relaciones sociales”. Salirse del protocolo puede ser justo eso: una forma de explorar sensaciones que no se planifican.
Y no hay que irse muy lejos para ver esa actitud. Basta observar a alguien que camina bajo la lluvia sin cambiar el paso, sin mirar al cielo ni cubrirse la cabeza con la mano. No parece importarle. Hay un componente de rebeldía, sí, pero también de entrega. Como quien se deja llevar por la corriente y confía en que el destino será, al menos, interesante.
La lluvia como viaje exprés a una infancia sin castigos
En algunas personas, esa elección se vincula con vivencias pasadas. Jugar bajo la lluvia de niños, mancharse sin que nadie les riñera, correr empapados entre carcajadas. Todo eso deja huella, aunque no se recuerde con detalle. Y de adultos, al evitar el paraguas, reviven una sensación que no tiene que ver con nostalgia, sino con el placer simple de mojarse sin consecuencias.
También hay un perfil más tolerante al malestar. A quienes les molesta poco llevar el pantalón chorreando o sentir los calcetines húmedos. Su nivel de ansiedad suele ser bajo y, según la psicología, esa resistencia al malestar se relaciona con una mayor resiliencia y capacidad de adaptación. No se agobian si llueve; simplemente se adaptan.

Según un estudio publicado por la revista Psychological Reports, las personas que buscan experiencias nuevas y sensaciones intensas presentan un comportamiento más abierto a los estímulos naturales, incluso cuando estos implican incomodidad o incomprensión social. Por eso, mojarse no siempre es un descuido: puede ser una forma de vivir con más libertad y menos reglas, aunque eso implique empaparse hasta los tobillos.
En definitiva, lo que parece un gesto pequeño —no abrir el paraguas— esconde una manera distinta de relacionarse con el entorno. Una elección sencilla, pero cargada de significado personal, que no responde tanto a la lógica como a la forma de estar en el mundo. Aunque se acabe calado hasta los huesos.
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