Por qué Leonardo da Vinci evitaba las plumas aunque soñara con volar como los pájaros

Construir alas con plumas era tan inútil como intentar remar con abanicos. Leonardo da Vinci lo sabía, y por eso buscó en la naturaleza no lo evidente, sino lo que realmente funcionaba. Su sueño de volar no pasaba por copiar lo que veía en los pájaros, sino por entender cómo se sostenía un cuerpo en el aire.
Mientras otros se quedaban en la superficie, él abría cuadernos y pensaba en poleas, en lino encerado, en estructuras que simularan un ave sin disfrazarse de ella. Su ambición no era parecer un pájaro: era volar mejor que uno.
Alas sí, pero con cuerdas, poleas y lino encerado
Antes de dibujar alas, observó las de una libélula. Más adelante, las de un murciélago. También se fijó en el milano real. No las copiaba, las traducía. En el Códice sobre el vuelo de los pájaros , que actualmente se encuentra en la Biblioteca Real de Turín, dejó apuntes como este: “Si el ala y la cola están por encima del viento, bájese la mitad del ala opuesta y se recibirá la fuerza del viento y se enderezará”.
Su obsesión era desmontar el vuelo como el relojero que desmonta un reloj: parte por parte. Cada pluma que estudiaba terminaba convertida en palanca, cuerda o compuerta.

En una de sus ideas más elaboradas, el llamado Gran Nibbio, Leonardo diseñó una máquina voladora que imitaba el movimiento de las alas sin recurrir a plumas. Utilizó en su lugar piezas articuladas, cubiertas con tela, que al moverse dejaban pasar el aire de forma similar al plumaje real.
La estructura permitía que el piloto se tumbara boca arriba y usara los pedales para accionar el batido. Según los dibujos, ese esfuerzo se multiplicaba con un sistema de poleas que aliviaba la carga muscular. No se trataba de levantar el vuelo a pulso, sino de canalizar mejor la energía humana.
Algo parecido aparece en otro de sus proyectos, el de la Aquila Meccanica, estudiado siglos después por Mario Taddei. La particularidad del aparato estaba en los sportelletti, unas ventanillas móviles de lino encerado que se cerraban en la bajada del ala y se abrían en la subida, dejando pasar el aire. Era una reproducción funcional del comportamiento de las plumas, pero hecha con materiales más fiables.

Leonardo tenía claro que una pluma era demasiado débil como para formar parte de una estructura técnica. En sus manuscritos lo deja entrever, especialmente en las anotaciones sobre las alas: no buscaba parecerse a un ave, sino conseguir que una persona pudiera elevarse del suelo. Esa diferencia entre imitación y comprensión lo acompañó siempre. Por eso, sus diseños incluían engranajes, tiras de cuero y telas resistentes.
Zoroastro y Lilienthal se estrellaron, pero se sacaron lecciones
El único vuelo documentado de sus máquinas no fue obra suya, sino de Tommaso Masini, también conocido como Zoroastro da Peretola. La historia cuenta que se lanzó en 1506 desde el monte Ceceri, a las afueras de Florencia, con un prototipo del Gran Nibbio.
Planeó unos metros y acabó con las piernas fracturadas. A pesar de todo, aquel intento dejó una lección: no tanto por lo que consiguió, como por lo que reveló sobre los límites de los materiales y la fuerza humana.

Años más tarde, el ingeniero alemán Otto Lilienthal, considerado el primer pionero moderno del vuelo controlado y documentado, retomó la misma idea: observar a las aves, estudiar la resistencia del aire y lanzarse desde colinas. También él acabó estrellado Y muriendo..
Lo que ninguno de los dos logró en vida sirvió de base para que otros lo consiguieran después. Aunque Leonardo da Vinci nunca voló, su forma de pensar dejó más que alas: dejó planos con los que el vuelo humano empezó a tener sentido. Cinco siglos después, volar es una realidad totalmente normal. Pero la idea de abordar el vuelo como un problema técnico, la primera, fue suya.
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